Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
y un liguero a juego. En este pude apreciar la elasticidad de la tela porque se sentó en un taburete cruzando las piernas con indolencia, sin quitarse los tacones, despeinada, preciosa. La imagen perfecta. Pura sensualidad, genuina, nada forzada.
—Qué, ¿no te decides por ninguno? —dije intentando controlar el tono de mi voz para que no notara mi creciente entusiasmo.
—¡Ayúdame a elegir! ¡Para eso te he traído, no para que te quedes bizco ahí sentado! —se quejó Frank.
—¡Necesito mi tiempo! —reí remangándome la camisa hasta los codos.
—¿Tienes calor, Gallagher? —preguntó acercándose a mí con una malvada sonrisa en su dulce rostro.
—Solo me pongo cómodo —alegué recostándome en la butaca.
—¡A este paso nos vamos a pasar aquí todo el día, joder! —bufó impaciente, caminando de vuelta al probador.
—Por mí, encantado.
Lo dije con deliberada lentitud, sonriendo adrede.
—¡Solo necesito un conjunto para Nochevieja! —gimoteó.
—¿Para quién? —Sonreí.
Estaba disfrutando como un crío de la situación.
—¿Tiene que ser para alguien?
—Creo que sí.
«Ojalá fuese para mí, nena», pensé.
—Aún no lo sé —susurró—. Imagina que es para ti.
—Tengo poca imaginación, me temo —mentí.
Me sacó la lengua desde el probador haciéndome reír. Sin cerrar la cortina, comenzó a quitarse las medias negras de encaje poniendo a prueba mi infinita paciencia, la que hasta entonces no sabía que tenía. Para entonces yo ya me había deshecho de mi corbata y soltado un par de botones de la camisa. Los ojos de Frank se posaron en mi cuerpo. Ella me miró directamente a esa parte que la camisa dejaba al descubierto, donde asomaba el vello de mi pecho. Su mirada me recorrió entero y se paró en mi entrepierna un instante. Eso me dio una pista clara de que también me deseaba.
«Mucho mejor así», pensé. Ambos nos lo estábamos pasando en grande con aquel jueguecito.
—¿Uno más? —preguntó haciéndose la inocente.
—Por favor —susurré en voz baja, ronco.
En ese mismo instante la deseaba con fuerza, intensamente.
La apoteosis llegó gracias a un corsé sin tirantes, en satén rojo, que juntaba sus pechos de un modo espectacular y que acentuaba su estrecho talle aún más. Para rematarme se puso un antifaz de encaje que dejaba entrever sus ojos juguetones y perversos.
—Ese me parece fantástico, pero para no llevar nada más que el antifaz —dije atrevido.
—Lo tendré en cuenta —rio.
Como no nos decidíamos ninguno de los dos se llevó todos los conjuntos.
Ya en el coche, sentada a mi lado, continuó contraatacando.
—Ahora tengo que estrenar algo de todo esto, así que… ¿qué tal si esta Nochevieja… tú y yo nos vamos por ahí?
Ella ya lo había decidido, lo supe. Frank estaba empeñada en hacérselo conmigo.
—¿Me estás invitando? —Sonreí vanidoso.
—Sí, claro —respondió.
—¿Y cuál sería el plan?
—Colarnos en una fiesta.
Esa noche soñé con ella, rodeada de blondas de seda y encajes. Soñé con su cuerpo. En desnudarlo lentamente soltando cada corchete, cada lazo. En acariciarlo mientras retiraba esa lencería fina que me sobraba, en cubrirla con mi cuerpo y hacerle el amor sin parar, como un desesperado.
En mi sueño ella me llamaba, tumbada sobre una gran cama, vestida con un culotte y un cuerpo de encaje, esperándome, dispuesta. Yo la tumbaba boca abajo tomándola por sorpresa, demostrándole quién estaba al mando. Me sentaba sobre sus piernas inmovilizándola y de un poderoso tirón rasgaba la fina tela que cubría sus nalgas entrando en ella con fuerza, una y otra vez, haciéndola gemir de gusto. Después era ella quien se presentaba frente a mí vestida con un conjunto de bustier negro, antifaz y un látigo para empujarme sin miramientos sobre la misma cama y ponerse a horcajadas sobre mí con la intención de agotarme de tanto follar.
Un sinfín de eróticas imágenes se sucedían en mi mente dormida, una detrás de otra, excitándome en sueños. Unos sueños en amarillo, tan vívidos que podía sentir su calor, su olor, el roce de nuestros cuerpos, el aroma y el sonido del sexo.
Me desperté sofocado y completamente duro. Suspiré con fuerza al recordar fragmentos de aquel sueño y, aún adormilado, metí la mano en mis calzoncillos para desquitarme de tanto deseo insatisfecho.
No recordaba la última vez que había tenido que recurrir al placer solitario de mi adolescencia, pero ahora lo necesitaba con urgencia.
Fue muy rápido, unas cuantas sacudidas bastaron para que me corriera con una fuerza increíble, jadeando de ganas, susurrando su nombre como un desesperado.
Capítulo 6
Dreams
—¡Con mis amigas no puedo hacer esas cosas! —dijo Frank saliendo del coche, en el garaje—. Son muy sosas y no se atreverían nunca. Van a ir todas al cotillón de casa de los Hooper y te aseguro que aquello es un jodido aburrimiento.
—¿Y por qué no vamos a Times Square como todo el mundo? —dije cerrando la puerta del Mercedes y acompañándola hasta el ascensor.
—Estarás de broma —dijo haciendo un gesto de asco. Acto seguido me agarró de la solapa de la chaqueta tirando de mí hacia su cuerpo—. Venga, Mark… ¡Siempre he querido hacer esto!
No sabía si hacerme de rogar o no, pero justo al entrar al ascensor, antes de despedirnos me rozó con su pierna acariciando la mía y apretó su cadera contra mi cuerpo con toda la intención. Eso y su sonrisa me hicieron ceder de inmediato.
—Acepto —le dije y su cara se iluminó haciendo que mi corazón latiese más deprisa, más fuerte.
—Feliz Navidad, Mark —susurro Frank besando mi mejilla en el mismo instante en que se cerraban las puertas del ascensor.
Según me dijo, iba a pasar el día de Navidad con su tía Millicent, hermana de su padre, y sus primos cuarentones de Boston, y me daban unos cuantos días libres, cosa que me entristeció porque significaba que no estaría con ella. Así estaban las cosas. Frank me tenía completamente obsesionado.
Pero el día anterior a Nochevieja tuve una grata sorpresa. Se celebraba una gala en honor a la madre de Frank en el Metropolitan Opera y el otro chófer, el del señor Sargent, aún estaba de vacaciones, así que tuve que hacer mi trabajo y ejercer de chófer de su padre, no de amigo. La realidad me ponía en mi sitio.
Acudí a casa de los Sargent para llevarlos en el Rolls Royce Phantom 2010 gris, uno de los muchos automóviles que poseía el padre de Frank. Planché mi traje, adecenté el coche, lo saqué del garaje y esperé frente a la puerta del edificio, con su toldo y su portero de librea. Al rato apareció el señor Sargent y tras él Frank, vestida de amarillo y negro, preciosa, con el pelo cardado recogido en una especie de coleta rematada por un lazo negro. No pude evitar comérmela con los ojos cuando le abría la puerta para dejarla pasar en primer lugar, admirándola casi con la boca abierta. Estaba espectacular con aquel vestidito corto, con vuelo y eso que creo que llaman cancán.
No sé por qué en ese momento me recordó a Brigitte Bardot en sus inicios. Ella me miró de reojo, bajó su mirada cargada de rímel y delineador negro y sonrió haciéndose la tímida. Y yo resoplé justo