El amigo Manso. Benito Perez Galdos
animal, que los hartos cumplimos sin poner atención en ello ni cuidarnos del sufrimiento con que la burlan ó la trampean los menesterosos. ¡Cosa, en verdad, tristísima! Irene tenía hambre. Convencíme de ello un día haciéndola comer conmigo. La pobrecita parecía que había estado un mes privada de todo alimento, según honraba los platos. Sin faltar á la compostura, comió con apetito de gorrión, y no se hizo mucho de rogar para llevarse, envueltos en un papel, los postres que sobraron. De sobremesa parecía como avergonzada de su voracidad; hablaba poco, acariciaba al gato, y después me pidió un libro de estampas para entretenerse.
Era niña poco alborotadora y que no gustaba de enredar. Fuera de aquella ocasión de las botas, nunca la ví saltando en mi cuarto, ni metiendo bulla. Generalmente se sentaba callada y juiciosa como una mujer, ó miraba una tras otra las láminas colgadas en la pared, ó pasaba revista á los rótulos de la biblioteca, ó cogía, previo permiso mío, cualquier librote de ilustraciones ó viajes para recrearse en los grabados. Tanto respeto me tenía, que ni áun se atrevía á preguntar, como otros niños, «¿qué es esto, qué es lo otro?» Ó lo adivinaba todo, ó se quedaba con las ganas de saberlo.
El día de mi santo vino á traerme una relojera bordada por ella, y ¡caso inaudito! aquel día, por consideración especial del cínife, no trajo papelito. En otras solemnidades me obsequió con varias cosillas de labores y una cajita de papel cañamazo, que no conservo aún, porque un día la cogió el gato por su cuenta y me la hizo pedazos. Yo correspondí á las finezas de Irene y á la compasión que me inspiraba, comprándola un vestidillo.
Esta inteligente y desgraciada niña no era sobrina de doña Cándida, sino de García Grande. Sus padres habían estado en buena posición. Quedó huérfana en vida del esposo de doña Cándida, el cual la trató como hija. Vino el desastre con la muerte del asegurador de vidas; pero afortunadamente Irene no estaba en edad de apreciar el brusco paso de la bienandanza á la adversidad. Conservóla á su lado mi cínife, por no tener la criatura otros parientes. Y yo pregunto: ¿fué un mal ó un bien para Irene haber crecido entre escaseces y haber educado en esa negra academia de la desgracia que á algunos embrutece y á otros depura y avalora, según el natural de cada uno? Yo le preguntaba si estaba contenta de su suerte, y siempre me respondía que sí. Pero la tristeza que despedían, como cualidad intrínseca y propia, sus bonitos ojos aquella tristeza que á veces me parecía un efecto estético, producido por la luz y color de la pupila, á veces un resultado de los fenómenos de la expresión, por donde se nos trasparentan los misterios del mundo moral, quizás revelaba uno de esos engaños cardinales en que vivimos mucho tiempo, ó quizás toda la vida, sin darnos cuenta de ello.
Á medida que el tiempo pasaba y que Irene crecía, escaseaban sus visitas, lo que no significaba mejoramiento de fortuna de doña Cándida, sino repugnancia de Irene á desempeñar las innobles misiones de la esquelita de petitorio. Desarrollado con la edad su amor propio, la pequeña venía á mi casa sólo para las exacciones de cuantía, y las menudas las hacía la criada. Por último, rodando insensiblemente el tiempo, llegó un día en que todas las comisiones las desempeñaba la criada. Dejé de ver á la sobrina de mi cínife, aunque siempre por éste y por la muchacha tenía noticias de ella. Supe, al fin, con injustificada sorpresa, que llevaba traje bajo, cosa muy natural, pero que á mí me pareció extraña, por este rutinario olvido en que vivimos del crecimiento de todas las cosas y la marcha del mundo. Me agradó mucho saber que Irene había entrado en la Escuela Normal de Maestras, no por sugestiones de su tía, sino por idea propia, llevada del deseo de labrarse una posición y de no depender de nadie. Había hecho exámenes brillantes y obtenido premios. Doña Cándida me ponderaba los varios talentos de su sobrina, que era el asombro de la escuela, una sabia, una filósofa, en fin una cosa atroz...
Esta parte de mi relato viene á caer hacia 1877. En este año me mudé de la sosegada calle de Don Felipe á la bulliciosa del Espíritu Santo, y poco después conocí á doña Javiera, y emprendí la educación de Manuel Peña, con todo lo demás que, sacrificando el orden cronológico al orden lógico, que es el mío, he contado antes. El tiempo, como reloj que es, tiene sus arbitrariedades; la lógica, por no tenerlas, es la llave del saber y el relojero del tiempo.
VII
Contento estaba yo de mi discípulo.
Porque algunas de sus brillantes facultades se desarrollaban admirablemente con el estudio, mostrándome cada día nuevas riquezas. La historia le encantaba y sabía encontrar en ella las hermosas síntesis que son el principal hechizo y el mejor provecho de su estudio. En lo que siempre le veía premioso era en expresar su pensamiento por la escritura. ¡Lástima grande que pensando tan bien y á veces con tanta agudeza y originalidad, careciese de estilo, y que teniendo el don de asimilarse las ideas de los buenos escritores, fuese tan refractario á la forma literaria! Yo le mandaba que me hiciera memorias sobre cualquier punto de historia ó de economía. Hechas en breve tiempo, me las leía, y si me admiraba en ellas la solidez del juicio, me exasperaba lo tosco y pedestre del lenguaje. Ni aun pude corregir en él las faltas ortográficas, aunque á fuerza de constancia, mucho adelanté en esto.
Para que se comprenda el tipo intelectual de mi discípulo, faltaba sólo un detalle, que es el siguiente: Mandábale yo que aquello mismo tan bien pensado en las memorias y tan perversamente escrito, me lo expresase en forma oral, y aquí era de ver á mi hombre trasformado, dueño de sí, libre y á sus anchas, como quien se despoja de las cadenas que le oprimían. Poníase delante de mí, y con el mayor despejo me pronunciaba un discurso en que sorprendían la abundancia de ideas, el acertado enlace, la gradación, el calor persuasivo, la afluencia seductora, la frase incorrecta, pero facilísima, engañadora, llena de sonoridades simpáticas.
—Vamos—le dije con entusiasmo un día.—Está visto que eres orador, y si te aplicas llegarás á donde han llegado pocos.
Entonces caí en la cuenta de que su verdadero estilo estaba en la conversación, y de que su pensamiento no era susceptible de encarnarse en otra forma que en la oratoria. Ya empezaba á brillar en el diálogo su ingenio un tanto paradójico y controversista, y le seducían las cuestiones palpitantes y positivas, manifestando hacia las especulativas repugnancia notoria. Esto lo ví más claro cuando quise enseñarle algo de filosofía. Trabajo inútil. Mi buen Manolito bostezaba, no comprendía una palabra, no ponía atención, hacía pajaritas, hasta que no pudiendo soportar más su aburrimiento, me suplicaba por amor de Dios que suspendiese mis explicaciones, porque se ponía malo, sí, se ponía nervioso y febril. Tan enérgicamente rechazaba su espíritu esta clase de estudios, que, según decía, mi primera explicación sobre la indagación de un principio de certeza, había producido en su entendimiento efecto semejante al que en el cuerpo produce la toma de un vomitivo. Yo le instaba á reflexionar sobre la unidad real entre el ser y el conocer, asegurándole que cuando se acostumbrase á los ejercicios de la reflexión, hallaría en ellos indecibles deleites; pero ni por esas. Él sostenía que cada vez que se había puesto á reflexionar sobre esto ó sobre la conformidad esencial del pensamiento con lo pensado, se le nublaba por completo el entendimiento, y le entraba un dolor de estómago tan pícaro, que suspendía las reflexiones y cerraba maquinalmente el libro.
¡Refractario á la filosofía, rebelde al estilo! ¡Pobre Manolito Peña! Si á medida que se rebelaba contra la enseñanza filosófica no me hubiera asombrado con sus progresos en otros ramos del saber, mucho habría perdido el discípulo en el concepto del maestro. Lo único que pude conseguir de él en esta materia, fué que pusiese alguna atención en la historia de la filosofía, pero mirándola más como un objeto de curiosidad y erudición, que como objeto de conocimiento sistemático y de ciencia. Me enojaba que Manuel se educase así en el escepticismo. Grandes esfuerzos hice para evitarlo; pero con ellos aumentaba su aversión á lo que él llamaba la teología sin Dios. Ya por entonces gustaba de condenar ó ensalzar las cosas con una frase picante y epigramática. Era á veces oportunísimo, las más paradójico; pero esta manera de juzgar con epigramas las cosas más serias priva tanto en nuestros días, que casi casi se podía asegurar que mi discípulo, poseyendo