Los dioses de cada hombre. Jean Shinoda Bolen

Los dioses de cada hombre - Jean Shinoda  Bolen


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donde se iba a realizar la ceremonia nupcial? En algún momento debió darse cuenta de que su padre la había engañado y de que la muerte la estaba esperando. Cuando se enteró de lo que le iba a pasar, se debió haber sentido traicionada, abandonada y atemorizada.

      Agamenón la ofreció en sacrificio y los vientos regresaron, su flota zarpó hacia Troya para librar una lucha que duraría diez años. En otra versión de la historia, Ifigenia fue salvada por la diosa Artemisa, que en el último momento la subtituyó por una cierva.

      Agamenón fue, pues, otro padre recompensado por su voluntad de sacrificar a su hija. Si lo observamos bajo el prisma psicológico, el padre que viola la confianza de una hija y acaba con su inocencia, destruye esa misma parte dentro de sí mismo. Simbólicamente, la hija puede representar el ánima de su padre (término descriptivo de Jung para el aspecto femenino de un hombre); al igual que puede hacerlo su esposa, que representa su otra mitad (a la que coloquialmente se hace referencia como su “mejor mitad”), a la que en estas historias no se consulta o es engañada y carece de poder para defender a su hijo o hija.

      Dudo que Abraham le dijera a Sara que se despidiera para siempre de su hijo Isaac, cuando partían hacia Moriá. Dudo que Abraham le dijera que pensaba obedecer a Dios y sacrificar a Isaac en un holocausto. De haber sabido su madre lo que iba a pasar, suponemos que habría intentado detenerle. Si ella hubiera tenido el poder de evitarlo, Isaac se habría quedado en casa. Lo mismo habría sucedido con Ifigenia si su madre hubiera sabido lo que pretendía Agamenón cuando mandó llamar a su hija a Áulide bajo falsas excusas.

      Para ser un soldado o un comandante en jefe despiadado o incluso un ejecutivo moderno o un empresario, un hombre (o una mujer, que ahora también puede desempeñar ese papel) generalmente ha de estar dispuesto a matar o a reprimir sus sentimientos más tiernos, a anteponer su búsqueda de aprobación o de éxito en el mundo a sus vínculos familiares. En el campamento militar o en el equivalente contemporáneo del mundo comercial no hay lugar para la vulnerabilidad, la ternura y la inocencia. Tampoco hay lugar para la empatía ni la compasión por los enemigos, en un entorno de “mata o te matarán” o para competidores y rivales en los que uno gana y el otro pierde. Estos atributos son vistos como debilidades que se han de sacrificar.

      Los mitos que narran las historias de los hombres que estuvieron dispuestos a acabar con sus hijos y cómo fueron recompensados, son comentarios muy significativos. Nos hablan de lo que se valora en una cultura patriarcal: has de obedecer a la autoridad y has de hacer lo que necesitas para conservar la autoridad que ya tienes.

      Este sistema de valores tiene consecuencias negativas directas en la relación entre padres e hijos. Los padres autoritarios reaccionan con ira ante lo que perciben como insubordinación y desobediencia, castigando a sus hijos (e hijas) por no hacer, por la causa que sea, lo que ellos les han dicho o lo que ellos esperaban.

      La necesidad de mantener una postura de autoridad contribuye en el “peor de los casos” a situaciones de padres agresivos. Un hombre puede entonces enfurecerse con un bebé que no deja de llorar o con un niño de dos años que aún se encuentra en una etapa de desarrollo muy incipiente, y percibirlo como un insubordinado o que se está riendo de su autoridad (y no es por casualidad que este hecho también le haga sentir su propia impotencia para controlar lo que sucede). Esta reacción se considera paranoica. El padre no ve a su propio hijo como un niño que está manifestándose tal como es, que está haciendo lo que hacen los bebés y los niños de esa edad, sino que reacciona a lo que está percibiendo y abusa del niño.

      Lo más frecuente es que el niño incite la cólera de un padre autoritario cuando se hace mayor. Puede que no haga lo que se le ha dicho, cuestionarse las cosas, no estar de acuerdo con su padre, rebelarse contra su autoridad. Desafiar la autoridad es una parte normal del proceso de aprendizaje y de descubrir las cosas por uno mismo.

       La identificación con el agresor

      Desde una perspectiva psicológica, el problema no es que el padre tenga autoridad y la ejercite. Los niños adquieren confianza y seguridad cuando hay una autoridad que establece límites apropiados y firmes. Pero las necesidades de firmeza del niño no se ven satisfechas si, bajo el disfraz de la autoridad paternal, el padre está expresando sus celos de ser sustituido emocionalmente o está reaccionando a su necesidad de demostrarle a su hijo quién es el que manda.

      El padre está representando, pues, el papel de un enfurecido y distante padre celestial, que ve a su hijo como una amenaza para su posición. Dado que su rabia es irracional, el hijo inicialmente se siente confundido y herido. Esta situación se transforma en un resentimiento mutuo y un distanciamiento; paradójicamente también ayuda a que el hijo se comporte como el padre cuando sea mayor.

      En el plano fisiológico, esta paradoja surge porque el hijo se “identifica con el agresor” en lugar de hacerlo con la víctima que en realidad es. Llega a rechazar las cualidades que él posee, que son las que provocaron la ira de su padre, aunque éstas no fueran malas.

      Aunque a un hijo pueda desagradarle su padre que le critica, le amedrenta y descarga su ira sobre él, lo que sucede es que acaba odiando todavía más ese sentimiento de debilidad, incompetencia, temor, impotencia y humillación. Llega a odiar su propia vulnerabilidad por ser el blanco de la crítica punitiva y de la ira de su padre. Lo mal que se ha sentido y la idea de “maldad” se mezclan, confusión que la cultura patriarcal refuerza equiparando la conciencia de la vulnerabilidad a la debilidad, la cobardía y el no “tener agallas”. El amor hacia las cosas bellas, la sensualidad y la espontaneidad emocional son igualmente rasgos no masculinos que se han de ocultar o enterrar tan profundamente que nadie pueda percibirlos.

      Los muchachos y los hombres han aprendido que demostrar compasión hacia una víctima puede ser peligroso en un patriarcado, que se arriesgan a la pérdida de su propia posición ventajosa. El riesgo es especialmente elevado cuando un grupo de hombres ejerce poder sobre otros y atormentan, golpean o incluso violan a una persona más débil o hacen daño a un animal. En mi práctica como terapeuta un hombre recordó las burlas y el ridículo al que tuvo que hacer frente cuando era pequeño al objetar y detener la tortura a la que un grupo de niños estaba sometiendo a un gatito. El precio que tuvo que pagar por su acción fue que siempre se metieran con él.

      Otros me han hablado de su sentido de culpa y vergüenza por faltarles el valor para hablar e intervenir. Dicen: «no moví un dedo», y de ese modo dieron su consentimiento tácito a lo que un grupo de hombres del que ellos formaban parte hicieron a una mujer, a un homosexual, a un judío, a un asiático, mejicano o negro. Estos hombres procedían de familias en las que no habían sido victimizados y por lo tanto no se identificaban con el agresor de la misma manera que un muchacho que ha recibido malos tratos podría hacerlo más tarde. Sin embargo participaron en lo que estaba sucediendo, que es lo que según parece suelen hacer los hombres cuando están en grupo.

      El lema para justificar estos ritos de iniciación suele ser: «lo que me han hecho a mí, ahora yo te lo hago a ti», lo cual indica una clara identificación con el agresor. Las pruebas iniciáticas de fraternidad repiten la experiencia que muchos hombres tuvieron como hermanos pequeños en manos de sus furiosos hermanos mayores. El hermano pequeño es el receptor de la hostilidad y se encuentra en la misma relación de víctima predilecta de su hermano mayor, como éste lo fue para su padre. Esta repetición subyacente


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