Juárez: visiones desde el presente. Отсутствует
lúcido, preciso y vigoroso, y con un clima nacional adverso a las prosperidades democrática, liberal, científica y nacionalista. Con todo, se plantaron entonces las semillas de la modernización y el nacionalismo, y algunas dieron brotes que el régimen subsiguiente, favorecido por el clima internacional, hizo crecer.
Recitamos de memoria pequeñas cápsulas de sabiduría popular, de autoría anónima, que pretenden resumir con facilidad lo que en realidad demanda esfuerzos para saberse a ciencia cierta, pero quizá sea así como funcionan los cultivos de conciencia. Decimos “lo que el viento a Juárez” para ilustrar que alguien o nosotros mismos nos mantenemos incólumes, sin detenernos en la ponderación de que, en realidad, la resistencia con la que se aferró Juárez a sus ideales para defender la soberanía e independencia nacionales y modernizar a México con sus Leyes de Reforma no fue fácil. Hay quien todavía acude a la frase “¿dónde crees que se viste Juárez?” para fardar la elegancia de alguna prenda, que parecería insólita sobre nuestros cuerpos normalmente vistos en fachas, sin detenerse a considerar que el uniforme adoptado por Juárez, “su eterno frac, su cuello y su sombrero altos, de los cuales no se separó ni en el desierto, correspondían a su nueva mentalidad, a sus nuevas costumbres”, como bien lo escribió Fernando Benítez, pues agrega que “en la medida en que Benito Juárez, un hombre de leyes, se identificaba con su profesión, con las doctrinas y los métodos occidentales del partido liberal, en esa medida perdía los rasgos de su cultura original” y, por ende, concluye Benítez, “Juárez optó por cortar el cordón umbilical que lo ataba a la edad de la piedra pulimentada y prefirió dejarnos el retrato del hombre que había aspirado a ser toda su vida: el retrato del forjador de la República, del estadista moderno, del revolucionario occidental”. Mucho tendríamos que aprender entonces los mexicanos de hoy en día, a 200 años del natalicio del Benemérito, tanto por confundir como juarismo la exageración hipócrita del huipil como por negar equivocadamente la propia nacionalidad al portar las mismas corbatas que se anudan en otros centros financieros de Occidente. Son, por ende, confusiones de conciencia nacional las que suponen justificar derrotas, achicarse en escarnios internacionales o fallar penaltis en el futbol con el injustificado pretexto que confunde “la honrada medianía” con la mediocridad y la falta de empeño; y pecan de confusión de conciencia los mexicanos que creen justificar la cultura de arrebatarlo todo o enderezar entuertos por cualquier vía chueca, con la equivocada idea de que las tropas al mando de Juárez y sus generales liberales derrotaron al ejército francés de pura casualidad o por mera circunstancia fortuita.
Creo que durante años se privilegiaron en México, entre historiadores y en las sobremesas de las familias llamadas de buenas conciencias, un ciego culto a los héroes y una filiación irrestricta a la liturgia cívica, de bombo y platillo, desfiles y discursos. Con el tiempo, los mexicanos que aún no llegamos al medio siglo de edad creo que profesamos una filiación histórica más crítica, y por ende quizá más honesta. Jorge Luis Borges escribió en alguno de sus perfectos párrafos que solamente quien lograba desvestir del heroísmo impuesto a los hombres de carne y hueso podría entonces descubrir la verdadera esencia de lo heroico, y a lo largo de sus muchos luminosos ensayos y enseñanzas Luis González pugnó por la debida ponderación de la llamada historia de bronce: bajar a los próceres a la verdadera estatura con la que caminaron por este mundo y, una vez vistos de carne y hueso, reconocer entonces la verdadera dimensión de su grandeza entre pares. Así lo entendió también el novelista ejemplar que fue Jorge Ibargüengoitia, cuya muerte accidental quizá nos privó de una sabrosa novela en torno a la figura de Juárez del ánimo y talante con la que escribió Los pasos de López en torno a la del cura Hidalgo. De igual manera, no puedo dejar sin evocar los lúcidos libros sobre nuestro pretérito sin oropeles que firmara José Fuentes Mares y, por lo mismo, mencionar que no pocos mexicanos de hoy hemos sabido digerir las glorias y desgracias de nuestra historia con una serenidad que no necesita recurrir al civismo obligatorio, a las verdades romantizadas en versos o a las mentiras acomodadas según los climas dictados por el poder público en turno.
Creo que así como podemos hoy, a dos siglos de su natalicio, celebrar las numerosas grandezas de Benito Juárez, también podemos mirar por el rasero crítico de lo mucho que ahora sabemos, lo que antes ni se hablaba —más allá del Hemiciclo en mármol, la maquillada fisonomía que presenta en los modernos billetes o la memorización de los himnos que nos hacían marchar en la primaria. Así como se mantiene intocable la gratitud de conciencia ante la defensa del territorio contra el invasor napoleónico, así también no es posible obviar ahora párrafos que ponen en tela de juicio la leyenda inmaculada de Juárez. En tanto se aclaren las ínfulas e intenciones que tanto encono desataron entre los aspirantes a la Presidencia de la República en las elecciones de 2006 y ante los repetidos fervores por honrar y glorificar la figura legendaria de Benito Juárez, creo recordar que en 1871 el llamado Benemérito realizó maniobras dudosas con la Cámara de Diputados para reformar el sistema electoral en su provecho, minó las prácticas electorales para propiciar su reelección y derramó un cochinero que le garantizó la permanencia en el poder. Creo recordar algunos de los versos que le lanzó Ireneo Paz en su contra, que decían más o menos así:
¿Por qué si acaso fuiste tan patriota / estás comprando votos de a peseta? / ¿Para qué admites esa inmunda treta / de dar dinero al que en tu nombre vota? / No te conmueve, di, la bancarrota / ni el hambre que tu pueblo tanto aprieta? / Si no te enmiendas, yo sin ser profeta / te digo que saldrás a la picota. / Sí, san Benito, sigue ya otra ruta; / no te muestres, amigo, tan pirata, / mira que ya la gente no es tan bruta.
Ni tan intachable el Benito intocable, ni tan inmaculados los persignados que lo condenan...
Con todo, creo pertenecer a una generación de mexicanos que ha heredado una límpida conciencia nacional, que incluye una sólida identidad y sentido de pertenencia, es decir una generación que no llega aún al medio siglo de vida y que tiene un fiel retrato de quién fue Benito Juárez. Creo que no son pocos los mexicanos de mi generación que han logrado transmitir a sus hijos, si bien no el mismo jolgorio cívico y populista, populachero y de telenovela que nos tocó en el Año de Juárez de nuestra propia infancia, sí un honesto sentimiento de admiración e, incluso, de gratitud no sólo por encarar la descarada invasión de nuestro territorio, sino por ejecutar las leyes que nos indujeron con carta cabal al concierto moderno del mundo. Creo vivir en un México que, aunque asediado por múltiples confusiones y descalabros, mantiene inamovible la raíz de su conciencia nacional; es decir, en general, la vida y obra de Benito Juárez no ha caído aún en el oprobioso olvido o en la obviedad engañosa. Hay suficiente conciencia como para augurar que no se vislumbra ni el derrocamiento de su efigie tan socorrida en la monumentalia mexicana ni su desaparición de las monedas y billetes de uso corriente. Aunque vivimos en un México cada vez más inoculado por la insana propensión a utilizar vocablos en inglés, no veo posible que caigamos en la pronunciación de Who are Ez? o demás banalidades irrespetuosas. A pesar de que las escuelas e incluso los nuevos gobernantes se han alejado de todo rito cívico, juegos florales de loas a los próceres, recreaciones de la batalla del Cinco de Mayo, desfiles con lluvias de confeti y arcos triunfales, no veo que caduque ni la validez ni el interés por la Historia Patria, las biografías del pretérito y sus protagonistas, las circunstancias del pasado y la historia de nuestra de historia. En ese sentido, la historiografía de elevada calidad que ahora tenemos a la vista ya no suscribe ciegamente el culto al pasado por el pasado mismo o para justificar un presente efímero o fugaz, sino que abona a un conocimiento más amplio —de hecho, al parecer ilimitado— sobre los muchos laberintos de nuestro ayer: ahora importa indagar, escribir y publicar para que sea leído todo lo relativo a quienes no tenían voz en el pasado, todo aquello que se obviaba en las historias de afán monumental y glorioso.
Es muy probable que a doscientos años de su nacimiento los mexicanos de hoy, y en particular los que aún no llegamos al medio siglo de vida, contemplemos a Benito Pablo Juárez García con el semblante, tez y callada mirada con los que quedó retratado en las escasas fotografías en sepia que se conservan de él y ya no como el monumental icono de siete metros de estatura, piel de bronce o de mármol intocable e inalcanzable que tanto fardan sus estatuas. Creo que vivimos en un México más propenso a leer la biografía de nuestra conciencia, la vida y obra de Benito Juárez, con muchas preguntas y desengaños de por medio y ya no solamente la memorización