Guerra y Paz. Leon Tolstoi
sillas y en la galería superior comenzó a sonar la música, a cuyos acordes se sentaron los invitados. Con el sonido de la música se mezcló el de los cuchillos y los tenedores, el murmullo de las conversaciones de los invitados y el rumor de los pasos discretos de la servidumbre. La Condesa se sentaba a uno de los extremos de la mesa. Tenía a su derecha a María Dimitrievna y a su izquierda a Ana Mikhailovna y a las demás invitadas. En el otro extremo, el Conde había sentado a su izquierda al coronel de húsares y a su derecha a Chinchin y al resto de los invitados. A un lado de la larga mesa se habían acomodado los jóvenes de más edad: Vera, al lado de Berg, y Pedro, al de Boris. En el otro lado, los niños, las institutrices y los preceptores. El Conde, por detrás de la cristalería y de los fruteros, miraba a su mujer y su cofia de cintas azules. Atentamente, servía el vino a los invitados, sin olvidarse de sí misma. La Condesa, por su parte, sin descuidar los deberes de ama de casa, dirigió, tras las piñas de América, una digna mirada a su marido, al despejado cráneo y a su encendido rostro, y le pareció que todavía éste contrastaba más con sus cabellos grises. Por el lado de las mujeres, la conversación era regular, y por el lado de los hombres oíanse voces cada vez más altas, sobre todo la del coronel de húsares, que, gracias a lo que había comido y bebido, enrojecía de tal modo que el Conde lo ponía de ejemplo a los demás. Berg, con una tierna sonrisa, decía a Vera que el amor no es un sentimiento terrestre, sino celestial. Boris enumeraba a su nuevo amigo Pedro los invitados que se hallaban en torno a la mesa, y cambiaba miradas con Natacha, sentada ante él. Pedro hablaba poco; contemplaba las caras nuevas y comía mucho. Después de los dos primeros platos, entre los cuales eligió la sopa de tortuga y los pasteles de perdiz, no pasó por alto ni un solo manjar, ni uno solo de los vinos que el maitre le servía con las botellas envueltas en una servilleta y que misteriosamente, tras el hombro del invitado, decía: «Madera seco», o «Hungría», o «Vino del Rin». Cogió la primera de las cuatro copas de cristal colocadas ante cada cubierto, que tenía grabado el escudo del Conde, bebió con fruición y después miró a los demás con creciente satisfacción. Natacha, sentada ante él, miraba a Boris de la forma en que las muchachas de trece años miran al joven a quien han besado por primera vez y de quien están enamoradas. A veces dirigía esta misma mirada a Pedro, quien, ante esta chiquilla turbulenta y vivaz, sin saber por qué, sintió ganas de reír.
Nicolás estaba sentado lejos de Sonia, al lado de Julia Kuraguin, y también, con su involuntaria sonrisa, le decía algo. Sonia se esforzaba en sonreír, pero la devoraban los celos. Tan pronto palidecía como se ponía encarnada como la grana, y poniendo en acción todos sus sentidos procuraba escuchar lo que se decían Nicolás y Julia.
XIV
La servidumbre preparaba las mesas de juego. Se organizaron las partidas de boston y los invitados se diseminaron por los dos salones, el invernadero y la biblioteca.
El Conde, con la baraja en la mano, apenas podía sostenerse, porque tenía la costumbre de dormir la siesta, y sonreía a todo. Los jóvenes, conducidos por la Condesa, se agruparon en torno al clavecín y el arpa. Julia, accediendo a la petición general, comenzó el concierto con una variación de arpa, y al terminar, con las demás muchachas, pidió a Natacha y a Nicolás, cuyo talento musical era muy conocido, cantasen algo. Natacha, que se hacía rogar como si fuera una persona mayor, sentíase muy orgullosa de ello, pero también un poco cohibida.
– ¿Qué cantaremos? – preguntó.
– «La fuente» – repuso Nicolás.
– Pues empecemos. Boris, ven aquí. ¿Dónde se ha metido Sonia?
Se volvió y, no viendo a su amiga, corrió en su busca. No encontrándola en su habitación, fue a buscarla a la de los niños. Tampoco estaba allí. Entonces Natacha comprendió que Sonia debía de estar en el pasillo, sentada sobre el arca. Éste era el lugar de dolor de la juventud femenina de casa de los Rostov. En efecto, Sonia, arrugando su ligera falda de muselina rosa, estaba sentada sobre el edredón azul y deslucido que se hallaba sobre el arca, y con la cara entre las manos lloraba, sacudiendo convulsivamente los tiernos hombros desnudos. La cara de Natacha, animada por la alegría de un día de fiesta, se ensombreció de pronto. Sus ojos perdieron su resplandor; experimentó en el cuello un estremecimiento y las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo.
– Sonia, ¿qué tienes? Dime, ¿qué tienes? Por favor – y Natacha, abriendo la boca y afeándose completamente, lloró como una niña, sin saber por qué, únicamente porque Sonia lloraba. Ésta quería levantar la cabeza, quería responder, pero no lo lograba y aún se escondía más. Natacha, con el rostro cubierto de lágrimas, se sentó sobre el edredón azul y besó a su amiga. Finalmente, Sonia, haciendo acopio de fuerzas, se levantó y, enjugándose las lágrimas, dijo:
– Nicolás se va dentro de una semana. Ya… ha recibido la orden… Él mismo me lo ha dicho. Pero no lloraría por esto. – Le enseñó un papel escrito que tenía en la mano, con unos versos de Nicolás -. No lloraría por esto, pero tú no sabes… Nadie puede comprender… el corazón que tiene… – Y a causa de la bondad de su corazón lloró de nuevo -. Tú…, tú eres feliz. No te envidio por esto. Te quiero y también quiero mucho a Boris – dijo recobrando fuerzas -. Para vosotros no habrá ninguna dificultad. Pero Nicolás y yo somos primos. Será necesario que el metropolitano… Y, a pesar de todo, no podrá ser. Además, mi mamá… – Sonia consideraba a la Condesa como una madre y la nombraba siempre así -. Dirá que estropeo la carrera de Nicolás, que soy una egoísta, que no he tenido corazón, y la verdad… Te lo juro – se santiguó -; quiero tanto a mamá y a todos vosotros… Pero, ¿qué le he hecho a Vera…? Os estoy tan agradecida que con gusto lo sacrificaría todo. Pero no tengo nada.
Sonia no podía hablar y de nuevo escondió la cara entre las manos, sobre el edredón. Natacha intentó tranquilizarla, pero por la expresión de su semblante veíase claramente que comprendía la magnitud del dolor de su amiga.
– Sonia – dijo de pronto, como si adivinase la verdadera causa de la pena de su prima -, después de comer te ha hablado Vera, ¿no es cierto?
– Sí. Nicolás ha escrito estos versos y yo los he copiado con otros que tenía suyos. Me encontró así, escribiendo sobre la mesa de mi habitación, y me ha dicho que se los enseñaría a mamá, diciéndome, además, que soy una ingrata, que mamá no le dejará nunca casarse conmigo y que se casará con Julia. Ya has visto que durante todo el día no se ha apartado de su lado… ¿Y por qué, Natacha? – Lloró más fuertemente que antes. Natacha le levantó la cabeza, la besó y, sonriendo a través de las lágrimas, se esforzó en tranquilizarla.
– No hagas caso, Sonia. No creas nada de lo que dice. Sucederá lo que tenga que suceder. Aquí tienes al hermano del tío Chinchin, casado con una prima hermana. También nosotros procedemos de primos. Boris dice que es muy fácil. Yo, ¿sabes?, se lo he contado todo. ¡Es tan inteligente y tan bueno! – dijo Natacha -. No llores más, Sonia, pobrecita – y la besó riendo -. Vera es mala. Que Dios haga que sea bondadosa. Todo irá bien. Ya verás como mamá no dice nada. Nicolás mismo se lo dirá. Y estate segura de que no piensa nada en Julia.
Bajó la cabeza. Sonia se levantó; se animó la gatita, le brillaron los ojos y parecía como si estuviera dispuesta a mover la cola, a saltar con sus ligeras patas y a correr de nuevo persiguiendo el ovillo.
XV
Mientras en el salón de los Rostov se bailaba la sexta inglesa al son de una orquesta que desafinaba debido al cansancio de los músicos, y mientras los criados preparaban la cena, el conde Bezukhov sufría el sexto ataque. Declararon los médicos que no había ya ninguna esperanza. Se leyeron al enfermo las oraciones de la confesión. Comulgó y se hicieron los preparativos para la extremaunción. Toda la casa estaba presa de la agitación que se produce en tales momentos. Fuera de ella, los agentes de pompas fúnebres se escondían detrás de los coches que llegaban, con la esperanza de una ceremonia de primera.
Ira, general y gobernador de Moscú, a cuyos ayudantes enviaba uno tras otro a informarse del estado de salud del Conde, fue aquella noche en persona a despedirse del célebre dignatario de Catalina, el conde Bezukhov.
El magnífico recibidor estaba lleno. Todos se levantaron respetuosamente cuando