La química de la vida. Carlos Valverde Rodríguez

La química de la vida - Carlos Valverde Rodríguez


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termonuclear que acompaña al colapso y muerte de las estrellas gigantes o masivas.

      Ahora bien, el estudio contemporáneo de la Nebulosa del Cangrejo permitió que en 1934 Zwicky y Baade descubrieran las estrellas de neutrones o pulsares, que nacen de la condensación de las cenizas de una supernova y son la fuente de las ondas de radio más intensas que se conocen. Las estrellas de neutrones son una especie de señal o faro cósmico que indica el sitio en el cual yace un coloso estelar que, al momento de su muerte, brilló refulgente en el espacio sideral.

      Al perecer, y debido a las intensas y potentes reacciones termonucleares que ocurren en sus entrañas, las supernovas fertilizan y devuelven al espacio interestelar varios miles de masas solares de material enriquecido con elementos pesados. Este descubrimiento, que les valió el Premio Nobel a Fowler y Chandrasekhar, es la médula conceptual de la teoría de la nucleosíntesis estelar. Esta teoría explica satisfactoriamente el origen de todos los elementos químicos que conocemos, es decir, de toda la materia en el universo. En efecto, la generación progresiva de los elementos químicos más ligeros que el hierro (Fe) es un proceso termonuclear exoenergético, lo cual significa que libera energía, y es esta energía la que alimenta y mantiene activa la cascada de la nucleosíntesis hasta llegar al Fe. Por el contrario, la fusión del hierro, que es el paso obligado para continuar la génesis de elementos más pesados, es un proceso que requiere y consume enormes cantidades de energía. En otras palabras, la fusión del Fe es una reacción nuclear endoenergética que en lugar de aumentar la energía de la estrella, la reduce. Esto trae aparejado el agotamiento del combustible así como la disminución en la temperatura y en la presión intraestelar. Cuando esto ocurre sobreviene, en cuestión de segundos, un violento colapso gravitacional y la estrella se contrae produciéndose una explosión llamada de supernova tipo II. La energía liberada es colosal y la estrella brilla por instantes más que una galaxia. Por otra parte, es importante aclarar que no todas las supernovas se convierten en estrellas de neutrones. Se piensa que es posible que muchas de estas estrellas masivas, particularmente las supernovas de tipo II, produzcan agujeros negros que atraparían los elementos pesados producidos por la conflagración. Se sabe que existe un segundo tipo de supernovas llamado uno-a (Ia), las cuales se originan a partir de una enana blanca de un sistema binario, es decir, un sistema de dos estrellas. La enana blanca que se convertirá en supernova captura masa de su compañera y al acercarse al llamado límite de Chandrasekhar (menos de 1.4 masas solares), generará una inestabilidad termonuclear en sus entrañas y explotará como supernova.

      En contraste con la evolución de estos colosos estelares, la vida de las estrellas de menor tamaño es más prolongada y tranquila. En efecto, las estrellas como nuestro Sol no explotan, sino que envejecen y mueren lenta y espasmódicamente. Es una agonía lánguida que se asemeja a la extinción de una fogata. Paulatinamente pierden masa de sus capas más externas, expandiéndose y transformándose, primero, en una gigante roja como Betelgeuse en la gran nebulosa de Orión, y más tarde, al morir, en una enana blanca cuyos vestigios son las nebulosas planetarias (figura 1.1). Bautizada con el nombre de uno de los numerosos hijos de Poseidón, el dios del océano, la nebulosa de Orión, el cazador de Hiria, ha sido escudriñada recientemente por el telescopio espacial Hubble. Las imágenes son de una nitidez incomparable y han revelado que en su seno la nebulosa contiene miles de estrellas en formación, es decir, Orión y el resto de nebulosas planetarias son una especie de almácigo y guardería de estrellas recién nacidas (recuérdese que en cosmología, el término recién significa varios millones de años). Es interesante mencionar que la teoría más plausible acerca de cómo se forman las estrellas y los planetas tiene ya más de 200 años. La teoría fue propuesta por el astrónomo y matemático francés Pierre Simón, marqués de Laplace (1749-1827), de quien se cuenta que cuando el emperador Napoleón le preguntó sorprendido por qué durante la lectura de sus libros no había encontrado ninguna mención a Dios, Laplace respondió: “no he tenido la necesidad de plantear esa hipótesis”.

      En las condiciones actuales del universo, la explosión de una supernova es un evento relativamente raro que ocurre con intervalos cercanos a un siglo. Sin embargo, esto no ha sido siempre así. Se calcula que hace aproximadamente de 13 a 15 mil millones de años ocurrió la gran explosión o estallido popularmente conocida por su nombre en inglés como el Big Bang. Este nombre fue acuñado por el inglés sir Fred Hoyle (1915-2001), proponente de la teoría estacionaria y quien lo utilizó durante una entrevista radial en la BBC (The Nature of Things) trasmitida el 28 de marzo de 1949. Este controvertido astrofísico también sentó las bases de la teoría de la nucleosíntesis estelar, que más tarde, como ya hemos visto, les valió el Nobel a Chandrasekar y a Fowler (este último, alumno de Hoyle).

      La gran explosión fue un cataclismo sideral que dispersó toda la materia del universo que ahora conocemos, pero que entonces se hallaba hipercondensada en un estado cuántico único. Naturalmente, esto es muy difícil de entender, pero las evidencias que presentan los físicos y astrónomos son bastante convincentes. A este evento los astrofísicos le llaman una singularidad; es decir, un momento en el cual la materia no tiene entorno ni espacio que ocupar; éste, al igual que el tiempo, se crean a medida que el universo se expande. La teoría del Big Bang y la notable idea de que en el principio toda la materia de universo se hallaba apretada y contenida en una especie de átomo primitivo o huevo cósmico, fue propuesta en 1927 por el abad y astrónomo belga Georgiy Lemaître (1894-1966). La teoría de Lemaître fue elaborada por el astrónomo ruso Georgiy Antonovich Gamow (1904-1968), quien si bien estaba equivocado en varios detalles, se encargó de popularizarla. A la fecha, se trata del modelo que brinda las explicaciones más razonables y plausibles acerca del origen y evolución del universo actual, y por ello cuenta con la mayor aceptación entre los cosmólogos contemporáneos.

      Como ya dijimos, la teoría del Big Bang postula que, en sus inicios, toda la materia y energía del universo se hallaban condensadas en un volumen infinitesimal y a una temperatura inconcebiblemente elevada. Al cabo del primer segundo, la materia originada por esta gran explosión se había expandido hasta la inmensa distancia de tres años luz, pero el universo era todavía demasiado caliente, un horno de radiación estelar, para que pudiesen formarse los primeros átomos. Recuérdese que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo y, por consiguiente, un año luz es igual a 9.5 x 1017 cm, es decir, 9.5 billones de kilómetros. Por todo lo anterior, las investigaciones teóricas al respecto predecían que a medida que el universo se expande, la radiación que contiene se iría enfriando cada vez más. Esta radiación, que se conoce con el nombre de radiación de fondo de microondas, se produjo durante los primeros segundos del evento, cuando los protones y los electrones del universo temprano se unieron para formar los primeros átomos. De ser esto así, transcurridos unos 15 mil millones de años de expansión, ahora deberíamos estar inmersos en un mar de radiación electromagnética a una temperatura de unos cuantos grados por encima del cero absoluto. Pues bien, esta radiación de fondo, que es algo así como el eco del Big Bang, fue escuchada por primera vez en 1960. Este descubrimiento lo realizaron los físicos Arno Penzias y Robert Wilson, quienes, según refieren los enterados, se toparon con lo que no estaban buscando y al encontrarlo, no supieron lo que habían descubierto. Como quiera que fuese, estos investigadores recibieron el Premio Nobel de Física en 1978. Se trató de uno de los hallazgos más importantes del siglo XX, pues la radiación de microondas resultó ser una especie de remanente o fósil cósmico de la gran explosión. Los estudios de esta radiación de fondo con el satélite COBE (Cosmic Backgroud Explorer) en 1989, no solamente han confirmado la teoría del Big Bang, también han brindado la posibilidad de analizar el movimiento de la Tierra y del sistema solar en el espacio.

      Hemos venido diciendo que esta nimaginable explosión inicial del universo es el ancestro común de todas las formas de materia y energía que conocemos a la fecha. En los primeros segundos del suceso,


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