Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá


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año... No podía recordar el año con exactitud, pero ella no tendría más de quince, y él uno más.

      El prado llano, situado entre las últimas casas del pueblo y la quebrada que se desplomaba hasta el río, había sido adornado con cadenetas de colores y una tira de banderas de papel. En un extremo se había colocado una carreta, y sobre ella un taburete de madera. Era todo lo que necesitaba Sito el del Acordeón, que se ganaba la vida tocando en las fiestas de todos los pueblos de la comarca.

      Emilio llegó con dos amigos algo mayores que él y enseguida se sumaron a la fiesta. No tardó Catalina en darse cuenta de que aquel muchacho no dejaba de mirarla, y eso le extrañó. Había muy buenas mozas en aquella fiesta, de su mismo pueblo y de otros pueblos vecinos, más altas que ella, más mujeres. Sin embargo, ¿por qué aquel desconocido no apartaba la vista de ella? En algún momento sintió que se ruborizaba un poco, y no le importó, pues sabía que algo de color no le vendría mal a su rostro siempre tan pálido.

      Su amiga Dolores fue la primera que se dio cuenta.

      —No te quita la vista de encima –le dijo.

      —¿Quién es?

      —No sé. Dicen por ahí que vienen de la cuenca minera.

      —No tienen planta de mineros.

      —Esos no han entrado en una mina en su vida –rió Dolores de buena gana–. Lo que no entiendo es qué hacen aquí.

      —Habrán venido a la fiesta, como otros.

      —Pero ellos no son como otros.

      —¿Por qué? –Catalina no parecía entender nada de lo que le decía Dolores.

      —Del que te mira tanto dicen que su padre tiene negocios.

      —¿Y qué tiene eso de malo?

      —Pues que el único negocio que tenemos los que vivimos aquí es comer todos los días un plato caliente. Ten cuidado, Catalina.

      —Cuidado... ¿de qué?

      —De él.

      Catalina sintió que las mejillas le ardían de rubor. Una cosa era un poco de color y otra un estallido. Estaba segura de que su cara se había vuelto tan roja como un tomate maduro.

      —¿Por qué me dices esas cosas?

      —Porque ya se acerca hacia aquí y seguro que te invita a bailar.

      —¿A mí?

      Cuando Catalina volvió la cabeza se encontró con el rostro de aquel muchacho, en el que el rubor también parecía estar haciendo mella. Era un chico alto y guapo. Su pelo, que brillaba a causa del fijador, estaba dividido por una raya que parecía haber sido trazada con una regla. Tenía los ojos oscuros y chispeantes.

      —¿Quieres que bailemos? –le preguntó.

      Catalina se dio cuenta de que le había costado pronunciar aquellas tres palabras. Había tenido que hacer un pequeño esfuerzo y, a pesar de todo, se trabó un poco. Era tímido, o quizá le pasaba como a ella, que aún no estaba acostumbrado a esas cosas.

      Catalina lo miró un instante y sus ojos se encontraron. Ninguno de los dos pudo aguantar la mirada y casi al mismo tiempo la bajaron y dejaron que se perdiera por la hierba recién segada del prado.

      —Bueno –respondió al fin Catalina–. Pero yo bailo muy mal.

      —Yo también –añadió Emilio.

      El acordeón de Sito arañaba la tarde y las notas se dejaban balancear por un viento suave de verano, que las llevaba y traía como si quisiera jugar con ellas. A veces las arremolinaba junto a los chopos del río, otras veces las empujaba hacia lo alto del monte, donde dormitaba el oso, donde el urogallo alzaba su cabeza como si quisiera escuchar, donde la garduña se deslizaba con sigilo entre la hojarasca, donde unos cuantos hombres liaban un cigarrillo para quemar la nostalgia y la rabia.

      —¿Cómo te llamas?

      —Catalina. ¿Y tú?

      —Emilio.

      —No eres de aquí, ¿verdad?

      —Vivo en un pueblo de la cuenca minera.

      —Pero... tú no eres minero.

      —No.

      —¿Y a qué te dedicas?

      —Estudio.

      —¿Y qué estudias?

      —El bachillerato.

      —Yo no he ido al colegio. Cuando iba a empezar, llegó la guerra.

      —No importa.

      —Sí que importa.

      Bailaron juntos toda la tarde, con una energía que solo su juventud podía proporcionar. Les daba igual la pieza que interpretase Sito el del Acordeón. Ellos danzaban y saltaban al ritmo de la música, y hasta el prado llano se les quedaba pequeño en algunas ocasiones, a pesar de que allí se habían jugado hasta partidos de fútbol. Perdieron la timidez del principio y hablaban de mil cosas sin orden ni concierto. Todo les hacía gracia y no dejaban de reír. Tan embelesados estaban que no se dieron cuenta de las miradas que algunos les dirigieron, de los comentarios que se cruzaban, de gestos demasiado elocuentes.

      Al anochecer Sito guardó su acordeón y se acabó la fiesta, pues los guardias no permitían ninguna algarabía en la oscuridad.

      Emilio y Catalina se despidieron junto a una fuente en las afueras del pueblo, a la que ella lo había llevado para beber un poco. El agua manaba allí mismo y un trozo de teja servía de canalillo. Bebieron hasta saciarse y se empaparon la cara.

      —Me gustaría volver a verte –dijo entonces Emilio.

      —Bueno –respondió Catalina.

      —¿Me das un beso?

      Catalina volvió a ruborizarse. Se alegró de que ya fuera de noche y de que momentos antes se hubiera mojado la cara. Se acercó un poco a Emilio y, sin mirarlo, le besó en la mejilla.

      Luego, Emilio echó a correr en busca de sus amigos y ella regresó al pueblo caminando muy despacio. Nada de lo que veía le parecía igual.

      6

      En su casa no había espejos. Su madre había roto el único que tenían el día en que volvió con la cabeza completamente rapada.

      Cuando pasaron al interior, Catalina, con una pizca de orgullo, dijo:

      —Descuide, madre, que yo me he ocupado de todo.

      La madre miró a su alrededor y pensó que nunca las cosas habían estado tan ordenadas en aquella casa. Se acercó a Catalina y le acarició el pelo.

      —Mi pequeña –dijo en voz baja.

      Fue el único momento de ternura que se permitió.

      Luego descolgó el espejo de la pared y se miró la cara. Al notar que se le saltaban las lágrimas, se volvió para que sus hijos no la vieran llorar. Después arrojó con fuerza el espejo contra el suelo y lo hizo mil pedazos.

      Ese día su madre se ató un pañuelo negro a la cabeza. Un pañuelo que solo le dejaba al descubierto los ojos, la nariz y la boca. Y desde entonces para Catalina la imagen de su madre permaneció asociada a aquel pañuelo, del que nunca más se separó, a pesar de que el pelo volvió a crecerle con la misma fuerza que antes.

      Catalina barrió los fragmentos del espejo. Y cuando los llevaba a la basura en el recogedor, apartó el trozo más grande, que tenía forma triangular, y que cabía en la palma de su mano. Guardó aquel trozo de vidrio azogado en el hueco de un árbol, de donde lo sacaba de vez en cuando para tratar de mirarse. Pero era tan pequeño que solo podía verse por partes: ora un ojo, ora el otro, ora la boca, ora la nariz...

      El día siguiente a la


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