La Tribuna. Emilia Pardo Bazan

La Tribuna - Emilia Pardo  Bazan


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de estearina rosa, acanaladas; en el velador central, entre los albums y estereóscopos, un gran quinqué con pantalla de papel picado. Iluminación completa. ¡Es que por Baltasar echaban gustosos los Sobrados la casa por la ventana, y más ahora que lo veían de uniforme, tan lindo y galán mozo! A la fiesta habían sido convidados todos los íntimos: Borrén, otro alférez llamado Palacios, la viuda de García y sus niñas, de las cuales la menor era Nisita, la rubia de los barquillos, y por último, la maestra de piano de las hermanas de Baltasar. La velada se organizó, mejor dicho, se desordenó gratamente en la sala: cada cual tomó el café donde mejor le plugo: doña Dolores y su cuñado, que resoplaba como una foca, se apoderaron del sofá para entablar una conferencia sobre negocios. Sobrado el padre fumaba un puro del estanco, obsequio de Borrén, y saboreaba su café, aprovechando hasta el del platillo. La niña mayor de García, Josefina, se sentó al piano, después de muy rogada, y tras mil repulgos dio principio a una fantasía sobre motivos de Bellini; Baltasar se colocó a su lado para volver las hojas, mientras sus hermanas gozaban con las gracias de Nisita, que roía un trozo de piñonate: manos, hocico y narices, todo lo tenía empeguntado de almíbar moreno.

      —¡Estás bonita!—exclamaba Lola, la mayor de Sobrado—. ¡Puerca, babada, te quedarás sin dientes!

      —No me impies—chillaba el angelito—; no me impies... voy a chucharme ota ves.—Y sacaba de la faltriquera un adarve del castillo de la tarta.

      —¿Ha visto usted qué día?—preguntaba Borrén a la viuda de García, que bien quisiera dejar de serlo—. Una garita ha derribado el viento; por más señas que cayó sobre el centinela, ¿eh?, y a poco le mata. Y usted, ¿cómo se vino desde su casa?

      —¡Jesús... puede usted figurarse! Con mil apuros.... Yo no sé cómo me arreglé para sujetar la ropa... y así todo....

      —¡Quién estuviera allí! Ya conozco yo alguno....

      —¡Jesús... no sé para qué!

      —Para admirar un pie tan lindo... y para darle el brazo, ¡hombre!, a fin de que el viento no se la llevase.

      Juzgó la viuda que aquí convenía fingirse distraída, y cogió el estereóscopo, mirando por él la fachada de las Tullerías. Del piano saltó entonces un allegro vivace, con muchas octavas, y el tecleo cubrió las voces... sólo se oyeron fragmentos del diálogo que sostenían la agria voz de doña Dolores y la voz becerril de su cuñado.

      —La fábrica, bien... de capa caída... las hipotecas... al ocho.... Liquidaron con el socio... la competencia....

      —Josefina—gritó la viuda a la pianista—¿qué haces, niña? ¿No te encargó doña Hermitas que pusieses el pedal en ese pasaje?

      —Y lo pone—intervino la maestra de piano—; pero debía ser desde el compás anterior.... A ver, quiere usted repetir desde ahí... sol-la-do, la-do....

      —¡Lo hace hoy.... Jesús, qué mal! ¡Por lo mismo que hay gente!—murmuró la madre—. Cuando está sola, aunque embrolle....

      —Pues yo bien vuelvo las hojas; en mí no consiste—dijo risueño Baltasar—. Y debe usted esmerarse, pollita, que estoy de días, y Palacios la oye a usted boquiabierto y entusiasmado.

      —¡Bueno!—gritó la mujercita de trece años, suspendiendo de golpe su fantasía—. Me están ustedes cortando... ea, ya no sé poner los dedos. Como no aprendí la pieza de memoria, y este papel no es el mío.... Voy a tocar otra cosa.

      Y echando atrás la cabeza y a Baltasar una mirada fugaz, arrancó del teclado los primeros compases de mimosa habanera. La melodía comenzaba soñolienta, perezosa, yámbica; después, de pronto, tenía un impulso de pasión, un nervioso salto; luego tornaba a desmayarse, a caer en la languidez criolla de su ritmo desigual. Y volvía monótona, repitiendo el tema, y la mujercita, que no sabía interpretar la página clásica del maestro italiano, traducía en cambio a maravilla la enervante molicie amorosa, los poemas incendiarios que en la habanera se encerraban. Josefina, al tocar, se cimbreaba levemente, cual si bailase, y Baltasar estudiaba con curiosidad aquellos tempranos coqueteos, inconscientes casi, todavía candorosos, mientras tarareaba a media voz la letra:

      Cuando en la noche la blanca luna...

      Diríase que fuera había aplacado la ventolina, pues los goznes de las ventanas ya no gemían, ni temblaban los vidrios. Mas de improviso se escuchó un derrumbamiento, un fragor como si el cielo se desfondase y sus cataratas se abriesen de golpe. Lluvia torrencial, que azotó las paredes, que inundó las tejas, que se precipitó por los canalones abajo, estrellándose en las losas de la calle. En la sala hubo un instante de sorpresa; Josefina interrumpió su habanera; Baltasar se aproximó a la ventana; la viuda soltó el estereóscopo, y a Nisita se le cayó de las manos el piñonate. Casi al mismo tiempo otro ruido, que subía del portal, vino a dominar el ya formidable del aguacero; una algarabía, un chascarrás desapacible, unas voces cantando destempladamente con acompañamiento de panderos y castañuelas. Saltaron alborotadas las chiquillas, con Nisita a la cabeza.

      —Ya están ahí esas holgazanas—dijo ásperamente doña Dolores—. Anda, Lola—añadió dirigiéndose a su hija mayor—: dile a Juana que las eche del portal, que lo ensuciarán.

      —Mamá... ¡lloviendo tanto!—suplicó Lola—. ¡Parece no sé qué decirles que se vayan! ¡Se pondrán como sopas! ¿No oye usted que el cielo se hunde?

      —¡Es que eres tonta!—pronunció con rabia la madre—. Si las dejas tocar ahí, después no hay remedio sino darles algo a esas perdidas....

      —¿Qué importa, mamá?—intervino Baltasar—. Hoy es mi santo.

      —Que suban, que suban a cantar los Reyes—gritó unánime la concurrencia menor de tres lustros.

      —Te uban.... Batasal, te uban, te uban—berreó Nisita cruzando sus manos pringosas.

      —Que suban, hombre, veremos si son guapas—confirmó Borrén.

      Lola de esta vez no necesitó que le reiterasen la orden. Ya estaba bajando las escaleras dos a dos.

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      No tardaron en resonar pisadas en el corredor; pisadas tímidas y brutales a la vez, de pies descalzos o calzados con zapatos rudos. Al mismo tiempo las panderetas repicaban débilmente y las castañuelas se entrechocaban bajito como los dientes del que tiene miedo.... Doña Dolores se incorporó con el entrecejo desapaciblemente fruncido.

      —Esa Lola.... ¡Pues no las trae aquí mismo! ¿Por qué no las habrá dejado en la antesala? ¡Bonita me van a poner la alfombra! ¡A ver si os limpiáis las suelas antes de entrar!

      Hizo irrupción en la sala la orquesta callejera; pero al ver las niñas pobres la claridad del alumbrado, se detuvieron azoradas sin osar adelantarse. Lola, cogiendo de la mano a la que parecía capitanear el grupo, la trajo casi a la fuerza al centro de la estancia.

      —Entra, mujer... que pasen las otras.... A ver si nos cantáis los mejores villancicos que sepáis.

      Lo cierto es que la viva luz de las bujías, tan propicia a la hermosura, patentizaba y descubría cruelmente las fealdades de aquella tropa, mostrando los cutis cárdenos, fustigados por el cierzo; las ropas ajadas y humildes, de colores desteñidos; la descalcez y flacura de pies y piernas, todo el mísero pergenio de las cantoras. Entre estas las había de muy diversas edades, desde la directora, una ágil morenilla de catorce, hasta un rapaz de dos años y medio, todo muerto de vergüenza y temor, y un mamón de cinco meses, que por supuesto venía en brazos.

      —¡Hombre!—exclamó


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