Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza


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que se removió en el asiento mascullando entre dientes y bufando. La miré por el espejo retrovisor y mis ojos se cruzaron con los suyos un instante. Su mirada cambió nada más ver la mía y conseguí que volviese a sonreír solo con sus bonitos ojos del color del caramelo.

      Al llegar dejé a los Sargent en la puerta, no sin antes apreciar el andar de Frank en dirección a la escalinata del teatro, con sus tacones de aguja, unos Louboutines, me pareció, y sus medias negras de seda con la costura detrás, muy años 40, moviéndose con gracia y sensualidad a partes iguales. Imaginé que para sujetarlas llevaría alguno de aquellos conjuntos con liguero tan sexys que se había comprado y no pude evitar ilusionarme con la visión mental de ella con un corsé y su respectivo liguero.

      Después me dirigí al aparcamiento del Metropolitan, a la zona reservada para los invitados ilustres, políticos y otras personalidades de la ciudad, para aparcar el Rolls y esperar junto con los demás chóferes a que terminase la gala y regresar a la entrada para recoger de nuevo a los Sargent. Otro de los chóferes me comentó que ese tipo de eventos duraban casi cuatro horas y que más o menos hacia la mitad solían hacer un descanso. Así que salí a fumar a la calle.

      Habría pasado la primera mitad del recital cuando de pronto vi salir a Frank por la puerta principal del teatro y dirigirse hacia el aparcamiento a toda prisa.

      Cuando llegó hasta mí se quitó una especie de chaquetilla de piel que llevaba sobre los hombros y abriendo la puerta del copiloto la tiró al asiento trasero y se sentó a mi lado maldiciendo.

      —¡Vámonos, Mark!

      No fue un ruego, fue una orden. No dije nada y puse en marcha el motor, pero no arranqué porque me di cuenta de que Frank estaba a punto de echarse a llorar. La barbilla le temblaba y tenía los ojos brillantes.

      —Frank… —comencé a decir.

      —¿No te he dicho que nos vamos? —chilló y justo después sollozó con fuerza.

      —¿Estás bien? —pregunté con ternura, haciendo caso omiso a su mal genio.

      —He discutido con mi padre —hipó como una niña pequeña—. Ha tenido la caradura de traerla al homenaje de mi madre. ¡Es increíble! Puede quedar con esa furcia cualquier otro día y la invita y se sienta con nosotros. Y encima me dice que regresa en su coche.

      —Frank, toma —le dije con ternura tendiéndole un pañuelo.

      Lo cogió y se sonó ruidosamente.

      —No quiero ir a casa, Mark. Llévame a cualquier otra parte. Esta noche estás libre, no eres mi chófer. Mi padre ya tiene a su putilla para que le lleve.

      —¿Has cenado? —pregunté sintiendo un punzante dolor al verla así.

      —No —negó suspirando con fuerza, intentando calmarse.

      —¿Te apetece una hamburguesa? —pregunté mirándola con mi mejor sonrisa.

      Y en ese momento la «sonrisa Gallagher» hizo su efecto porque ella me sonrió también y asintió en silencio.

      Nada más dar el primer bocado a la hamburguesa completa del tío de Pocket, a Frank pareció desaparecerle el disgusto.

      Mientras comíamos alguien fue hasta la jukebox y puso Dreams de The Cramberries.

      Frank se levantó y se puso a bailar y su visión gloriosa en amarillo me cautivó encadenándome a ella un poco más. No podía esperar ni un minuto para decirle lo preciosa que estaba. A mitad de la canción se sentó junto a mí rozando mi brazo con el suyo y dejándolo así me sonrió.

      —Por cierto, siento no haberte dicho nada aún, he sido un idiota, un desconsiderado —dije.

      —¿De qué hablas, Gallagher? —dijo dándole un enorme mordisco a su hamburguesa.

      —De ti, estás preciosa y me encanta tu vestido. —Sonreí mirando su escote con entusiasmo.

      —Eres un pelota —rio—. Es un vestido de mi madre, un Christian Lacroix de los 80, con embroidery de crepé de seda negro y encaje de Chantilly sobre satén amarillo. Palabra de honor e inspiración goyesca, ¡y deja de mirarme las tetas!

      —Pues te queda perfecto, sea lo que sea —insistí hablando con voz suave sin poder borrar una sonrisa inmensa de mi cara.

      —Tengo el mismo tipo que mi madre, aunque ella era más alta y morena. Yo soy castaña clara. De niña era rubia.

      —Yo también era rubio de niño —asentí—. Me parezco a mi padre en casi todo salvo en los ojos, él los tenía azules y yo los tengo verdes, como mi madre. No recuerdo nada de ella, solo sé que cantaba.

      Frank me miró fijamente y sentí que me comprendía, que éramos almas gemelas, que nos entendíamos sin necesidad de palabras.

      Quizás el hecho de no haber tenido sexo aún con Frank me había dado tiempo a sentir una conexión diferente y desconocida. Aquello era nuevo para mí y estaba disfrutando de ese ignorado y creciente sentimiento que los ilusos del mundo llaman amor, gozando de él con asombro y con una sensación extraordinaria que me abrumaba y me hacía feliz como nunca.

      Pensé que Frank representaba una oportunidad para expiar mis pecados y redimirme. Estar con ella era como volver a la adolescencia y dejar el cinismo a un lado. Nada de seducción tramposa o falsas promesas que no iba a cumplir. Nada de interés o fríos cálculos para conseguir sexo a cambio.

      Dolores O’Riordan continuaba cantando a mi sueño. Porque ella era un sueño para mí.

      Frank terminó su hamburguesa antes que yo. La música cesó y Sullivan, el dueño del pub, comenzó a barrer el suelo del local dándonos a entender que era la hora de cerrar.

      —Deberíamos irnos ya —dije pagando y dejando una buena propina.

      —¿No me vas a dejar pagar a mí?

      —¡Por supuesto que no! —dije mirándola ofendido—. Soy un caballero. ¿Qué te has pensado?

      Frank soltó una carcajada y negó con la cabeza.

      —Eres un carca, Gallagher.

      —Sí, supongo que lo soy —dije asintiendo mientras le abría la puerta del pub y la dejaba salir primero—. Por eso te voy a llevar a casa.

      —¡Uf, estoy deseando cumplir los veintiuno para hacer lo que me dé la gana y no darle cuentas a mi padre! —dijo suspirando y tomándome del brazo—. Y ahora nos vamos a ir por ahí a celebrarlo, nada de llevarme a casa.

      —¿Qué celebramos?

      —No lo sé, lo que quieras. Mi padre se marcha a pasar la Nochevieja con esa guarra a algún paraíso exótico y quiere que me vaya con mi tía para no dejarme sola, tiene mala conciencia. Le he dicho que ni hablar y me da igual lo que él opine —dijo haciendo un esfuerzo por sonreír—. Además, habíamos quedado tú y yo.

      —Puedes cambiar de planes si lo prefieres.

      —No, prefiero ir contigo. No soporto estar en casa de tía Milly —susurró.

      «Y yo contigo», pensé sonriendo y tendiéndole un cigarro de camino al coche. Ella lo encendió y tras darle una calada me lo puso en los labios, manchado con su carmín.

      Dejamos el Rolls en el garaje y, así, con su vestidito, estaba tan preciosa que parecía una princesa, así que decidí llevarla en un coche de caballos a pasear por Central Park, como si lo fuera de verdad. Yo no podía hacerle regalos caros. Simplemente me pareció algo romántico, algo que estaba seguro que le iba a sorprender.

      Alquilé un coche cubierto, nos tapamos con una manta y en silencio recorrimos The Mall escuchando los cascos de los caballos, el ruido lejano de la ciudad y al cochero silbar alguna vieja canción irlandesa.

      —«Oh, Danny Boy, las gaitas, las gaitas están llamando de valle a valle y bajo la ladera de la montaña. El verano se ha ido, y las rosas van cayendo. Eres tú, debes irte


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