Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza


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camareros intentaron cerrarnos el paso en el vestíbulo, pero Frank y yo logramos escaparnos hacia las cocinas, no sin que ella se llevara uno de los cócteles de champán de una de las bandejas, antes de correr junto a mí, cogida de mi mano.

      Era divertido corretear por las entrañas del magnífico hotel agarrados, mirándonos y riéndonos como dos críos. Conseguimos escabullirnos y entrar a uno de los ascensores, en dirección a una de las Waldorf Towers. Pero justo al salir en la planta del apartamento de las Naciones Unidas, casi nos dimos de bruces con otro guarda de seguridad con pinganillo en el oído y con cara de muy pocos amigos.

      —¡Eh, vosotros! —gritó.

      —¡Joder! Creo que nos han pillado —dijo Frank.

      —¿Y ahora qué? —dije volviendo a meterme con ella en el ascensor.

      —¡A la azotea! ¡por las escaleras!

      Y saliendo en el piso siguiente echamos a correr por el pasillo hasta alcanzar las escaleras de emergencia. Yo agarraba la mano de Frank con fuerza, sintiendo cómo ella apretaba la mía con confianza.

      Dejé pasar a Frank delante pensando en que una vez más mis planes para estar con ella esa noche estaban echándose a perder.

      «Adiós a la suite, lástima», pensé.

      Pero no era momento para lamentaciones, no quedaba otra que correr.

      Llegamos a la azotea del Waldorf sin resuello, flanqueada por sus dos espectaculares torres art déco, con el edificio Chrysler iluminado frente a nosotros y desde donde se divisaba el Empire State perfectamente, refulgiendo en el skyline nocturno. Ese al que ya siempre le faltaría una parte, la que ningún neoyorkino olvidaría jamás.

      El viento soplaba con fuerza allá arriba. Era frío, húmedo y cortaba. Me subí las solapas del abrigo, inspiré el aire con fuerza intentando calmar mi respiración y sentí cómo entraba en mis pulmones, doliendo en la nariz, quemando en mi pecho, para salir de nuevo por mi boca formando una nube de vapor.

      Frank exclamó un sonoro «oh» en cuanto divisó la ciudad a nuestros pies. Y yo sonreí al ver esa demostración suya de asombro.

      —Nunca había visto Nueva York así —dijo emocionada, tiritando de frío.

      —Es preciosa, ¿verdad?

      —Sí, es increíble —susurró.

      —Amo Nueva York —dije maravillado ante aquel escenario, mirándola fijamente.

      Ella era única, alocada, sensual, un espíritu libre, indomable, salvaje y adorable.

      Me quedé allí plantado, admirándola y, al darse cuenta, Frank comenzó a caminar hacia mí sonriendo.

      Se acercó lentamente, con una extraña emoción en la mirada, viniendo a mi encuentro, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando llegó hasta donde yo estaba, se quedó a tan solo un par de centímetros de mi cuerpo y sin decir nada posó el suyo sobre el mío.

      Era el momento, ella estaba tomando la iniciativa y ya no podía alargarlo más. Tenía que besarla, era la noche de fin de año y la oportunidad perfecta. Sentí cómo mi estómago hormigueaba debido a los nervios, por la presión de querer besarla bien, de hacerlo inolvidable.

      La tomé de la cintura sin dejar de mantener el contacto visual, como había hecho un millón de veces con otras mujeres, solo que esta vez lo que pretendía demostrar era real, mi anhelo de ella, mi intenso deseo.

      En ese mismo instante comenzó a oírse la cuenta atrás del nuevo año, la de toda la ciudad gritando a la vez.

      ¡Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…! Llegaba de todas partes y de repente todo el mundo estaba cantando el All Long Syne y un eco de miles de gargantas nos rodeaba.

      —Feliz Año Nuevo, Mark —susurró Frank junto a mi boca, casi haciéndome temblar de ilusión.

      —Feliz Año Nuevo, Frank —respondí sin apartar mi mirada de la suya.

      No me había sentido así desde mi adolescencia. Estaba asustado, nervioso, impaciente. Era una sensación desesperante. «¡Yo sé besar!», me dije infundiéndome la seguridad que me faltaba en esos momentos. Sus ojos brillaban reflejando las luces de la ciudad. Había algo muy cálido en ella, que brotaba de su forma de mirarme, de todo su cuerpo, y que me conmovía y me intimidaba intensamente.

      «Te voy a decir lo que es el verdadero amor. Es ciega devoción, abnegación absoluta, sumisión incondicional, confianza y fe contra ti mismo y contra todo el mundo, abandono de tu corazón y tu alma enteros al que los destroza…», recordé las palabras de Dickens en boca de mi padre poco antes de morir y, a pesar suyo, de mi madre y de este jodido mundo, al mirar a Frank decidí que merecía la pena correr el riesgo.

      Y entonces me rendí a esa quimera que ella encarnaba, lo que había estado persiguiendo siempre y por lo que me avergonzaba de mí mismo y de mis orígenes: el dinero, pero no solo era eso. En realidad, se trataba de una clase de dinero, el heredado, de un estatus, un estilo de vida con el que yo soñaba desde niño.

      Recordé a Scott Fitzgerald cuando describía a Daisy y su voz «llena de dinero» y me di cuenta de lo que Frank representaba para mí en realidad. Al igual que para Gatsby, ella era esa voz llena de dinero, de lujo, de elegancia, la promesa de una vida mejor y el cumplimiento de todos mis anhelos más ocultos.

      La besé. Suave primero, solo posando mis labios sobre los suyos, pero inmediatamente después mi mano se hundió en su pelo para sujetar su cabeza y abrí la boca haciendo que la suya me siguiese. Presioné con fuerza, deslizándome posesivo sobre sus blandos labios. Sus labios cálidos se volvieron húmedos y urgentes al contacto con los míos y yo los saboreé cerrando los ojos, embriagado.

      Su sabor era suave, dulce y delicioso, como ella. Fue como si algo muy vivo, una fuerza sobrehumana, me golpeara el pecho. La sensación era increíblemente intensa. Un cosquilleo cada vez más agudo que me nacía en la boca del estómago, se dispersó por mi cuerpo hacia mi bajo vientre, hasta alcanzar mi entrepierna. Me estaba excitando rápidamente.

      Tuve que respirar de su tóxico aliento y, entonces, al sentir el mío, Frank respiró afanosa y yo gruñí levemente penetrando su húmeda boca con mi lengua. Ella enredó su lengua con la mía haciendo que mi deseo creciese.

      La necesitaba tanto que sentía dolor. Intensifiqué el beso dejándola sin aliento y la apreté con fuerza agarrándola por la espalda, pegando mi ya dura erección a su vientre, bajando mi mano hacia su culo. Ella gimió al sentirla y se aferró a mí mientras acariciaba mi nuca con sus manos y apretaba sus pechos contra mi torso.

      Su boca era arrolladora y me arrastraba al límite, cada vez más. Yo ardía de ganas, mordisqueando su labio inferior, aprisionándolo entre los míos, chupando suave pero firmemente y me imaginé cómo sería hacerle eso a sus pezones.

      Ese pensamiento hizo que mi erección palpitara contra su vientre blando y cálido provocando que Frank gimiese dentro de mi boca intensificando al máximo mis ansias de hacerle el amor.

      Pero en ese mismo instante en que creí que acabaríamos por hacerlo allí mismo, en la azotea, noté cómo algo caía sobre mi cara, algo esponjoso y frío que se deshizo inmediatamente sobre mi piel. Era un copo de nieve. Acababa de comenzar a nevar. El invierno se había compadecido de mí y me brindaba un escenario perfecto para que no olvidásemos nunca ese beso.

      —¡Está nevando! —exclamó Frank en un susurro.

      Ella y yo miramos al cielo y en un momento todo a nuestro alrededor se había llenado de copos de nieve flotando y girando a merced del viento. Desde el mismo Waldorf llegaba la música del baile de Año Nuevo, la primera que daba la bienvenida al 2012, una canción de Alicia Keys, neoyorkina, como nosotros. La cantante comenzó a entonar la primera estrofa y creo que al oírla los dos nos emocionamos.

      —Nueva York… —susurró Frank.

      —«Tengo un puñado de sueños cariño, yo soy de Nueva York» —canté


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