Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
solo cuatro días y no podía sacármela de la cabeza.
Su risa, el modo en que movía las manos al hablar, su voz, el sutil perfume que utilizaba. Hasta añoraba su vistoso abriguito amarillo.
Nunca antes había pensado tanto en una mujer. Normalmente, ellas me perseguían a mí, pero con Frank estaba en territorio desconocido. Me mandaba constantes mensajes contradictorios y eso me descolocaba. No sabía casi nada de ella, pero aquella chica me había tocado profundamente y la echaba de menos.
Un día sin ella y entraba en lo que podríamos llamar un verdadero síndrome de abstinencia. Frank era algo de lo que ya no podía prescindir.
—¿Qué todavía no te la has tirado? —gritó Pocket.
—No, ¿qué pasa? —gruñí—. ¿Has sabido alguna vez lo que es ser un caballero?
Ese fue uno de los consejos inútiles que me dio mi abuelo: sé siempre un caballero.
—¡Joder tío! —dijo mi amigo mirándome a la cara—. Tú te has enamorado de esa Frank o estás perdiendo facultades.
—¿Qué dices? ¡No! Solo me estoy tomando mi tiempo, disfrutando los preliminares —dije molesto de que fuese tan obvio—. Tampoco sabes lo que es eso, ¿verdad?
—A mí no me engañas. La miras con la misma cara de panoli con la que mirabas a la señorita Trudeau.
Ahí me había dado. A los trece me enamoré, por primera y hasta entonces última vez, de mi profesora de francés del colegio. Delphine Trudeau era nuestra profesora más joven, además de la más guapa y la destinataria de mis primeros placeres solitarios. Era francocanadiense, preciosa, olía de maravilla y me prestaba atención, o eso creí hasta que la pillé en su despacho follándose al director cuando iba a llevarle unas flores que había robado del jardín de nuestra vecina.
Lloré amargas lágrimas de despecho al darme cuenta de que solo se trataba de una chica y no de la santa virgen llena de virtudes que yo creía, y perdí mi virginidad dos días después con la chica más promiscua del barrio, Mary Ryan. A partir de entonces solo me fijé en chicas que me demostrasen su experiencia sin nada más a cambio y dejé de creer en el amor platónico y verdadero. Me volví práctico, supongo.
«Tú eres de Queens y ella del Upper East Side»,dijo Pocket. Y supe que tenía razón, pero pensé que Frank bien valía el intento de creer en cuentos de hadas. Y yo soy un tío creyente, a pesar de todo. Un irlandés muy cabezota, creyente y con agallas.
El lunes, un par de días antes de Navidad, me llamaron de casa de los Sargent para que fuese a recoger a Frank y la llevase de tiendas por Manhattan.
Pucci, Chanel, Fendi, Celine, Marni, Vuitton, Hermes, Prada, Marc Jacobs, Dior, Paul & Joe… la lista parecía interminable.
Fue todo un peregrinaje agotador en el que descubrí a la otra Frank, la fría, la altiva, la voluble con zapatos de tacón de aguja, que me tenía esperándola y me hacía cargar con sus bolsas de acá para allá sin ni siquiera dignarse a mirarme.
Hasta que me harté.
—¿Esto es porque no quise besarte en la playa? —dije exasperado.
—¿Qué? ¿De qué coño hablas? —chilló Frank.
En ese momento la hubiese mandado a la mierda, pero me obligué a recordar que su padre pagaba. Metí la enésima bolsa en el maletero y me dispuse a abrirle la puerta sin mirarla. Estaba realmente cabreado.
—Espera, aún no nos vamos. Falta una tienda. Acompáñame —me dijo con insolencia.
Faltaba lo peor, su verdadera venganza. Sin tan siquiera pedirlo por favor, me hizo entrar con ella a una exclusivísima boutique de lencería. Al cruzar el umbral tras ella no pude evitar reírme de su ocurrencia. Al parecer, Frank era una clienta asidua porque nada más verla dos dependientas llegaron dispuestas a atenderla con una sonrisa de oreja a oreja. Las dependientas a comisión suelen ser encantadoras, lo sé por experiencia.
Ese fue el día en el que descubrí que tengo algo de masoquista en mi interior porque disfruté horrores de esa parte final de la tarde. Frank me «castigó» obligándome a acompañarla hasta el probador reservado a los clientes VIP y, entre copa de champán que no bebí y sofás de terciopelo, pude disfrutar de la visión celestial de ella mostrándome diversos conjuntos de lencería.
Ni en mis sueños más eróticos me hubiese imaginado algo más sublime, así que me quité la chaqueta, me senté cómodamente frente al probador y me dispuse a deleitarme solo con la mirada.
—Ponte cómodo —me dijo juguetona, tirándome su abrigo de tweed de Burberry a la cara.
Intenté ser paciente y aguardé como un buen chico a que Frank se desvistiera y se probase uno de las decenas de conjuntos que había ido cogiendo a medida que entraba en la tienda.
De pronto, la cortina del probador se abrió y apareció con un conjunto rosa, liguero incluido. Parecía más bien un vestuario de cabaret, pero me dejó fascinado. Frank estaba realmente espectacular. No me había equivocado al espiarla mientras se cambiaba tras la función. Tenía un cuerpo precioso, muy bien proporcionado, con curvas y no excesivamente delgado.
A las mujeres os engañan, os dicen que debéis ser como esas modelos andróginas que nunca sonríen, sin pecho, ni caderas, ni culo, y eso… no nos gusta a los hombres, que va. Somos mucho más básicos y nos guiamos por el sentido de la vista en primer lugar, es así. Los huesos y el pellejo no son sexys. Cualquier hombre al que le gusten las mujeres os lo dirá si es realmente sincero. Todo lo demás es pura literatura.
En aquella sala había un montón de espejos que me permitieron apreciar la perfección de su cuerpo mucho mejor que en la penumbra del vestuario del teatro. Frank tenía lo que yo llamo un cuerpo incuestionable, bello, se mire por donde se mire. Nada huesuda, tampoco musculosa, de piel inmaculada, sin tatuajes ni piercings desagradables. Me dan verdadera dentera estos últimos. Hombros suaves, buen pecho, de forma redondeada y natural. No hay nada más bello en el mundo que unos pechos naturales, sin nada de silicona. Estaba harto de mujeres con pechos operados. Entre las damas de Manhattan es lo habitual. Las madres les regalan a las hijas unas tetas nuevas como las suyas como regalo de graduación. Era una delicia ver las de Frank, doy fe.
Le seguían una cintura de avispa, caderas generosas y por consiguiente un buen culo, tirando a grande, de nalgas llenas y respingonas y con una curva perfecta en el final de la espalda, lo que hacía que sobresaliese para afuera, marcándole esos hoyuelos que a mí me vuelven loco en las mujeres. Perfecto.
—¿Qué tal este? —preguntó con intención.
No era la primera vez que me encontraba en un trance semejante y reconozco que sé algo de lencería femenina, pero preferí hacerme el tonto.
—No puedo compararlo con nada, así que… no sé —dije con falsa candidez, sin poder evitar una inmensa sonrisa.
Frank soltó una exclamación muy malsonante poniendo los ojos en blanco y se metió de nuevo en el probador. Me reí, disfrutando de aquel extraño y sensual momento, viendo cómo ella iba dejando lo que se quitaba colgado de la tupida cortina del probador.
Lo que ella había imaginado como un castigo se acababa de convertir en un auténtico sueño hecho realidad. Supongo que Frank había pensado hacerme pasar un mal rato, que me imaginó sonrojado y avergonzado, pero erró el cálculo. No soy un tipo que se achante en un caso así. Eso sí, reconozco que necesité de todo mi autocontrol para que no se notaran mis verdaderos deseos de pervertido, que en realidad eran meterme en aquel probador y follar con ella sin preliminares y con urgencia.
Frank continuó con un candoroso conjunto de cremosas puntillas que a simple vista parecía muy casto, pero nada más salir con él puesto se dio la vuelta y me dejó admirar su trasero apenas tapado por una fina tela de gasa transparente rematada por un lacito que deseé con todas mis ganas poder soltar.
No me había recuperado de la impresión cuando volvió a aparecer en forma