Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá


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bajaba muy crecido debido a la tormenta del día anterior. Podía recordar hasta el fragor del agua, que saltaba con brío sobre los sillares del puente, el cual había sido dinamitado meses antes por los del monte para cortar el paso a los coches de los guardias.

      Él le tomó la cabeza entre sus manos y volvió a besarla en los labios.

      —Gracias, sin ti no lo habría soportado.

      —Recuerda lo que me has prometido –le dijo ella.

      —No hablaré. Pero además quiero prometerte otra cosa.

      —¿El qué?

      —Volveré a buscarte.

      —Pronto me iré de aquí, nos iremos todos, a Francia o a otro lugar.

      —Te buscaré, Catalina –Emilio hablaba con un apasionamiento que a ella misma sorprendió–. Y si te vas, te buscaré por Francia, o por el mundo entero.

      —Vete.

      —Lo prometo, Catalina.

      —Vete.

      Emilio echó a andar. Su cuerpo, aún sin la firmeza necesaria, vacilaba a cada paso, pero ella estaba segura de que lograría llegar sin dificultad al pueblo. Durante unos segundos observó cómo su silueta se perdía entre las sombras profundas del camino que los árboles centuaban, a pesar de que en lo alto, por un pequeño hueco entre las nubes, se había asomado una escuálida luna.

      3

      Después de aparcar el coche en el patio anterior del instituto, Julio, con gran diligencia, la ayudó a salir. Luego, con un leve movimiento de su cabeza, le señaló la puerta principal, que se encontraba a un metro aproximadamente por encima del suelo y a la que se accedía por unos escalones muy largos. Enmarcados por el umbral había un hombre y una mujer de mediana edad, que salieron a su encuentro en cuanto los vieron descender del coche. Julio procedió a las presentaciones.

      —La directora del instituto y el jefe de estudios.

      —La autoridad competente –rió Catalina, y su risa contagió de inmediato a todos.

      La directora rechazó la mano que Catalina le había tendido y la abrazó, dándole dos sonoros besos.

      —Estamos encantados de tenerte aquí y queremos darte las gracias por haber aceptado compartir tu tiempo con nuestros alumnos.

      Como faltaba un cuarto de hora para el comienzo del acto, fueron directamente al despacho de la directora. En la puerta, el jefe de estudios se excusó, alegando que tenía que dar el último repaso a la megafonía, pues siempre solía fallar en las grandes ocasiones.

      Se notaba que los muebles del despacho, que no era grande, habían sido movidos para habilitar un espacio donde colocar varias butacas en torno a una mesita redonda, sobre la que había una cafetera y una bandeja llena de pasteles.

      —¿Te apetece un café? –le preguntó enseguida la directora.

      —No, no, ya he desayunado antes de salir de casa –respondió Catalina–. Pero un pastelito sí que tomaré. No puedo resistirme a los pasteles. Creo que comí el primer pastel cuando tenía veinte años, y una de las cosas que más lamento en mi vida es haberme pasado tanto tiempo sin probarlos.

      Y las palabras de Catalina, que enseguida echó mano a un pastel, debieron despertar la solidaridad, o la gula, en la directora y Julio, porque sin pensarlo dos veces cogieron también un pastel y comenzaron a comérselo.

      —Los hemos encargado en tu honor –comentó la directora con la boca llena.

      —Gracias.

      —La verdad es que cuando Julio nos hablóde la posibilidad de traerte al instituto, a todos nos pareció una idea fantástica –continuó la directora, como si el cargo le obligase a dar todo tipo de explicaciones–. Por lo general, invitamos a mucha gente al centro para que hable con los muchachos...

      —Con los zagales –la corrigió Julio divertido, y guiñó un ojo a Catalina.

      —Han pasado por aquí deportistas famosos, periodistas, un concejal del ayuntamiento, los bomberos, algún escritor... Pero es la primera vez que tenemos a una...

      La directora, sin duda, no encontró la palabra que quería decir y su frase quedó interrumpida con brusquedad. Julio pensó intervenir de inmediato, pero se dio cuenta de que acababa de meterse un pastel entero dentro de la boca. La buena educación le aconsejaba mantenerla cerrada. Se produjo un silencio incómodo. Catalina giró la cabeza muy despacio, como si hubiera ensayado cada movimiento, y clavó su mirada en los ojos de la directora, que se había quedado un poco cortada.

      —¿Una guerrillera querías decir? –la pregunta parecía más bien una afirmación.

      —Sí, claro, una auténtica guerrillera –apuntilló al fin la directora.

      —Debería haberme traído una boina calada, como la del Che Guevara, y un pistolón en el bolso –rió Catalina de buena gana–. Pero me temo que voy a defraudaros: nunca he soportado llevar nada en la cabeza, ni siquiera un simple pañuelo, y en mi vida he sostenido un arma entre las manos.

      —Lo importante es que estuviste allí –volvió a intervenir Julio–, que serviste de enlace primero y que, cuando te descubrieron, tuviste que marcharte con los del monte, a pesar de que eras una mujer.

      —En eso te equivocas –ahora la mirada de Catalina se había fijado en los ojos miopes del profesor–. No era una mujer. Solo tenía dieciséis años, como los zagales que están esperando mi visita. Y era tan poca cosa, que ni siquiera los aparentaba.

      Comenzó a sonar un timbre y la directora, nerviosa, miró su reloj de pulsera y luego un reloj de pared situado tras su mesa.

      —Es la hora –dijo–. Los muchachos empezarán a entrar en el salón de actos. Les daremos unos minutos para que se acomoden y se calmen un poco. Luego iremos nosotros.

      —Estupendo –rió Catalina–. Así me dará tiempo a comerme otro pastel.

      —Si quieres, te llevo la bandeja –comentó Julio.

      —¡Oh, no! –la risa de Catalina se amplió–. ¡Qué iban a pensar esos zagales de mí!

      Salieron del despacho y cruzaron muy despacio el vestíbulo principal del instituto. Se notaba un ajetreo de muchachos, que se dirigían hacia el salón de actos. Algunos profesores los apremiaban y los recriminaban por meter demasiado ruido.

      Entonces Catalina se dio cuenta de que una enorme pancarta de tela cruzaba el vestíbulo.

      —¿Estaba aquí antes esta pancarta? –preguntó a la directora.

      —Sí, la pusimos ayer.

      —Pues no la he visto. He pasado frente a ella y no la he visto. ¡Qué curioso!

      Se detuvo un instante y la miró con detenimiento. Luego, leyó entre dientes las cuatro palabras que allí había escritas:

      BIENVENIDA, CATALINA MELGOSA ‘‘DELGADINA’’

      Observó que la pancarta había sido atada por los extremos a dos grandes columnas. En ellas habían pegado dos retratos suyos. Uno, muy antiguo. El otro, actual.

      Señaló al antiguo y se acercó un poco para verlo mejor. La fotografía estaba muy ampliada.

      —Esta foto me la sacó Lucien en Toulouse, cuando nos hicimos novios –comentó–. Tenía por lo menos veinticinco años. Con las fotos me pasa igual que con los pasteles, hasta que no pasé de los veinte, no supe lo que eran. Siempre me han pedido una foto de cuando tenía quince o dieciséis, de la época en que estuve con ellos, con los del monte; pero allí no había máquinas de retratar.

      Se acercaron hasta la puerta del salón de actos y la directora presentó a Catalina a varios profesores. Todos se mostraban encantados, sonrientes, amables. Del interior


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