Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá


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      —Echaremos de menos sus brazos.

      A Catalina le aguijonearon aquellas palabras. ¿Cómo podía decir que echarían de menos sus brazos? ¿Solo sus brazos? A ella le tenían sin cuidado sus brazos; echaría de menos al hermano, todo entero: su voz y su mirada, su cuerpo, sus pasos, sus silencios, su complicidad, su cariño, su olor, su presencia... ¿Qué importaban unos simples brazos cuando faltaba todo lo demás?

      Entonces se dijo que su madre tenía que sentir lo mismo que ella, y con mayor motivo. Era una madre que acababa de separarse de un hijo que había decidido jugarse la vida por un poco de dignidad. Pero... ¿por qué una vez más se negaba a admitir sus sentimientos,

      o al menos, a exteriorizarlos? Miró una de las peñas que sobresalía entre el follaje, una peña sólida y altiva, a pesar de las múltiples heridas que los vientos y hielos de siglos le habían ocasionado, y pensó que la gente de aquella parte del mundo no nacía de madre, sino de las propias rocas. Era algo que tendría que asumir durante toda su vida. Solo asumiéndolo podría corregirlo un poco.

      Desde la partida del hermano la madre se volvió aun más callada y silenciosa. Catalina lo notaba y procuraba hacerle hablar a todas horas, pues temía que de lo contrario llegase a quedarse muda. La asediaba a preguntas. Pero la mayor parte de las veces la madre le respondía con monosílabos e, incluso, con un gesto de su cabeza

      o de sus manos. Su vida había sido una cadena de renuncias y ahora parecía querer avanzar un eslabón más: renunciar a las palabras, a la voz, al idioma.

      El mismo día de la partida de su hermano, sintió Catalina que la tristeza se había instalado definitivamente en su casa. Nada podía hacer por combatirla. Su fuerza era muy grande, sobre todo porque no podía verse ni tocarse. Estaba allí, en todos los rincones de la casa, en los surcos de la huerta, entre los maderos del establo, incluso se extendía por el camino y por el río. Estaba allí y ella notaba su incómoda presencia. La tristeza había empezado a formar parte de aquel lugar, como las cortezas agrietadas de los árboles, el ulular del viento, la calma que sucede a la tormenta, el vuelo del azor, las esquilas de las vacas... Estaba allí, pero Catalina no sabía ni siquiera cómo defenderse.

      Y cuando Catalina pensaba que tanta tristeza le estaba ahogando y que se moriría de pena, volvió Emilio Villarente.

      Era domingo. Por la mañana habían ido a misa, a pesar de que no eran creyentes, porque sabían que el cura daba a los guardias un papel con los nombres de los que habían faltado, y eso siempre acarreaba complicaciones. Luego, se había afanado en acabar cuanto antes todas las tareas para tener un rato libre por la tarde y dar un paseo con Dolores y otras muchachas del pueblo. Se lavó en una palangana, se peinó y se puso el único vestido que tenía, que de tantos arreglos había perdido cualquier atisbo de gracia.

      Recorría el trayecto que separaba su casa del pueblo cuando vio acercarse a Emilio en una bicicleta. Se detuvo sorprendida. Él se soltó de manos y le hizo señas.

      —¡Que te vas a caer! –le gritó al ver que la bicicleta daba un vaivén imprevisto.

      Pero Emilio agarró el manillar con destreza y la enderezó.

      —Hola, Catalina.

      —¿Qué haces aquí?

      —He venido a verte.

      Catalina notó al instante que el rubor encendía su rostro. Bajó la cabeza y trató de disimular su turbación.

      —¿A mí? –preguntó solo por decir algo, porque permanecer callada le parecía aun más embarazoso.

      —Si no te importa, claro.

      Catalina tragó saliva varias veces antes de poder responder.

      —No me importa.

      Entonces Emilio le mostró la bicicleta.

      —En bicicleta solo tardo media hora en llegar hasta aquí –le explicó–. ¿Quieres que demos un paseo?

      —Bueno.

      Y Catalina, como si hubiera encontrado un alivio, comenzó a caminar. Pero Emilio la detuvo de inmediato.

      —Me refería a un paseo en bicicleta.

      Catalina no pudo evitar que se le abriese la boca de la sorpresa. Miró la bicicleta y miró a Emilio.

      —No he montado nunca. No sé.

      —No importa. Yo me encargaré de dar pedales y de que la bicicleta ande derecha.

      —¿Cabemos los dos juntos?

      Emilio, como si quisiera demostrarle que su proposición no era un disparate, sino que estaba fundada en la más pura lógica, se subió a la bicicleta, a horcajadas sobre la barra, y la mantuvo recta. Luego, le señaló a Catalina el transportín que había sobre la rueda trasera.

      —Sube y agárrate a mí.

      Catalina pensó echar una pierna por cada lado del transportín, pero la postura, aunque más segura, le pareció algo indecorosa. Por eso, se sentó por un lateral, con las dos piernas juntas.

      —¿Así? –preguntó con un poco de miedo.

      Y como si Emilio estuviera esperando una señal de partida, dio un impulso hacia delante, se sentó enelsillín y comenzó a pedalear con ímpetu. Al sentir el movimiento, Catalina se asustó más y se abrazó con fuerza al cuerpo de Emilio.

      Y así atravesaron el pueblo. Y así los vieron algunos vecinos que estaban sentados al socaire, y Dolores, que la esperaba con otras muchachas.

      A la salida, Emilio tomó el camino que le pareció más llano y pedaleó con más suavidad. Su cuerpo se movía cadenciosamente hacia un lado y a otro. Catalina, aunque había disminuido la presión con que lo abrazó al principio, podía percibir a través de su camisa las formas de aquel cuerpo, sus movimientos y hasta los latidos de su corazón.

      —¿Vas bien? –le preguntó Emilio.

      —Sí.

      Se detuvieron junto al río, al lado de las ruinas de un molino que había funcionado hasta que, en la guerra, un avión dejó caer una bomba sobre él y lo convirtió en un montón de ruinas. Dejaron la bicicleta apoyada en el tronco de un árbol y se sentaron sobre la hierba.

      Permanecieron más tiempo callados que hablando. Se miraban furtivamente, se sonreían, pero no encontraban las palabras para iniciar una conversación lo suficientemente larga. Así, saltaban de un tema a otro, la mayoría triviales. Solo cuando se plantearon regresar al pueblo, pues Catalina no quería que su madre la echase mucho tiempo en falta, él hizo un comentario:

      —No quieren que venga a verte –dijo.

      —¿Quiénes?

      —Mis padres.

      —¿Y por qué?

      Emilio se encogió de hombros, como si no supiera la respuesta, o como si la supiera y no quisiera hablar de ello.

      —A mí también me han dicho lo mismo –le dijo de pronto Catalina.

      Se miraron a los ojos y a los dos les sorprendió el tiempo que pudieron mantenerse la mirada, fue como si un puente invisible hubiera surgido entre ellos, un puente mágico que solo sus miradas podían transitar.

      —Y tú... ¿les vas a hacer caso? –preguntó de pronto Emilio.

      —Hoy no se lo he hecho –sonrió Catalina–. ¿Les harás caso tú?

      —Hoy tampoco se lo he hecho –rió también Emilio.

      Regresaron al pueblo en la bicicleta, pero Catalina prefirió que no entrase y que la dejase en las afueras, junto a la fuente donde se habían despedido la primera vez.

      —Tendremos que poner un nombre a esta fuente –dijo Emilio–. ¿Qué te parece Fuente de las Despedidas?

      —No me gusta.


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