Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza


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como tantos otros que lo eran por nacimiento o por adopción, descendientes casi todos de todos aquellos valientes llenos de ambición y de sueños, que una vez cruzaron el mar en busca de otra vida, de otro mundo mejor.

      Yo que siempre había visto la isla de Manhattan desde la otra orilla, visitando Long Island con mi padre o mi abuelo, o a los pies del Queensboro Bridge o desde el Calvary Cementery, ahora la tenía frente a mí, a mis pies, y casi sentía que la podía tocar con mis manos.

      Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Porque por una noche iba a ser el rey de la colina en aquella ciudad que nunca duerme, como decía aquella otra vieja canción de Sinatra, con ella, junto a ella. Y supe que nunca olvidaría aquella noche, pasase lo que pasase en mi vida.

      Frank y yo volvimos a mirarnos y nos echamos a reír. La abracé con fuerza y la besé de nuevo con ansia, saboreándola y acariciando su cuello y su cintura. Sentí cómo temblaba y la envolví en mi abrigo para infundirle calor. Frank se apretó contra mí y yo aspiré el aroma de su pelo abrazándola más fuerte aún, besando su pelo, su frente. Ella me miró a los ojos y, como si de un imán se tratase, mi boca regresó a la suya sin remedio. Besarla era increíble, la sensación más dulce y placentera de toda mi jodida vida.

      Ella fue quien rompió el beso, yo me hubiese pasado la vida entera perdido en su boca.

      —Vámonos —susurró con un sinfín de maravillosas promesas condensadas en esa única palabra.

      Capítulo 9

      Sign Your Name

      Sonreí y di a Frank un tierno y breve beso en los labios, asintiendo. Nos cogimos de la mano y regresamos al interior del Waldorf.

      —¿A dónde? Nos están buscando por aquí dentro —susurré besando su frente.

      —Llévame a tu casa —me pidió pegando su vientre contra el mío.

      Me sentía tan dichoso que tenía ganas de gritar, saltar o las dos cosas juntas. Le pasé el brazo por los hombros y así, juntos y sin mayores problemas, salimos del mítico hotel a la calle, al 301 de Park Avenue.

      Estoy seguro de que si alguien hubiese tenido que describirme en aquel momento hubiese afirmado que acababa de ver a un hombre enamorado.

      Así era, me moría de impaciencia por llegar a casa para estar por fin juntos, para amarla como jamás había amado a nadie, de verdad, sin falsas caricias, vanas promesas, ni piropos huecos. Sabía que tendríamos un lugar para estar a solas, que Pocket estaría con Jalissa, así que dispondríamos de toda la noche para nosotros.

      Por otro lado, me sentía inseguro porque temía que a Frank mi casa le pareciese demasiado poco.

      Tan solo era un loft alquilado en un viejo edificio industrial que Pocket y yo habíamos limpiado, pintado y convertido en un lugar cómodo para ambos, con calefacción, por supuesto, pero casi sin muebles. Yo tenía mi piano, la vieja colección de vinilos de mi padre, mis propios discos, un montón de libros apilados en el suelo, mi bicicleta, poca ropa colgada en unos burros y un inmenso ventanal que dejaba ver unas vistas espectaculares del río. Ese era mi patrimonio y mi lugar, caótico y un poco anticuado.

      Lo habíamos logrado con ayuda de amigos, gente del barrio y sacando de la basura muebles que reciclamos, pintándolos nosotros mismos. Teníamos un viejo sofá Chester, de cuero, estilo inglés, muebles de los 60 y una bañera con patas que Pocket había pintado de verde y que le daba un aire muy vintage al apartamento, como dijo Jalissa al verla. No necesitábamos más.

      Lo cierto era que jamás había llevado a ninguna mujer a ese apartamento. Siempre había estado en sus casas o en hoteles, algunos muy caros, pero jamás en mi casa.

      —¿Quieres ir a mi casa? —pregunté extrañado y algo temeroso.

      —Sí, quiero conocerla, ver dónde vives. —Sonrió ella.

      —Ni siquiera es mi casa. Solo es el lugar donde duermo, es de alquiler. —Sonreí algo avergonzado.

      —Pues quiero ver el lugar donde duermes y… probar tu cama —susurró en mi oído haciéndome estremecer de anticipado placer.

      En vez de responder a sus provocativas palabras la besé, con ansia, fuerte, con un beso salvaje y apasionado al que Frank respondió con avidez. Entonces, recordé con alivio que esa misma mañana había cambiado las sábanas.

      Cogimos un taxi en dirección a Queens y durante el trayecto yo solo tenía ojos para ella, que, sentada pegada a mi cuerpo, jugueteaba conmigo acariciando mi pelo, pasándome sus dedos desde el cuello hasta la nuca, tan solo rozándome con la yema de los dedos, haciéndome respirar con fuerza, abrumándome con su dulce aroma, algo parecido al limón y la vainilla.

      Mis manos tampoco se estaban quietas y acariciaban todo cuanto podían sobre la ropa mientras, recostados en el asiento, nos mirábamos a los ojos. Sentía nuestra atracción mutua, las ganas, nos buscábamos impacientes. Era tan intensa nuestra proximidad que respirábamos a la par, ansiosos el uno del otro.

      Dentro de aquel taxi, yo intentaba aguantar mis enormes ganas de ella a la vez que combatía contra mis dudas. Quería tratarla bien, con suavidad, y a la vez me apetecía hacérselo de un modo urgente y salvaje. No sabía cómo le iba a gustar a Frank y eso me hacía sentir muy ansioso. Necesitaba calma porque mi deseo de ella era tan inmenso que supe que iba a tener que controlarme para hacerle el amor bien, lentamente, disfrutándola al máximo. Eso era lo que pretendía.

      Había fantaseado con ello desde que la conocí, como un maldito obseso, soñando con hacérselo de mil formas diferentes. Me apetecía muchísimo saborearla, acariciarla entera, probarla, olerla. Quería hacérselo con fuerza, rápido y también lentamente, hasta acabar exhausto. Algo en ella, en su erótica voz, en sus movimientos sensuales y hasta en su aroma me decían que era un ser salvajemente sexual. Había algo intensamente carnal en Frank que estaba seguro de que la hacía compatible conmigo en cuanto a deseo sexual. Era algo que desprendía al moverse, al reírse o al mirarme en silencio. Eso se sabe. Yo al menos lo supe.

      Desde que la conocía me había estado desquitando conmigo mismo un montón de veces, frustrado y excitado a partes iguales, lo reconozco. Pero ahora era el momento de la verdad y la ansiedad por quedar bien me ponía muy nervioso.

      No es por dármelas de nada, pero las mujeres siempre se han quedado muy satisfechas con mi forma de hacerlo. Pero esta vez tenía que ser increíble, especial. Porque Frank lo era, simplemente por eso.

      De lo que no tenía ninguna duda era que ella me deseaba, estaba claro. Desprendía una sensualidad tremenda, natural y sin teatralidad, era sincera y genuina. Y no paraba de tocarme volviéndome loco de ganas en aquel taxi amarillo.

      Cruzamos el puente Queensboro en plena ventisca de nieve sobre el East River. El viaje hasta Queens se me hizo maravilloso y eterno. Eran los primeros minutos del nuevo año y yo estaba nervioso, impaciente, frenético, luchando por mantener mi intenso deseo a raya, con el corazón desbocado, palpitando tan fuerte que parecía saltarme dentro del pecho. Encima, Frank no paraba de besuquear mi cuello y alcanzar mi boca con aquellos sensuales labios, esos preciosos labios calientes y tiernos.

      —Bésame —susurró casi en un jadeo—. Me gusta cómo me besas, Mark.

      Y lo hice, con pasión, dejándola sin aliento.

      —Dime una cosa… quiero salir de dudas —susurré acariciando sus labios, mordisqueándolos suavemente—. ¿Te enfadaste conmigo por no besarte en la playa?

      —Sí —dijo riendo y esa risa me elevó casi al cielo en un instante—. Me rechazaste.

      —No, no lo hice. Solo quería… quería que fuese en el momento adecuado.

      —¿Y este lo es? —preguntó.

      —Sí, creo que sí —asentí besándola muy suave en los labios.

      —Yo también lo creo, chéri —susurró metiendo su lengua


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