Segundas oportunidades (Una semana contigo 2). Monica Murphy

Segundas oportunidades (Una semana contigo 2) - Monica  Murphy


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Bueno, eso es lo que me digo. Pero el tiempo no se detiene solo porque lo haga mi corazón, así que he seguido cumpliendo con mis responsabilidades. He estirado muy bien los tres mil dólares que gané por fingir ser la novia del imbécil durante una semana. Todavía me queda algo de dinero en la cuenta de ahorros. Le compré a mi hermano, Owen, algunos regalos de Navidad y también cogí algo para mamá.

      Ella no nos compró nada. Ni una sola cosa. Owen me regaló un cuenco poco profundo que hizo en la clase de cerámica del instituto. Estaba tan orgulloso que me lo regaló. También se sintió un poco avergonzado, sobre todo cuando hablé emocionada del cuenco. El pobre lo envolvió en papel brillante y todo. Me impresionó que se tomara la molestia de prepararme algo. Tengo el cuenco en el vestidor y lo uso para dejar ahí los pendientes.

      Al menos alguien se preocupa por mí, ¿sabes?

      No le regaló nada a mamá, lo que me satisfizo (sí, soy una bruja superficial) hasta límites insospechados.

      Se supone que enero es un mes de nacimiento. Año nuevo, nuevas metas, objetivos o como quieras llamarlo. Es el momento en el que una persona debe albergar esperanzas respecto a todo ese territorio inexplorado que se extiende ante ella. Intenté por todos los medios ser positiva cuando llegó el año nuevo, pero lloré. El reloj dio las doce y yo estaba sola, con las lágrimas recorriendo mi cara mientras veía en la tele cómo caía la bola. Una chica sola y penosa sollozando en su sudadera y echando de menos al chico al que ama.

      Ya ha pasado casi todo el mes y eso está bien. Pero anoche lo comprendí. En lugar de temer cada día que llega, tengo que saborearlo. Necesito averiguar qué quiero hacer con mi vida y luego llevarlo a cabo. Me gustaría irme, pero no puedo dejar aquí a Owen. No tengo ni idea de lo que le pasaría y no puedo arriesgarme.

      Así que me quedo. Prometo que aprovecharé al máximo esta vida que tengo. Estoy cansada de vivir hundida en la miseria.

      Estoy cansada de sentir pena de mí misma. Cansada de querer zarandear a mi madre para que comprenda que tiene hijos de los que debería preocuparse. Ah, y que necesita encontrar un trabajo. Dormir todo el día y salir de fiesta cada noche con Larry el Perdedor no es la manera adecuada de hacer frente a las cosas.

      Estoy cansada de lamentar la pérdida de un hombre guapo y jodido que me persigue en mis pensamientos esté donde esté.

      Sí, sobre todo estoy harta de eso.

      Aparto los pensamientos sombríos de mi cabeza y me dirijo al reservado donde un cliente espera para decirme qué quiere tomar. Entró hace unos minutos, un tipo alto, que se movía rápidamente e iba demasiado bien vestido para un paseo a media tarde de un jueves por La Salle. El bar está animado por la noche, lleno de universitarios bebiendo sin límite. Pero ¿y durante el día? Los clientes son sobre todo vagos perdedores que no tienen otro lugar al que ir y alguna persona que viene ocasionalmente a almorzar. Las hamburguesas son decentes, así que están empatados.

      —¿Qué desea? —pregunto cuando me detengo frente a la mesa con la cabeza inclinada mientras saco el bloc de notas para apuntar la comanda.

      —¿Su atención, tal vez?

      La pregunta, pronunciada con una voz profunda y aterciopelada, me hace levantar la vista del cuaderno.

      Son los ojos más azules que he visto en mi vida. Más azules que los de Drew, si es que eso es posible.

      —Eh, lo siento.

      Le ofrezco una sonrisa vacilante. Me pone nerviosa. Es demasiado guapo. Mucho más que eso, con el cabello rubio oscuro que le cae sobre la frente y una estructura ósea clásica. Quijada muy marcada, pómulos afilados y nariz recta; podría haber salido de una valla publicitaria.

      —¿Sabe lo que quiere?

      Sonríe revelando unos dientes blancos y aprieto los labios para mantenerlos cerrados y evitar quedarme con la boca abierta. No sabía que los hombres pudieran ser tan atractivos. A ver, Drew es guapo, lo admito aunque esté furiosa con él. Pero este chico… deja a los demás a la altura del betún. Su rostro es endemoniadamente perfecto.

      —Tomaré una cerveza rubia suave —pide mientras señala con la barbilla el pegajoso menú que está sobre la mesa frente a él—. ¿Me recomienda algún aperitivo?

      Debe de estar bromeando. Además de las hamburguesas, no recomendaría nada de lo que La Salle sirve a este perfecto espécimen masculino. No quiera Dios que se manche.

      —¿Qué le apetece? —pregunto con voz débil.

      Arquea una ceja, coge el menú y le echa un vistazo sin perder el contacto con mis ojos.

      —¿Nachos?

      Niego con la cabeza.

      —La carne casi nunca se cocina bien.

      Suele salir más bien con un tono rosado. Un asco.

      —¿Patatas rellenas? —Hace una mueca.

      Le devuelvo el gesto.

      —Muy de los noventa, ¿no cree?

      —¿Y qué me dice de las alitas de búfalo?

      —Están bien, si quiere que la boca le arda eternamente. Escuche. —Miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie, como por ejemplo mi jefe, esté cerca—. Si quiere comer algo, le sugiero la cafetería que hay calle abajo. Hacen unos sándwiches fantásticos.

      Se ríe y sacude la cabeza. El vibrante y abundante sonido me inunda y me calienta la piel, a lo que le sigue rápidamente una gran dosis de cautela. No reacciono así con los chicos. El único chico que podía hacerme reaccionar así era Drew. Y él no está cerca… Entonces, ¿por qué sigo tan obsesionada con él?

      ¿Tal vez porque todavía estás enamorada de él como una idiota?

      Mando al fondo de mi cerebro la molesta vocecita que aparece en los momentos más inoportunos.

      —Me gusta su sinceridad —dice el hombre mientras me escudriña con la mirada azul fría—. Entonces, solo tomaré la cerveza.

      —Una decisión inteligente —confirmo—. Vuelvo enseguida.

      Me dirijo hacia el fondo, me deslizo detrás de la barra, agarro una botella de cerveza rubia suave, alzo la vista y pillo al chico mirándome. Pero no aparta la vista, lo que me hace sentir incómoda. No me mira como un pervertido; simplemente… es muy observador.

      Resulta desconcertante.

      Una ráfaga de ira me atraviesa. ¿Acaso llevo una señal invisible colgada al cuello que dice «Oye, soy fácil»? Porque no lo soy. Sí, he cometido errores buscando un poco de atención en sitios inadecuados, pero tampoco es que me vista con las tetas o el culo al aire. No me pongo nada para marcar intencionadamente las caderas, ni saco pecho como hacen muchas chicas.

      Entonces, ¿por qué cada tío con el que me cruzo parece mirarme descaradamente como si fuera un pedazo de carne?

      Después de pensar que ya es suficiente, me dirijo hacia su mesa y coloco la cerveza frente a él con un golpe. Estoy a punto de marcharme sin decir una palabra (que le den a la propina) cuando pregunta:

      —Entonces, ¿cómo se llama?

      Miro por encima del hombro.

      —¿Qué le importa? —¡Oh, soy una zorra! Podría haber ofendido al chico y hacer que me despidieran. No sé qué me pasa.

      Soy casi tan mala como mi madre, que saboteó su trabajo con sus borracheras y su horrorosa actitud. Al menos yo solo tengo una mala actitud.

      Si pudiera darme una patada en el culo ahora mismo, lo haría.

      El chico sonríe y se encoje de hombros, como si mi impertinente respuesta no lo perturbara.

      —Soy curioso.

      Me doy la vuelta del todo para estar frente a él y lo contemplo con tanta intensidad como


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