La ciencia y los monstruos. Luis Javier Plata Rosas
son los monstruos.
La palabra “monstruo” viene del francés monstre, que a su vez tiene su raíz en el latín monere, que significa “advertir”. Y es que, dado el aspecto de los monstruos, su presencia jamás puede pasar inadvertida entre nosotros.
En los comienzos de la ciencia moderna, durante los siglos XVI y XVII, el término “monstruo” no estaba asociado necesariamente a algo atemorizante. Otro era el adjetivo que describía mejor a un monstruo: “maravilloso”, algo que rompía por completo con las leyes que la naturaleza tenía que obedecer y que los científicos intentaban descubrir. Hallar algo que desafiaba la explicación científica a la mano no podía ser más que una excepción a la regla, una irregularidad, una aberración, una trampa con la que, para los creyentes, Dios se hacía presente con el objeto de demostrarnos que la ciencia no tenía la última palabra. Se trataba, en definitiva, de un monstruo.
Descubrir monstruos de todo tipo en una época en la que Europa estaba descubriendo el resto del mundo tampoco era tan difícil, y, en vez de museos, las colecciones privadas dieron lugar a los llamados “cuartos de curiosidades”, aunque una traducción más próxima al original en alemán, Wunderkammern, es la de “gabinetes de las maravillas”.
Escribí este libro teniendo en mente a estos gabinetes de las maravillas, con el propósito de que, al igual que en ellos, en sus páginas convivan, como en ese entonces, la ciencia y los monstruos inspirándose, atrayéndose y, en último término, maravillándose una con los otros. Espero que, al igual que los biólogos, físicos, químicos, ecólogos y otras criaturas de la ciencia que se sintieron atraídas e inspiradas por alguna de las horrorosas criaturas que aquí aparecen –al menos, lo suficiente para seguirlas y descubrir en ellas algo que al resto de nosotros se nos había escapado–, también los lectores exploren con placer, si bien no tan plácidamente, estos parajes.
No es esta, por lo tanto, una obra de criptozoología, en la que intentamos averiguar, de una vez por todas, si la evidencia con la que contamos es suficiente para concluir que Pie Grande o el Monstruo del lago Ness en verdad existen o si todo ha sido parte de un gran engaño. Tampoco se trata de un bestiario ni de una enciclopedia de monstruos. Mucho menos de un tratado sobre pastafarianismo, esa parodia de religión –y que conste que escribo esto como una simple descripción, no como una crítica– en la que se venera en broma al Monstruo Volador de Espagueti, cuyo poder es tan grande que le ha permitido colarse aquí y en uno que otro capítulo.
Agradezco a Diego “Gollumbek”, ese monstruo de la divulgación, a Carlos E. “de Espanto” Díaz, y a todos los librescos y fantásticos seres de “Ciencia que ladra”, por corregir y mejorar notablemente este experimento, así como a la doctora Liza Kelly, quien examinó el engendro que originó la criatura que el lector tiene en sus manos. Gracias también a Juan Nepote por incluir a mis monstruos en su selección mexicana.
A todos aquellos que más de una vez han sentido horror ante monstruos tan intangibles, pero igualmente universales, como el Coco1 y las matemáticas, dedico esta “ciencia monstruosa”. Mientras recorren estas páginas, en las que conviven los más grandes monstruos de la fantasía con auténticos monstruos de la investigación científica –algunos no tan afamados, aunque de igual modo trascendentes en la historia de nuestra especie–, tal vez no esté de más tomar en cuenta las palabras de Marie Curie: “En la vida no hay cosas que temer, sólo cosas por entender”.
Felices pesadillas.
1. Química quimérica
Cuando la mayoría de la gente piensa en la palabra “química”, piensa en un viejo siniestro con una bata de laboratorio riéndose maliciosamente sobre un vaso de precipitados que burbujea. Esta imagen acaso proviene de las películas y de la televisión, que en general representan a los químicos como creadores de monstruos terribles […]. Por fortuna, en años recientes los medios de comunicación han revisado su antigua imagen de los químicos: ahora a veces nos representan como seniles en vez de insanos.
Para tu información, todo el mundo sabe que los monstruos las prefieren rubias.
La química de los muertos vivientes: vudú, “zombificación”2 y neurotoxinas
1. ¡Organízate antes de que se pongan de pie!
2. Ellos no tienen miedo, ¿por qué deberías tenerlo tú?
3. Usa tu cabeza: corta la de ellos.
4. Los cuchillos no necesitan recargarse.
5. Protección ideal = ropas ceñidas, pelo corto.
6. Sube la escalera, luego destrúyela.
7. Sal del auto, sube a la moto.
8. Mantente en movimiento, mantente oculto, mantente quieto, ¡mantente alerta!
9. Ningún lugar es seguro, sólo más seguro [que otro].
10. El zombi puede haberse ido, pero la amenaza continúa.
Si alguna enseñanza práctica nos ha dejado el género de terror de los años recientes, en películas, televisión y cómics, es que nuestra especie no desaparecerá a un ritmo propio de la escala geológica y como consecuencia del calentamiento global. El apocalipsis, lo sabemos todos los amantes de los monstruos, se escribe con “z” de zombis.
En otra parte de este libro nos aterrará saber que, de existir los zombis, las matemáticas permiten predecir un holocausto similar a aquel contra el que lucha infructuosamente la todo menos horrorosa Milla Jovovich cada segundo de las seis películas de la saga Resident Evil; en otras palabras, un mundo en el que es altamente probable que nuestro vecino más cercano sea un muerto viviente y nuestros cerebros, su plato principal y en el que los días de la humanidad están contados –o, más bien, calculados mediante fórmulas en una computadora–. Pero no nos adelantemos, que eso es tema para otro capítulo.
Es verdad que, tratándose de criaturas biológicas, los zombis no podían escapar de la selección natural. También ellos han evolucionado: de lentos seres descerebrados –muy por debajo de Forrest Gump en la escala de estupidez– se convirtieron en caníbales con una marcada preferencia por los sesos y, en sus versiones más recientes, en criaturas hipercinéticas que pondrían en apuros a más de un maratonista. No obstante, lo que nos interesa en este capítulo es explorar primero los orígenes de estos monstruos de comportamiento tan gregario para, con ayuda de la química, ver luego de qué manera le era posible al antiguo hechicero vudú crear su propio zombi “folklórico”, de características más inofensivas que su contraparte popularizada por los éxitos de Hollywood.
En el folklore haitiano, un zombi es un cadáver humano (aunque, como dice cierta canción, en realidad “no estaba muerto”,3 o no del todo, según veremos más adelante) que un hechicero vudú –también llamado boko– ha reanimado mediante la magia o, más bien, con una muy “pequeña” ayuda de ciertos polvos “mágicos” cuyos ingredientes tendremos oportunidad de examinar en estas páginas.
El zombi carece de voluntad propia, lo que aprovecha el hechicero para ponerlo a trabajar como esclavo. Si existiera un “Manual del boko para el cuidado de su zombi”, la primera instrucción que contendría, en letra destacada, diría:
Muy importante: jamás alimente a su zombi con sal.
La consecuencia de infringir esta regla
1
Este maligno ser que vive exclusivamente para aterrorizar a los niños –a veces con algo de ayuda de sus padres– es nombrado Cuco o Coco según el país en que se le invoque. En todo caso, “cátsup”, “kétchup”…, ¿qué importa cuando el terror es el mismo?
2
La capacidad de reacción de la Real Academia Española ante una inminente zombificación planetaria ha sido casi nula, tanto es así que ni siquiera ha incorporado la miríada de declinaciones que seguramente serán parte de nuestro vocabulario cuando los muertos vivos caminen sobre la Tierra. En “Ciencia que ladra” nos hemos adelantado a todos los eruditos de la lengua y, en las páginas siguientes, el lector podrá familiarizarse con términos como “zombificación”, “dezombificación”, “zombicología”, “zombibulismo” (mi propuesta para describir a alguien que, muerto de sueño, parece un zombi y actúa como tal) y otros neologismos indispensables para el estudio de los zombis.
3
La canción es “El muerto vivo” (1965), del compositor colombiano Guillermo González Arenas. Fue adaptada por Peret, uno de los máximos exponentes de la rumba catalana.