El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González
á su majestad, la venida de vuestra majestad.
El rey se quedó removiendo el brasero y murmurando:
—Creo, Dios me perdone, que la duquesa me teme: bien haya el que me ha mostrado el camino; pero ¿quién será?¿El padre Aliaga?¡Bah! el padre Aliaga no se anda conmigo con misterios... ¿quién será?¿Quién será?
Abrióse la puerta por donde había entrado poco antes la duquesa, y el rey se calló.
Adelantó doña Juana, pero pálida y convulsa.
—¿Qué tenéis, duquesa?—dijo el rey, que no pudo menos de notar la turbación de la camarera mayor.
—Tengo... señor... que vuestra majestad va á creer que no quiero obedecerle.
—¡Cómo!
—Me es imposible anunciar á vuestra majestad.
—¡Imposible!
—Sí; sí, señor, imposible de todo punto.
—Pero y ¿por qué?...
—Porque... porque su majestad no está sola.
—¿Que no está sola la reina? ¡Otra desgracia!... ¿Pero quién está con la reina?
—Está... esa doña Clara Soldevilla; esa menina á quien tanto quiere, á quien tanto favorece, de la cual apenas se separa la reina mi señora... esa mujer á quien no ha sido posible arrancar del lado de su majestad.
—¡Doña Clara Soldevilla!—dijo el rey palideciendo más de lo que estaba—; ¿será necesario...?
—Sí; sí, señor; será necesario expulsarla á todo trance de palacio... es... perdone vuestra majestad... una intriganta... una enemiga á muerte del duque de Lerma, de ese grande hombre, del mejor vasallo de vuestra majestad.
—Pero en resumen... ¿el estar la reina con esa mujer impide...? ¿No es éste un refugio vuestro, doña Juana?
—Juro á vuestra majestad por mi honor y por el honor de mis hijos, que me es imposible, imposible de todo punto anunciar á vuestra majestad... á no ser que vuestra majestad quiera que lo sepa doña Clara...
—¡Ciertamente que soy muy desgraciado!...
—Juro á vuestra majestad, que en el momento en que la reina mi señora quede sola... yo misma... por ese pasadizo, iré á avisar á vuestra majestad...
—¡Cuando haya vuelto Lerma...! ¡Cuando...! no, no, doña Juana, yo volveré; yo volveré... esta noche á la media noche... esperadme... y yo, yo, Felipe de Austria, no el rey, os lo agradecerá.
Y Felipe III, como quien escapa, se dirigió á la puerta secreta, desapareció por ella y cerró.
La duquesa viuda de Gandía volvió á quedarse sola.
Durante algunos segundos permaneció de pie, inmóvil, anonadada, trémula.
—¡Pero Dios mío! ¿Qué es esto?—exclamó con la voz temblorosa—. ¿Dónde está la reina? ¿Dónde está su majestad?
Y saliendo de su inacción, se precipitó de nuevo en la recámara de la reina.
Ni en ésta, ni en el dormitorio, ni el oratorio había nadie.
La reina, á juzgar por las apariencias, no estaba en el alcázar; al menos no estaba en las únicas habitaciones donde podía estar, porque suponer que la reina hubiese salido por las puertas de servicio, era un absurdo; ¿pero no podía haber salido la reina por algún pasadizo semejante á aquel por donde había aparecido el rey?
—La reina estaba sola: me despidió á pretexto de sus devociones y se encerró en el oratorio—dijo la duquesa—; nadie ha entrado, y la reina... su majestad... no parece; ¡oh! ¿qué es esto, Dios mío?
Encontrábase entonces la camarera mayor en el dormitorio de la reina, buscando con una bujía que había tomado del oratorio, por todas partes; su vista estaba maquinalmente fija en el voluminoso lecho, y una idea siniestra, una tradición obscura, que reposaba como otras tantas en el seno del alcázar, vino á herir su imaginación.
—Aquí, en esta misma cámara—murmuró con miedo—, murió la reina doña Isabel de Valois.
La duquesa se detuvo.
—Dicen—continuó—que la envenenó, por celos de su hijo, el rey Felipe II.
La camarera mayor, que hemos dicho era supersticiosa, empezó á encontrarse mal, á tener miedo en el dormitorio.
—¿Servirían estos pasadizos—dijo—para que el rey observase á su esposa?
Detúvose de nuevo la duquesa.
—Dicen que de tiempo en tiempo suceden en esta cámara cosas extraordinarias... que el alma de la reina doña Isabel...
En aquel momento la puerta que conducía al oratorio de la reina, dió un violento portazo. Sobresaltada, sobrecogida la duquesa, dejó caer la palmatoria que tenía en la mano y se quedó á obscuras.
Entonces sintió junto á sí los pasos de alguien que andaba por el dormitorio; sintió que aquellos pasos se acercaban á ella; sobrecogióla un pavor mortal; ni tuvo voz para gritar, ni para moverse; pero á pesar de aquel terror, oyó clara y distintamente una voz alterada, de entonación fingida, que dijo muy cerca de ella:
—Si queréis que nadie sepa vuestros secretos, noble duquesa, guardad vos un profundo secreto acerca de lo que habéis visto y oído esta noche.
La voz calló, los pasos se alejaron, rechinó la puerta, y luego todo volvió al silencio anterior.
Instantáneamente la duquesa se lanzó fuera del dormitorio y de la recámara de la reina, entró en la cámara donde poco antes había estado hablando con el rey y corrió á una campanilla y la agitó con violencia.
Entró una de las doncellas de la servidumbre.
—No, vos no—dijo alentando apenas la duquesa—; decid á la señora condesa de Lemos que entre.
Poco después entró una joven como de veinticuatro años, hermosa, viva, morena, ricamente vestida, y sobremanera esbelta y gentil.
A la primera mirada comprendió que sucedía algo terrible á la duquesa.
—¿Qué es esto, señora?—la dijo—; estáis pálida, mortal, tembláis... ¿qué os ha sucedido?
—Una pesadilla... amiga mía: me había dormido al amor del brasero, y... hacedme la merced de mandar que me traigan agua y vinagre... pero no os vayáis... no... será una manía—añadió sonriendo penosamente—, pero no quiero estar sola.
La joven condesa de Lemos fué á pedir el agua, murmurando para sí mientras llegaba á la puerta de la cámara:
—¡Una pesadilla que la ha puesto azul de miedo! ¡quién será el duende de esta pesadilla!
Al poco tiempo y después de haber bebido un enorme vaso de agua con vinagre, después de haber logrado con grandes esfuerzos obtener una serenidad aparente, la duquesa dijo á la joven dama de honor:
—¡Ya se ve! ¡es tan tétrica esta cámara! luego, esas ventanas que golpean... el ruido de la lluvia... y además... antes de dormirme leía Los miedos y tentaciones de San Antonio Abad.
—¡De tentaciones os ocupábais!—dijo la de Lemos—; pues mirad, señora, la noche está de tentaciones.
—¿Vos también leíais?
—No, señora, pensaba.
—¿Y pensando teníais... tentaciones?...
—Y muy fuertes, señora.
—¿Pero de qué? ¿qué diablo os tentaba?
—El diablo de