Guerra y Paz. Leon Tolstoi
al pueblo en la anarquía. Únicamente Napoleón ha sabido comprender a la Revolución y vencerla. Y por eso, por el bien común, no podía detenerse ante la vida de un hombre.
– ¿No quiere usted pasar a esta mesa? – preguntó Ana Pavlovna.
Mas Pedro continuó su discurso sin responder.
– No – dijo, animándose cada vez más -. Napoleón es grande porque se ha impuesto por encima de la Revolución, de la cual ha reprimido los abusos y ha conservado todo lo que tenía de bueno: la igualdad de los ciudadanos, la libertad de la palabra y prensa, y solamente por esto ha conquistado el poder.
– Si hubiera conseguido el poder sin valerse del asesinato y lo hubiese devuelto al rey legítimo, entonces sí se le habría reconocido como un gran hombre – replicó el Vizconde.
– No podía hacerlo. El pueblo le ha dado el poder para que le quitase de encima a los Borbones y porque veía en él a un gran hombre. La Revolución ha sido una gran obra – continuó Pedro, demostrando por esta proposición audaz y provocativa su extremada juventud y el deseo de decirlo todo sin reservas.
– ¡Una gran obra la Revolución y el asesinato de los reyes…! Después de esto… Pero ¿no quiere usted pasar a esta mesa? – repitió Ana Pavlovna.
– Contrato social – dijo el Vizconde con una sonrisa amable.
– No hablo de la ejecución del rey. Hablo de las ideas.
– Sí, las ideas de pillaje, de homicidio y de crimen de vuesa majestad – interrumpió de nuevo la voz irónica.
– Cierto que fueron excesos, pero hay algo más que esto. Lo importante está en el derecho del hombre, en la desaparición de los prejuicios, en la igualdad de los ciudadanos. Y Napoleón ha mantenido estas ideas íntegramente…
– Libertad e igualdad – dijo con desdén el Vizconde, como si finalmente se decidiese a demostrar seriamente a aquel joven la tontería de sus manifestaciones-; grandes palabras comprometidas desde hace mucho tiempo. ¿Quién no ama la igualdad y la libertad? El Salvador ya las predicaba. Por ventura, ¿han sido los hombres más felices después de la Revolución? Al contrario, nosotros hemos querido la libertad y Bonaparte la ha destruido.
Casi sonriendo, el príncipe Andrés miraba ora a Pedro, ora al Vizconde, ora a la dueña de la casa. Desde los primeros ataques de Pedro, Ana Pavlovna, no obstante su mundología, estaba asustada, pero cuando vio que, a pesar de las sacrílegas palabras pronunciadas por Pedro, el Vizconde no se exaltaba ni se ponía fuera de sí, cuando se convenció de que no era posible ahogarlas, hizo acopio de fuerzas y se unió al Vizconde para atacar al orador.
– Pero, querido monsieur Pedro – dijo Ana Pavlovna-, ¿cómo se explica usted esto? Un gran hombre que ha podido hacer ejecutar al Duque, es decir, simplemente a un hombre, sin haber cometido delito alguno y sin juzgarlo…
– Yo preguntaría – interrumpió el Vizconde – cómo el señor explica el l8 Brumario. ¿No es una farsa, acaso? Es un escamoteo que no se parece en nada al modo de obrar de un gran hombre.
– ¿Y los prisioneros de África que ha hecho matar? – dijo la pequeña Princesa -. ¡Es horrible! – y levantó los hombros.
– Dígase lo que se quiera, es un plebeyo – declaró el príncipe Hipólito.
Pedro no sabía qué responder. Los miraba a todos y sonreía. Su sonrisa no era como la de los demás; al contrario, en él, cuando sonreía, el rostro serio y un tanto hosco desaparecía de pronto, mostrándose en su lugar una fisonomía tranquila, incluso hasta un poco indecisa, que parecía pedir perdón. Para el Vizconde, que lo veía por primera vez, era evidente que aquel jacobino no era tan terrible como sus palabras. Todos callaron.
– ¿Cómo quieren que responda a todos a la vez? – dijo el príncipe Andrés -. Además, en los actos de un hombre de Estado cabe distinguir los del particular y los del generalísimo o los del emperador. Esto me parece que es suficientemente claro.
– Sí, sí, naturalmente – dijo Pedro con la ayuda que se le ofrecía.
– No se puede negar – continuó el príncipe Andrés -que Napoleón, como hombre, fue muy grande en Pont d’Arcole y en el Hospital de Jaffa, donde estrechó la mano a los apestados. No obstante, no obstante…, hay otros actos suyos que son muy difíciles de justificar.
El príncipe Andrés, que evidentemente había querido dulcificar la inconveniencia de las palabras de Pedro, se levantó para marcharse e hizo una seña a su mujer.
V
Comenzaron los invitados a retirarse, agradeciendo a Ana Pavlovna la deliciosa velada.
Pedro era alto, macizo, tosco, con unas enormes manos coloradas. No sabía entrar en un salón, y mucho menos salir de él. Es decir, no sabía decir unas cuantas palabras agradables antes de retirarse. Además, era distraído. Cuando se levantó, en lugar de coger su sombrero cogió el tricornio del General, adornado con plumas, y movió bruscamente éstas hasta que el General le rogó que se lo devolviera. Pero esta distracción y el defecto de no saber entrar en un salón ni conversar neutralizábase por una expresión de bondad, de sencillez y de modestia. Ana Pavlovna se dirigió a él y, expresándole con cristalina dulzura el perdón por su acometividad, le saludó diciéndole:
– Espero volver a verle, pero también espero que modificará sus opiniones, querido monsieur Pedro.
Él no contestó. Se inclinó tan sólo y de nuevo mostró a todos su sonrisa, que nada daba a entender, pero que quizá quisiera decir esto: «Las opiniones son las opiniones, y ya habéis visto que soy un buen muchacho.» Y todos, incluso Ana Pavlovna, involuntariamente, lo comprendían.
El príncipe Andrés pasó al recibidor. Mientras volvía la espalda al criado que le ayudaba a ponerse la capa, escuchaba con indiferencia la charla de su mujer con el príncipe Hipólito, que también se encontraba en el recibidor. El príncipe Hipólito hallábase al lado de la bella Princesa grávida y la contemplaba con insistencia a través de sus impertinentes.
– Estoy contentísimo de no haber ido a casa del embajador – dijo Hipólito -. Aquello es un aburrimiento. Una velada deliciosa, deliciosa, ésta, ¿verdad?
– Dicen que el baile estará muy animado – replicó la Princesa moviendo los labios, cubiertos de rubio vello -. Acudirán a él todas las mujeres bonitas.
– No todas, si usted no va – replicó el príncipe Hipólito con risa alegre; y cogiendo el chal de manos del criado, él mismo lo colocó sobre los hombros de la Princesa. Por distracción o voluntariamente, no era posible saberlo, no retiró las manos de los hombros hasta mucho después que el chal estuviera en su sitio. Hubiérase dicho que abrazaba a la Princesa.
Ella, siempre sonriendo graciosamente, se alejó, se volvió y miró a su marido. El príncipe Andrés tenía los ojos entornados y parecía fatigado y somnoliento.
– ¿Estás ya? -preguntó su mujer, siguiéndolo con la mirada.
El príncipe Hipólito se puso rápidamente el abrigo, que, según la moda de entonces, le llegaba hasta los talones, y tropezando corrió hacia la puerta, detrás de la Princesa, a quien el criado ayudaba a subir al coche.
– Hasta la vista, Princesa – gritó, balbuceando, del mismo modo que había tropezado con los pies.
La Princesa se recogió las faldas y subió al coche. Su marido se arregló el sable. El príncipe Hipólito, con la excusa de ser útil, los estorbaba a todos.
– Permítame, caballero – dijo secamente y con aspereza el príncipe Andrés dirigiéndose en ruso al príncipe Hipólito, que le interceptaba el paso -. Te espero, Pedro – añadió con voz dulce y tierna esta vez.
El cochero tiró de las riendas y el carruaje comenzó a rodar. El príncipe Hipólito rió convulsivamente y permaneció en lo alto de la escalera, en espera del Vizconde, que le había prometido acompañarle.
Pedro, que había llegado primero, como si fuera de la familia, se dirigió al