Guerra y Paz. Leon Tolstoi
veras? – preguntó la Condesa.
– Compadezco mucho al pobre Conde – dijo la visitante-. ¡Está tan enfermo! Estos disgustos de su hijo lo matarán.
– ¿Qué ocurre? – preguntó la Condesa, como si no supiera nada de lo que le hablaba su interlocutora, a pesar de que en muy poco rato le habían contado quince veces el motivo de los disgustos del conde Bezukhov.
– Éstos son los resultados de la educación actual. Este joven, en el extranjero, no tenía a nadie que le guiase, y ahora, en San Petersburgo, dicen que comete tales atrocidades, que ha sido expulsado por la policía.
– ¿De veras? – preguntó la Condesa.
– Ha elegido muy malas compañías – intervino la princesa Ana Mikhailovna -. Según parece, él, el hijo del príncipe Basilio y un tal Dolokhov han hecho alguna sonada. Los han castigado a los dos. Dolokhov ha sido degradado y el hijo de Bezukhov enviado a Moscú. Por lo que respecta a Anatolio Kuraguin, el padre ha podido echar tierra sobre el asunto. Pero parece que también le han expulsado de San Petersburgo.
– Pero ¿qué han hecho? – preguntó la Condesa.
–Son unos verdaderos bandidos. Sobre todo ese Dolokhov – dijo la visitante -. Es hijo de María Ivanovna Dolokhova. Ya ve usted. ¡Una dama tan respetable! Figúrese usted que los tres cogieron un oso de no sé dónde, lo metieron en un coche y se fueron a casa de unas actrices.
Tuvo que ir un policía para calmarlos. Y ¿sabe usted qué hicieron? Cogieron al policía, lo ataron a la espalda del oso y lo tiraron al Moika. El oso se puso a nadar, llevando al policía en las espaldas.
– Querida, debía de ser muy divertido el espectáculo – exclamó el Conde retorciéndose de risa.
– ¡Oh, qué horror, qué horror! ¿Por qué se ríe así, Conde?
No obstante, las damas no pudieron contener la risa.
– Fue muy difícil salvar a aquel desgraciado – continuó la visitante -. Y, ya ve usted: el hijo del príncipe Cirilo Vladimirovitch Bezukhov se divierte de este modo – añadió -. ¡Lo han educado bien! ¡Tan inteligente como decían que era! Ya ve usted adónde nos conduce la educación en el extranjero. Supongo que aquí, a pesar de su fortuna, no le recibirá nadie. Querían presentármelo, pero me he negado en absoluto. Tengo dos hijas.
– ¿Por qué dice usted que este joven es tan rico? -preguntó la Condesa mirando de soslayo a las dos jóvenes, que inmediatamente hicieron ver que no escuchaban-. El conde Bezukhov solamente tiene hijos naturales. Parece que Pedro es también hijo natural.
La visitante hizo un ademán.
– Creo que tiene veinte hijos naturales.
– ¡Y qué joven se conservaba aún el año pasado! – dijo la Condesa -. Daba gusto verlo.
– Pues ahora está muy cambiado – dijo Ana Mikhailovna -. Pero vea usted lo que quería decir – continuó -: por parte de su mujer, el príncipe Basilio es el heredero directo, pero el viejo quiere mucho a Pedro. Se ha ocupado de su educación. Ha escrito al Emperador, de modo que nadie sabe, cuando muera (y está tan enfermo que se espera suceda esto de un momento a otro, puesto que Lorrain, el doctor, ha venido de San Petersburgo), quién de los dos será el poseedor de esta enorme fortuna: Pedro o el príncipe Basilio. Cuatro mil almas y muchos millones. Lo sé muy bien, porque el mismo príncipe Basilio me lo ha dicho, y Cirilo Vladimirovitch es pariente mío por parte de madre. Es padrino de Boris – añadió, como si no diese ninguna importancia a este hecho.
– El príncipe Basilio llegó ayer a Moscú. Dicen que va en viaje de inspección – dijo la visitante.
–Sí, pero, entre nosotras, ya se puede decir-interrumpió la Princesa -. Esto es un pretexto. Ha venido para ver al príncipe Cirilo Vladimirovitch, porque sabe que está enfermo.
– Pero, vaya, querida, ha sido una buena jugada – dijo el Conde. Y, observando que la visitante no le escuchaba, se dirigió a las jóvenes-. Ya veo la cara del policía. ¡Cómo me hubiera reído si lo hubiese visto!
Y suponiendo cómo debía mover los brazos el policía, rompió de nuevo a reír, con risa sonora y profunda, que conmovía su cuerpo repleto, tal como suelen hacerlo los hombres que han comido bien y, sobre todo, han bebido copiosamente.
– Así, pues, si ustedes lo desean, comeremos en nuestra casa – dijo.
VIII
Se extinguió la conversación. La Condesa miraba a la Princesa con una sonrisa amable, sin ocultar, sin embargo, que no la molestaría poco ni mucho que se levantase y se fuera. La hija de la visitante alisábase ya los pliegues del vestido y miraba interrogadoramente a su madre, cuando de pronto, desde la habitación vecina, cercana a la puerta, se oyó el ruido que hacían unos jóvenes al correr, seguido del de unas sillas movidas violentamente y caídas luego, y apareció en el salón una muchacha de trece años que, escondiéndose algo bajo la corta falda de muselina, detúvose en medio de la sala. Veíase claramente que todo aquello obedecía a la casualidad, porque no había sabido calcular el impulso de su carrera y encontrábase más allá del lugar a donde se había propuesto llegar. Casi inmediatamente aparecieron en la puerta un estudiante con el cuello azul, un oficial de la guardia, una muchacha de trece años y un jovencito fuerte y rojo vestido con una chaqueta.
El Conde se levantó y, balanceándose, abrió los brazos a la joven que entraba corriendo.
– ¡Ya está aquí! – gritó, riendo -. Hoy es su santo, querida, su santo.
–Hay un día para todo, querida – dijo la Condesa fingiendo ser severa -. Las malcrías demasiado, Elías – añadió dirigiéndose a su marido.
– Buenos días, hija mía. Para muchos años – dijo la visitante -. ¡Qué criatura más deliciosa! – continuó, dirigiéndose a la madre.
La jovencita, muy despierta, tenía los ojos negros, grande la boca, una linda nariz, unos hombros desnudos y gráciles, que temblaban por encima del corsé a causa de aquella alocada carrera, unos tirabuzones negros y unos brazos delgados y desnudos; caíanle hasta los tobillos unos calzones con puntillas y calzaba sus pies con unos zapatos descotados. Tenía aquella edad deliciosa en que la niña ya no es una chiquilla y en la que la chiquilla no es todavía mujer. Se escapó de su padre y corrió hacia su madre y, sin hacer caso de la severa observación que le había dirigido, escondió su ruboroso rostro bajo su chal de puntillas y se echó a reír. Reíase de algo y, jadeante, hablaba de su muñeca, que sacó de debajo de sus faldas.
– Ven ustedes… La muñeca… Mimí… ¿Lo ve?
Y Natacha, sin poder hablar, tan divertido le parecía, se abandonó a su madre y se echó a reír con una risa tan fuerte y sonora que incluso todos, hasta la imponente visitante, hubieron de imitarla a pesar suyo.
– Bueno, bueno, vete con tu monstruo – dijo la madre fingiendo rechazar vivamente a su hija -. Es la pequeña – continuó la Condesa dirigiéndose a la visita.
Natacha apartó por un momento la cara del chal de puntillas de su madre y la miró con los ojos anegados en lágrimas de tanta risa, y de nuevo escondió el rostro.
La visita, obligada a asistir a esta escena de familia, creyó muy delicado tomar parte en ella.
– Dime, queridita – dijo a Natacha -, ¿quién es Mimí? ¿Es acaso tu hijita?
Este tono indulgente y esta pregunta infantil de la visitante disgustaron a Natacha. No respondió y miró seriamente a la Princesa.
En aquel instante, todo el grupo de jóvenes: Boris, el oficial, hijo de la princesa Ana Mikhailovna; Nicolás, estudiante e hijo mayor de la Condesa; Sonia, sobrina del Conde, jovencita de trece años, y el pequeño Petrucha, el menor de todos ellos, se instalaron en el salón, esforzándose visiblemente en contener, dentro de los límites de la buena educación, la animación y la alegría que aún se reflejaban en cada uno de sus rasgos. Evidentemente, en la habitación contigua, de donde los jóvenes habían salido corriendo con tal calor,