Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
envolvió en aquella escena del encuentro de los dos amantes, en la que todo desaparece para ellos, cuando se descubren y se sumergen el uno en la mirada del otro. Jamás había visto un musical de Broadway y disfruté al máximo de él, admirando cómo Frank cantaba y movía su cuerpo, su pequeño, elástico y hermoso cuerpo, al compás de la música de Leonard Bernstein.
Después, Tony cantaba a María y yo era ese Tony, el que acababa de conocer a una chica y se había enamorado.
Más tarde ocurría la tragedia anunciada y enseguida comprendí que la obra estaba basada en Romeo y Julieta. Había leído a Shakespeare en el colegio, me gustaba y me hubiese encantado poder estudiarlo en serio, en la universidad, pero no pudo ser.
Cuando Frank acabó su interpretación aplaudí a rabiar, orgulloso de ella, de su trabajo, y feliz por haber podido tener el privilegio de contemplarlo. Y sintiéndome muy poca cosa, deseé poder tener un trabajo del que ella también pudiese sentirse orgullosa.
La seguí hasta los camerinos dispuesto a decirle lo mucho que me había gustado la obra y su papel. Pasé entre bonitas bailarinas semidesnudas que no paraban de saludarme y silbar a mi paso. Pero tenía prisa, solo quería verla a ella.
La encontré al fondo del camerino, una estancia grande y con un ambiente bohemio y ruidoso, en penumbra, donde todas las actrices se cambiaban de ropa y se maquillaban juntas, charlando, cantando y riendo mientras hacían estiramientos o preparaban la voz. Si yo hubiese sido el de antes, tan solo un día atrás en mi vida, aquel espectáculo de perfectas formas femeninas casi desnudas me hubiese parecido el paraíso en la Tierra. Pero estaba claro que algo me pasaba porque pasé de largo en busca de Frank y me quedé allí, sin atreverme a salir, medio escondido tras una cortina llena de lentejuelas, espiándola entre las sombras mientras se desvestía.
Frank se quitó la falda de vuelo y la blusa, junto con el sujetador, y se puso un batín que parecía de hombre, de seda y a rayas, en color granate, haciéndolo resbalar sobre su piel, de pie ante mis ojos. Tan solo tapaba su sexo con una escueta tanga, el resto de su menudo y sensual cuerpo quedó expuesto a mis ávidos ojos. Admiré sus formas de piel blanca y perfecta sin poder dejar de disfrutar de su contemplación, con ansia. La silueta de sus pechos algo respingones, de pezones grandes y sonrosados, naturales, sin cirugía; su cintura que cabría entre mis manos sin dificultad, su trasero redondo y generoso, y sus piernas preciosas y bien proporcionadas.
Mis ojos la recorrieron culpables una y otra vez. Me di cuenta de cuánto la deseaba cuando mi cuerpo comenzó a mostrar signos de una primitiva y evidente excitación bajo la tela de mis pantalones. Inmediatamente necesité de todo mi autocontrol para mantener mi erección a raya. Respiré hondo intentando calmar mi anhelo de ella y continué mirando cómo se sentaba a desmaquillarse frente a un espejo.
De pronto miró hacia donde yo estaba, como si me presintiese, y me descubrió tras la cortina. Primero se quedó parada, observándome extrañada. Yo me decidí a salir de las sombras para mirarla directamente a los ojos. Posé mi mirada en su cuerpo desnudo bajo el batín sin poder evitarlo. Y continué empleando todo mi autocontrol para no permitir que mi entrepierna fuese por libre y mucho menos que se me notase.
Pero no fue fácil. Frank estaba sofocada, preciosa, sexy y fui consciente de que acababa de darse cuenta de lo que yo sentía al mirarla. Ella me miró con una caída de ojos que hubiese calentado el Polo Norte, pero no dijo nada. Se volvió hacia el espejo y continuó quitándose el maquillaje de los labios como si yo no existiese y no pude evitar pensar que me gustaría haber sido yo quien se lo quitase con mis propios labios, en un salvaje beso, largo y húmedo, mordiéndole la boca, chupándosela hasta dejarla sin aliento.
Aguardé a que se vistiese, ya sin mirarla, y cuando estuvo frente a mí tomé su abrigo amarillo y la ayudé a ponérselo rozándole suavemente el cuello mientras le retiraba el pelo que se le había quedado metido dentro del abrigo.
—Me ha encantado. Has estado genial —susurré sincero.
Noté cómo su piel se erizaba al paso de las yemas de mis dedos y supe que mi tacto la alteraba más de lo que quería aparentar.
—Gracias, Mark. Siempre quise ser bailarina de niña, pero me lesioné a los doce años y el ballet clásico se acabó para mí. Pero esto me encanta. Amo actuar.
Cuando retiré mis manos, ella se giró hacia mí y me miró a los ojos.
—Dijiste que eras un chico malo, Gallagher.
—¿Eso dije? —Sonreí con sarcasmo—. No me tomes tan en serio.
—Hoy elijo yo —dijo saliendo sin esperarme.
Frank me hizo llevarla a buscar a una amiga, una tal Chloe. Otra pija que parecía una modelo, pero que carecía, como casi todas las niñas del Upper East Side, de la verdadera belleza, la interior, la que a Frank le daba esa fuerza y ese espíritu rebelde que tanto me gustaba.
Después de recoger a Chloe y cenar algo rápido, pasamos a buscar a su novio, un tío pijo de veintidós años que tras saludar se dedicó a morrearse y meter mano a «su amiga», como él dijo, sin volver a mediar palabra alguna.
Y con ellos en el asiento trasero de un precioso y antiguo BMW 325i blanco descapotable nos marchamos a Los Hamptons.
The Hamptons, para aclararlo, es un término usado para identificar a un grupo de pueblos en el extremo oriente de Long Island, la isla que se extiende hacia el este desde Queens, ubicada al otro lado de la ribera este del río de Manhattan, siempre tan cerca y tan lejos para un chico de Queens como yo.
Uno se siente en otro mundo entre aquella naturaleza extraordinaria, tan lejos y tan cerca de Nueva York. Era un entorno que me recordaba a esos mitos que yo había absorbido sobre cierto Estados Unidos, el de El gran Gatsby o los Kennedy, a los que mi padre idolatraba.
Las grandes mansiones entre la carretera y el mar, sobre aquella estrecha lengua de tierra y arena donde es imposible comprar nada por debajo de cincuenta millones de dólares, tienen jardines descomunales con helipuertos y caballerizas.
Yo había estudiado que, en el siglo XVII, los pueblos de Southampton y East Hampton fueron los primeros asentamientos ingleses de Nueva York. En aquella época había tribus Montaukett, Shinnecock y Manaste en la zona. Su máximo jefe, Wyandanch, acabó vendiendo sus tierras a un inglés que le salvó el pellejo cuando entró en guerra con la tribu de los Pequots, del actual estado de Massachusetts. Los nombres derivados del algonquino siguen recordando a los antiguos habitantes de estas tierras, antes de que el inglés Lion Gardiner le diera a Wyandanch un perro, un poco de pólvora y unas mantas a cambio de una isla en la bahía de Napeague.
—Técnicamente, para ser un Hampton, el pueblo tiene que llevar la palabra en su nombre: East Hampton, Southampton, pero también están Watermill, Amagansett, Springs y Sag Harbor, antiguos pueblos balleneros que por cercanía ya han sido incorporados al concepto Hamptons. Es decir, pueblos al borde del océano Atlántico. Pero en realidad Los Hamptons es un estado mental a tan solo dos horas de la ciudad.
Frank me fue dando su versión de Los Hamptons de camino a su casa en East Hampton.
—Los Hamptons es más que un destino vacacional, es un fin en sí mismo. A lo que aspira un montón de gente, por lo que viven. ¡La gente se vuelve obsesiva, es como algo religioso! Cada viernes hay que venir aquí. ¡Es de locos! —dijo Frank con indignación—. De hecho, los fines de semana de verano, con la ciudad desierta y mesas disponibles en todos los restaurantes, Manhattan puede ser muy agradable, pero queda la sensación de que uno es un perdedor si no está atascado en el tráfico de camino aquí. Y llegar es como acceder al sueño americano.
—Tú lo has dicho, eso es exactamente lo que es para la gente de mi barrio —asentí ante esas palabras tan sabias.
—Y luego parece un Manhattan transportado. El sábado te encuentras a la misma gente pretenciosa que el resto de la semana, pero en pantalón corto. ¡Es ridículo!
—Pues sí, un poco —reí ante su agudeza.
—Y un coñazo. ¡Están todos los aprendices de banqueros