El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González
buen paso.
—¡Eh! ¡atrás! ¡no se pasa!—dijo nuestro forastero, echando al aire la daga y la espada.
El que venía hizo un movimiento igual, y sin decir una palabra, embistió al joven.
—Os aconsejo que os vayáis—dijo éste, acudiendo al reparo de los golpes que le tiraba el embozado—, porque si no os vais, os va á suceder algo desagradable. ¡Hola! ¿se me os venís con estocadas? ¡perfectamente! pero es el caso que yo no quiero mataros, amigo mío.
Echó fuera dos ó tres estocadas bajas, y aprovechando un descuido del contrario, le dió un cintarazo encima del sombrero.
—Eso ha podido ser un tajo que se os hubiese entrado hasta los dientes—dijo el joven pronunciando esta nota con una calma admirable.
El otro redobló su ataque.
—Es el caso que yo no quiero mataros—dijo el sobrino de su tío—; no por cierto: sería bautizar mi entrada en Madrid con sangre. ¡Ah! ¿os empeñáis? pues... allá voy, camarada...
Y se cerró en estocadas estrechas, obligando al contrario á repararse con cuidado.
—¡Ah! ¡ah!—murmuró el joven—; en la corte no saben más que echar plantas; paréceme que ya le tengo para el desarme de mi tío el arcipreste. ¡Veamos! ¡Pobre hombre! ¡Bah! ¡estáis preso! ¡Sois mío!
El forastero había cogido á su contrario en el momento en que tenía puesta su daga sobre la espada, cerca de su empuñadura; había metido una estocada baja y diagonal por el ángulo estrecho formado por la daga y por la espada del incógnito y había hecho una especie de trenza con los tres hierros, sujetándolos contra el muslo izquierdo de su contrario.
Era un desarme completo; el enemigo no podía valerse de sus armas; entre tanto, al forastero le quedaba franca la daga para herir, pero no hirió.
—Idos—dijo al otro—; puedo mataros, pero no quiero asustar á mi buena suerte tiñéndola de sangre la primera noche que entro en Madrid; envainad vuestros hierros y volvéos por donde habéis venido.
Y diciendo esto sacó su espada del desarme, se retiró dos pasos del otro, que había quedado inmóvil, y luego se embozó y tiró la calle adelante por donde había desaparecido la tapada.
El vencido quedó solo, inmóvil; un momento después de haberse alejado su generoso vencedor, relumbraron luces en una calleja y adelantó un hombre, á quien seguían otros cuatro.
Aquellos hombres eran alguaciles y traían linternas.
CAPÍTULO II
INTERIORIDADES REALES
Doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, era camarera mayor de la reina.
La viudez ú otras causas que no son de este lugar, habían empalidecido su rostro y poblado, aunque ligeramente, de canas sus cabellos.
Pero, á pesar de esto, el rostro de doña Juana era bastante bello, dulcemente melancólico, y sobre todo expresaba de una manera marcada la conciencia que la buena señora tenía de su nobleza, que, según los doctores del blasón, se remontaba nada menos que á los tiempos de la dominación romana.
Satisfecha con su cuna, con la posición que ocupaba en la corte y con sus rentas, que la bastaban y aun la sobraban para destinar parte de ellas á la caridad, doña Juana de Velasco, ó sea la duquesa de Gandía, era feliz, salvo algunos importunos recuerdos de su juventud.
No se crea por esto que la camarera mayor de la reina gozaba de una manera pasiva de su buena posición, ni que de tiempo en tiempo no la molestase algún grave disgusto.
Si la duquesa de Gandía no hubiese funcionado como una rueda, más ó menos importante, en la máquina de intrigas obscuras que estaba continuamente trabajando alrededor de Felipe III, no hubiera sido camarera mayor de la reina.
La duquesa de Gandía era acérrima partidaria de don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, marqués de Denia y secretario de Estado y del despacho.
Tenía para ello muy buenas razones, porque sólo apoyándose en buenas razones, podía ser amiga del duque la virtuosa duquesa.
Dotada de cierta penetración, de cierta perspicacia, comprendía la duquesa que Felipe III, si bien era rey por un derecho legítimo, que nadie podía disputarle, era un rey que no era rey más que en el nombre.
Sabía perfectamente la duquesa, sin que la quedase la menor duda, que Felipe III era miope de inteligencia; que sólo había heredado de su abuelo Carlos V ciertos rasgos degradados de la fisonomía; que el cetro se convertía en sus manos en rosario; que era débil é irresoluto, accesible á cualquiera audacia, á cualquiera ambición que quisiera volverle en su provecho, y lo menos á propósito, en fin, para regir con gloria los dilatadísimos dominios que había heredado de su padre.
La duquesa para decirlo de una vez, estaba plenamente convencida de que el rey necesitaba andadores.
La duquesa estaba también completamente convencida de que el duque de Lerma venía á ser los andadores de Felipe III.
El carácter tétrico del rey; su indolencia; su repugnancia, mal encubierta, á la gestión de los negocios públicos; su falta de instrucción y de ingenio, hacían de él un rey vulgarísimo, en el cual ningún ministro podía apoyarse confiadamente, puesto que cualquiera intriga mal urdida bastaba para dar al traste con el favorito y para establecer esa sucesión ruinosa de gobernantes egoístas é interesados que, desprovistos de todo pensamiento noble y fecundo, alentados sólo por una ambición repugnante, dan el miserable espectáculo de una lucha mezquina, que acaba por empequeñecer, por degradar á la nación que sufre con paciencia esta vergonzosa guerra palaciega.
El duque de Lerma, que después de una larga vida de cortesano, que le había hecho práctico en la intriga, llegó á ser árbitro de los destinos de España como ministro universal al advenimiento al trono de Felipe III, se había visto obligado, desde el principio de su privanza, á rodear al rey de hechuras suyas, á intervenir hasta en las interioridades domésticas de la familia real, y, lo que era más fatigoso y difícil, á contrabalancear la influencia de Margarita de Austria que, menos nula que el rey, quería ser reina.
Esto era muy natural; pero por más que lo fuese no convenía al duque de Lerma, que quería gobernar sin obstáculos de ningún género.
La duquesa de Gandía, pues, con muy buena intención, y creyendo servir á Dios y al rey, era el centinela de vista puesto por el duque junto á la reina.
Servía la duquesa á Lerma tan de buena voluntad, con tan buena intención, ya lo hemos dicho, como que creía que todo lo que faltaba á Felipe III para ser un mediano rey, sobraba á Lerma para ser un buen ministro.
Militaban además en el ánimo de la duquesa en pro del favorito, razones particulares de agradecimiento.
La duquesa era madre.
Lerma favorecía abiertamente á su hijo, el joven duque de Gandía, confiriéndole encargos altamente honoríficos.
Por rico y por noble que sea un hombre, hay ciertos cargos que enaltecen su posición, que aumentan su brillo.
La duquesa de Gandía estaba con justa causa agradecida al duque de Lerma.
Y como los bien nacidos no excusan nunca obligaciones á su agradecimiento, la duquesa servía á Lerma por convicción y por deber.
Pero era el caso que Lerma tenía más vanidad que perspicacia, y solía suceder que construyese sus más soberbios edificios sobre arena.
Así es que con frecuencia se equivocaba en la elección de sus instrumentos, tomando lastimosamente la adulación por afecto y el