Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza


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       Capítulo 48

       Capítulo 49

       Capítulo 50

       Capítulo 51

       Capítulo 52

       Capítulo 53

       Capítulo 54

       Capítulo 55

       Capítulo 56

       Capítulo 57

       Capítulo 58

       Capítulo 59

       Capítulo 60

       Capítulo 61

       Capítulo 62

       Capítulo 63

       Capítulo 64

       Capítulo 65

       Capítulo 66

       Capítulo 67

       Capítulo 68

       Epílogo

       Recomendación de la autora

       Si te ha gustado este libro…

      Fue aquel un día memorable para mí, porque me trajo grandes cambios. Pero en todas las vidas ocurre lo mismo. Imaginad que se suprime de ellas un día determinado, y pensad cuán diferente habría sido su curso. Deteneos los que esto leéis a pensar por un momento en la larga cadena de hierro y oro, de espinas y flores, que nunca os hubiera atado de no haber sido por un primer eslabón que se formó en un día memorable.

      Grandes esperanzas, Charles Dickens

Primera parte

      Capítulo 1

      Yellow

      Pongamos que me llamo Mark y ella Frank. Ambos con «k».

      En realidad es Marc, con «c» de Marcus, pero un día me lo cambié porque mi amigo Pocket me dijo que mi nombre sonaba mejor así.

      Soy Marcus Declan Gallagher. Mi amigo tampoco se llama Pocket, pero leyó Grandes esperanzas a los diez años y quiso llamarse así porque nuestra amistad había comenzado igual que la del protagonista de la novela de Dickens: por culpa de una pelea. El libro se lo había prestado mi padre.

      Pocket es Jamal Moore, de Forest Hills, nuestro barrio en Queens, de donde son los Ramones y Spiderman. Y, aunque también tiene apellido irlandés, es negro negrísimo. A mí me llama «blancucho», pero es y será siempre mi mejor amigo y quien hizo posible que conociese a Frank.

      En mi vida he sido chico de los recados, camarero, paseador de perros, dependiente de zapatería, modelo y actor ocasional. Lo que se tercie para poder comer, aunque en realidad me considero pianista. Bueno, no un pianista al uso. Durante años he tocado jazz por los abrevaderos de Nueva York. No se gana gran cosa, pero siempre me ha encantado tocar el piano. Soy feliz mientras toco.

      Pero, por aquel entonces, lo que de verdad quería era ser pianista de jazz en la Costa Azul. Creo que se puede decir que eso era lo más parecido a un sueño que había tenido jamás.

      Nunca lograba ganar lo suficiente como para irme a Francia, pero tampoco perdía la esperanza. A mis veintiocho años mis posesiones más preciadas eran mi piano y mis seis camisas a medida que me hice gracias a mi último sueldo como modelo, a los veintiuno. Siete años más tarde ya no tenía cara de niño y sí mucho pelo en el pecho, por lo que no había vuelto a conseguir trabajo como efebo. Aunque aún me valían las camisas y estaban como el primer día. La calidad se nota.

      Pocket siempre ha dicho de mí que soy un tío raro, como pasado de moda. Y su madre, Charmaine, que era totalmente cierto y que mi verdadera posesión es mi sonrisa.

      No es por dármelas de guaperas, pero tengo unas bonitas cejas pobladas, con carácter, ojos verdes, una estupenda cabellera oscura y muy buena planta, herencia de mi padre. Y he de reconocer que siempre he imitado un poco el estilo de tipos como Jean-Paul Belmondo en Al final de la escapada. Me encanta esa película. Gracias a mi buen aspecto y a mi sonrisa lo había conseguido todo. Empezando por los trabajos. Todos los logré gracias a esa sonrisa torcida y canalla.

      Aquella fría mañana de diciembre me desperté con la sensación de que ese día no iba a ser como los demás, que algo estaba a punto de suceder, algo que me iba a cambiar la vida. Era la misma sensación que se tiene cuando uno sueña y nada más despertar aún tiene la certeza de lo soñado, pero ya no lo recuerda apenas.

      En el gimnasio de Joe, donde Pocket y yo nos poníamos en forma boxeando y tras acudir a mi último y desastroso casting como modelo, mi amigo me ofreció un trabajo: ser el chófer de la hija de un millonario.

      Acababan de despedir al último por llegar «puesto» y necesitaban a alguien para esa misma noche.

      —Tú conduces muy bien, tío, no bebes, no te drogas. Pasarás el examen médico previo sin problemas. ¿Qué tienes que perder? —dijo Pocket.

      —La paciencia. —Sonreí con sarcasmo—. Además, no me gustan los uniformes.

      —Solo tienes que llevar un traje oscuro, corbata y camisa blanca. ¡Estarás elegante y eso te gusta, tío!

      —No creo que… —bufé negando con la cabeza.

      —¡Venga, joder! En realidad, lo que no te gusta es que te manden, te conozco. Pero pagan bien. Santino es un tipo legal, no tendrás problemas —dijo mi amigo, dándome una palmada en la espalda—. Lo de modelo olvídalo ya. No vas a conseguir ser como ese que se ha «calzado» a la Hilton. Eres viejo.

      —¿Viejo? —exclamé sorprendido y dolido en mi orgullo.

      —Sí, tienes casi treinta, tío.

      —¡Solo tengo veintisiete!

      —Veintiocho, tenemos la misma edad, ¿recuerdas? ¡Venga! Mi jefe no paga mal.

      —Es un buen trabajo. Solo quieren a alguien que cumpla. Y el millonario


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