Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
gente interesante que no solo está podrida de dinero. Ella se escapaba a East Hampton en cuanto podía.
—Pero es bonito, a mí me gusta. No me importaría ser uno de esos poco atrayentes banqueros —dije admirando la naturaleza que ya nos rodeaba.
—¡No, tú no! ¡Tú eres interesante! —rio—. Bueno, he de reconocer que realmente es un lugar donde la gente viene para escaparse, para estar un poco más tranquila y disfrutar de la naturaleza. A mi madre le encantaba. Y el entorno natural es igualmente bonito todo el año, aunque en invierno esto está completamente vacío y eso lo hace perfecto. Ya lo verás, East Hampton parece un pueblo fantasma. En invierno, nevado y silencioso, es un paraíso —dijo Frank. Así que en el fondo le gustaba, pero estaba claro que no era la típica preppy. Su forma de hablar, su pasión, no eran las de alguien que se conforma—. Ya estamos llegando. Es por ahí —siguió señalándome una estrecha carretera privada—. Este es un lugar donde todo está regulado. Al llegar a la playa no se puede aparcar salvo que se tenga un permiso especial por poseer una casa en la zona y una licencia de Southampton no sirve para estacionar en East Hampton. Tampoco está permitido ir a la playa pasada cierta hora, hacer hogueras sin permiso municipal. Y si quieres hacer toples te meten en la cárcel. Yo voy a playas alejadas, las menos frecuentadas y más salvajes, pero aun así siempre aparece un policía en bici y pantalón corto.
Y sonrió con picardía.
Casi amanecía cuando llegamos a Main Beach, la playa de East Hampton. Hacía mucho frío, así que los cuatro entramos corriendo en la casa de la playa de la familia Sargent. En realidad, aquella solo era la casa de invitados, una antigua casita para guardar los aparejos de pesca que pertenecía a la finca de los Sargent. La casa de verano se divisaba al fondo, imponente, hacia las marismas. Nos pusimos a encender rápidamente el fuego de la chimenea para no quedarnos helados e iluminar la blanca casita de madera.
La casita estaba decorada al gusto de Los Hamptons, maderas claras, telas de chintz para las tapicerías de los sofás y butacones y motivos marineros en tonos azules.
Frank sacó unas mantas de un armario, dispuso todos los cojines que encontró por el suelo y rebuscó en la despensa hasta que encontró una botella de vino y un sacacorchos. Chloe y su amiguito enseguida se pusieron a lo suyo en el cuarto de al lado, sin ningún reparo en que los oyésemos. Así que decidí hacer uso del tocadiscos que había en el salón para intentar disfrazar el sonido de los jadeos que llegaban de la otra habitación. Estaba claro que me las había prometido muy felices, pero la noche no estaba saliendo como esperaba, poca intimidad y demasiada en el caso de sus amigos.
Saqué un CD de ópera que imaginé sería de la madre de Frank.
—Espera —dijo poniéndolo ella—. Esta era la preferida de mamá, su favorita, la nueve. La cantaba de maravilla.
Una maravillosa y profunda voz femenina comenzó a cantar la famosa melodía.
—Es Carmen, de Bizet y su habanera. «El amor es un pájaro rebelde que nadie puede domesticar…» —comenzó a traducir Frank para volver inmediatamente al francés.
Definitivamente, estaba perdido.
… Si tú no me amas, yo te amo;
y si te amo, ¡cuídate de mí!
El pájaro que creías domesticado
bate las alas y remonta vuelo…
El amor está lejos y tú lo esperas;
ya no lo esperas ¡y aquí está!
A tu alrededor, rápido, muy rápido,
viene, se va y luego regresa…
Crees que lo tienes y se te escapa.
Crees escaparle y él te tiene.
L’amour est un oiseau rebelle, Carmen (Gorges Bizet)
Capítulo 4
La Bohème, Giacomo Puccini
Ambos continuamos escuchando en silencio. Cuando terminó la hermosa melodía aún se oían los gemidos de la tal Chloe y el crujir de los muelles de la cama. Su acompañante, al parecer, era de los silenciosos.
Las cosas no marchaban como yo me había imaginado. En mi mente había pensado dar esquinazo a la niñata y su amiguito y aprovechar esa cama con Frank.
Minutos después volvieron a empezar y resoplé entre rabioso y excitado.
—Parece que no se cansan —dije harto.
—Pasa de ellos. Pondremos más ópera —dijo Frank cambiando el CD—. La preferida de mi madre era un aria que nunca cantó porque no entraba dentro de su registro, el dueto de Mimí y Rodolfo en La Bohème de Puccini. Ella era mezzo, no soprano.
—No entiendo nada de ópera —reconocí sonriendo avergonzado.
—No importa, solo debes sentir la música. Hay gente con una gran educación y sin gota de sensibilidad.
Hice caso a Frank y me puse a escuchar. Pronto comencé a sentir el diálogo entre ambos, la música es igual sea la que sea, no importa qué genero tenga, expresa emociones y siempre me ha sido fácil captarlas en una partitura. Aunque mi modo de tocar sea más intuitivo que otra cosa.
—Cuéntame más —le pedí.
—Verás, esta obra transcurre en el París bohemio de la primera mitad del siglo XIX. Rodolfo es un poeta mujeriego y Mimí una bordadora que cree en el amor. Son vecinos y se encuentran en la escalera. Ella está enferma de tuberculosis, se desvanece de cansancio y él la ayuda a entrar en casa. La luz de la vela se apaga mientras buscan una llave. Tanteando en la oscuridad sus manos se encuentran —me fue explicando Frank con voz suave, casi en un susurro mientras comenzaba a traducir—. Rodolfo canta primero, ve a Mimí e inmediatamente se enamora de ella. Che gélida manina, «Qué manita más fría», le canta. Después le sigue Mimí y luego continúa Rodolfo con O soave fanciulla, «Oh, niña suave», es un aria que cantan los dos juntos declarándose su amor. Es como… como si…
—Si cantasen su flechazo, ¿no?
—Sí, eso es.
—Sé algo de música. Toco el piano —reconocí algo azorado.
—¿Ah, sí? Pues aquí no hay piano, pero tendrás que demostrármelo en cuanto tengas uno delante.
—No hay problema —asentí.
Frank me miraba fijamente, supongo que sorprendida, y creo que enseguida se dio cuenta de que me gustaba aquello de la ópera. Eso me hizo sentirme menos inseguro delante de ella.
—Eres… me asombras, ¿sabes? —dijo.
Cogió de nuevo la botella de vino y le dio otro trago largo. Se la estaba bebiendo entera ella solita y eso no me estaba haciendo ninguna gracia.
—¿No bebes? —preguntó extrañada.
—No, nunca.
Se encogió de hombros y volvió a beber de la botella.
—Pero supongo que sí bailas. —Sonrió con los ojos brillantes por culpa del alcohol.
—Anda, no bebas más —dije serio, quitándole la botella, dejándola sobre una mesita y tomando su mano.
No quería verla borracha, a ella no.
—¿Quieres que bailemos? —me pidió con dulzura.
—Sí —susurré.
Había algo en aquella chica que me hacía sentir una gran ternura, algo frágil en su forma de mirarme, cuando estaba en silencio.
«¡Te estás volviendo un blando, joder!», me dije a mí mismo y decidí probar suerte a ver si al menos conseguía besarla y acariciar ese culo perfecto que me volvía loco.
«Lo mejor va a ser comenzar