La Tribuna. Emilia Pardo Bazan
-III-
Pueblo de su nacimiento
Al sentar el pie en la calle, Amparo respiró anchamente. El sol, llegado al zenit, lo alegraba todo. En los umbrales de las puertas los gatos, acurrucados, presentaban el lomo al benéfico calorcillo, guiñando sus pupilas de tigre y roncando de gusto. Las gallinas iban y venían escarbando. La bacía del barbero, colgada sobre la muestra y rodeada de una sarta de muelas rancias ya, brillaba como plata. Reinaba la soledad, los vecinos se habían ido a misa o de bureo, y media docena de párvulos, confiados al Ángel de la Guarda, se solazaban entre el polvo y las inmundicias del arroyo, con la chola descubierta y expuestos a un tabardillo. Amparo se arrimó a una de las ventanas bajas, y tocó en los cristales con el puño cerrado. Abriéronse las vidrieras, y se vio la cara de una muchacha pelinegra y descolorida, que tenía en la mano una almohadilla de labrar donde había clavados infinidad de menudos alfileres.
—¡Hola!
—¿Hola, Carmela, andas con la labor a vueltas?—pues es día de misa.
—Por eso me da rabia... contestó la muchacha pálida, que hablaba con cierto ceceo, propio de los puertecitos de mar en la provincia de Marineda.
—Sal un poco, mujer... vente conmigo.
—Hoy... ¡quién puede! Hay un encargo... diez y seis varas de puntilla para una señora del barrio de Arriba.... El martes se han de entregar sin falta.
Carmela se sentó otra vez con su almohadilla en el regazo, mientras los hombros de Amparo se alzaban entre compasivos e indiferentes, como si murmurasen—«Lo de costumbre»—. Apartose de allí, y sus pies descendieron con suma agilidad la escalinata de la plaza de Abastos, llena a la sazón de cocineras y vendedoras, y enhebrándose por entre cestas de gallinas, de huevos, de quesos, salió a la calle de San Efrén, y luego al atrio de la iglesia, donde se detuvo deslumbrada.
Cuanto lujo ostenta un domingo en una capital de provincia se veía reunido ante el pórtico, que las gentes cruzaban con el paso majestuoso de personas bien trajeadas y compuestas, gustosas en ser vistas y mutuamente resueltas a respetarse y a no promover empujones. Hacían cola las señoras aguardando su turno, empavesadas y solemnes, con mucha mantilla de blonda, mucho devocionario de canto dorado, mucho rosario de oro y nácar, las madres vestidas de seda negra, las niñas casaderas, de colorines vistosos. Al llegar a los postigos que más allá del pórtico daban entrada a la nave, había crujidos de enaguas almidonadas, blandos empellones, codazos suaves, respiración agitada de damas obesas, cruces de rosarios que se enganchaban en un encaje o en un fleco, frases de miel con su poco de vinagre, como—ay, usted dispense.... A mí me empujan, señora, por eso yo.... No tire usted así, que se romperá el adorno.... Perdone usted.
Deslizose Amparo entre el grupo de la buena sociedad marinedina, y se introdujo en el templo. Hacia el presbiterio se colocaban las señoritas, arrodilladas con estudio, a fin de no arrugarse los trapos de cristianar, y como tenían la cabeza baja, veíanse blanquear sus nucas, y alguna estrecha suela de elegante botita remangaba los pliegues de las faldas de seda. El centro de la nave lo ocupaba el piquete y la banda de música militar, en correcta formación. A ambos lados, filas de hombres, que miraban al techo o a las capillas laterales, como si no supiesen qué hacer de los ojos. De pronto lució en el altar mayor la vislumbre de oro y colores de una casulla de tisú; quedó el concurso en mayor silencio; las damas abrieron sus libros con las enguantadas manos, y a un tiempo murmuró el sacerdote Introito y rompió en sonoro acorde la charanga, haciendo oír las profanas notas de Traviatta, cabalmente los compases ardientes y febriles del dúo erótico del primer acto. El son vibrante de los metales añadía intensidad al canto, que, elevándose amplio y nutrido hasta la bóveda, bajaba después a extenderse, contenido, pero brioso, por la nave y el crucero, para cesar, de repente, al alzarse la hostia; cuando esto sucedió, la marcha real, poderosa y magnífica, brotó de los marciales instrumentos, sin que a intervalos dejase de escucharse en el altar el misterioso repiqueteo de la campanilla del acólito.
A la salida, repetición del desfile: junto a la pila se situaron tres o cuatro de los que ya no se llamaban dandys ni todavía gomosos, sino pollos y gallos, haciendo ademán de humedecer los dedos en agua bendita, y tendiéndolos bien enjutos a las damiselas para conseguir un fugaz contacto de guantes vigilado por el ojo avizor de las mamás. Una vez en el pórtico, era lícito levantar la cabeza, mirar a todos lados, sonreír, componerse furtivamente la mantilla, buscar un rostro conocido y devolver un saludo. Tras el deber, el placer; ahora la selecta multitud se dirigía al paseo, convidada de la música y de la alegría de un benigno domingo de marzo, en que el sol sembraba la regocijada atmósfera de átomos de oro y tibios efluvios primaverales. Amparo se dejó llevar por la corriente y presto vino a encontrarse en el paseo.
No tenía entonces Marineda el parque inglés que, andando el tiempo, hermoseó su recinto: y las Filas, donde se daban vueltas durante las mañanas de invierno y las tardes de verano, eran una estrecha avenida, pavimentada de piedra, de una parte guarnecida por alta hilera de casas, de otra por una serie de bancos que coronaban toscas estatuas alegóricas de las Estaciones, de las Virtudes, mutiladas y privadas de manos y narices por la travesura de los muchachos. Sombreaban los asientos acacias de tronco enteco, de clorótico follaje (cuando Dios se lo daba); sepultadas entre piedras por todos lados, como prisionero en torre feudal. A la sazón carecían de hojas, pero la caricia abrasadora del sol impelía a la savia a subir, a las yemas a hincharse. Las desnudas ramas se recortaban sobre el limpio matiz del firmamento, y a lo lejos el mar, de un azul metálico, como pavonado, reposaba, viéndose inmóviles las jarcias y arboladura de los buques surtos en la bahía, y quietos hasta los impacientes gallardetes de los mástiles. Ni un soplo de brisa, ni nada que desdijese de la apacibilidad profunda y soñolienta del ambiente.
Caído el pañuelo y recibiendo a plomo el sol en la mollera, miraba Amparo con gran interés el espectáculo que el paseo presentaba. Señoras y caballeros giraban en el corto trecho de las Filas, a paso lento y acompasado, guardando escrupulosamente la derecha. La implacable claridad solar azuleaba el paño negro de las relucientes levitas, suavizaba los fuertes colores de las sedas, descubría las menores imperfecciones de los cutis, el salseo de los guantes, el sitio de las antiguas puntadas en la ropa reformada ya. No era difícil conocer al primer golpe de vista a las notabilidades de la ciudad: una fila de altos sombreros de felpa, de bastones de roten o concha con puño de oro, de gabanes de castor, todo puesto en caballeros provectos y seriotes, revelaba claramente a las autoridades, regente, magistrados, segundo cabo, gobernador civil; seis o siete pantalones gris perla, pares de guantes claros y flamantes corbatas denunciaban a la dorada juventud; unas cuantas sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que trascendían de mil leguas a importación madrileña, indicaban a las dueñas del cetro de la moda. Las gentes pasaban, y volvían a pasar, y estaban pasando continuamente, y a cada vuelta se renovaba la misma profesión por el mismo orden.
Un grupo de oficiales de Infantería y Caballería ocupaba un banco entero, y el sol parecía concentrarse allí, atraído por el resplandor de los galones y estrellas de oro, por los pantalones rojo vivo, por el relampagueo de las vainas de sable y el hule reluciente del casco de los roses. Los oficiales, gente de buen humor y jóvenes casi todos, reían, charlaban y hasta jugaban con un enjambre de elegantes niñas, que ni la mayor sumaría doce años, ni la menor bajaba de tres. Tenían a las más pequeñas sentadas en las rodillas, mientras las otras, de pie y con unos atisbos de timidez y pudor femenil, no osaban acercarse mucho al banco, haciendo como que platicaban entre sí, cuando realmente sólo atendían a la conversación de los militares. Al otro extremo del paseo se oyó entonces un grito conocidísimo de la chiquillería.
—Barquilleeeeé....
—Batilos... a mí batilos, chilló al oírlo