Las cinco invitaciones. Frank Ostaseski
La “Canción de cuna” de Brahms era un bálsamo, un jubiloso recordatorio del potencial de vida nueva que existe en todo momento, un impulso para seguir, aun frente a la adversidad. Esa pieza era algo más que un anuncio de agradable optimismo; por un breve instante, el ambiente se llenaba de esperanza.
La esperanza es una actitud sutil —y a veces inconsciente— de la mente y el corazón, y un recurso esencial de la vida humana. Es el ingrediente que nos motiva a levantarnos cada mañana y ansiar las posibilidades del nuevo día. Es la anticipación de un futuro positivo. Desmond Tutu, la conciencia moral de Sudáfrica y crítico declarado del apartheid, dijo en una ocasión: “La esperanza es la capacidad de ver luz a pesar de tanta oscuridad”.1
Los expertos difieren en si la esperanza es una emoción, una creencia, una decisión consciente o las tres cosas al mismo tiempo. El ideólogo Václav Havel, primer presidente de la República Checa, sugirió que la esperanza es “una orientación del espíritu”.2 Yo pienso que es una cualidad innata del ser, una confianza abierta y activa en la vida que se resiste a desvanecerse.
De lo que sí estamos seguros es que la esperanza nos lleva más allá de lo racional. A veces esto puede ser invaluable para nuestra sobrevivencia; otras, cuando la esperanza se malentiende, puede hundirnos en ilusiones y volverse un obstáculo para enfrentar las realidades de la vida.
Para distinguir el verdadero valor de la esperanza debemos trazar una línea entre esperanza y expectativa. La esperanza es una fuerza optimizadora que nos mueve hacia la armonía, a nosotros y a la vida entera. No viene de afuera; más bien, es un estado perdurable del ser, un manantial oculto en nosotros. Cuando la mente está quieta y alerta podemos ver más claramente la realidad y reconocerla como un proceso vivo y dinámico. La esperanza posee una osadía imaginativa que nos ayuda a percibir nuestra unidad con toda la vida y a buscar el ingenio que necesitamos para actuar en su nombre. Podemos sentir la tranquilidad, el optimismo de este tipo de esperanza, el entusiasmo y positividad que engendra; nos tonifica para realizar actividades que, suponemos, enriquecerán nuestro futuro. Esta versión de la esperanza es una necesidad humana básica.
Sin embargo, nuestro tipo usual de esperanza es poco más que una ilusión. A menudo se le asocia con una creencia casi infantil, a veces incluso con una fe ciega, en que una autoridad o agente externo producirá lo que queremos. Deseosos de nuevas condiciones, esta visión convencional de la esperanza es un rechazo de lo que está frente a nosotros en el aquí y ahora, es el otro lado del temor.
La expectativa que se disfraza de esperanza se mantiene fija en un resultado específico. Esta esperanza se combina con el deseo de cierta consecuencia futura. Se centra en el objeto, nos saca de nosotros mismos. El problema es que cuando no se obtiene el resultado esperado, cuando no se consigue el objeto, nuestras esperanzas se ven truncadas.
Basar nuestra felicidad en un resultado específico nos causa todo tipo de sufrimientos. Para contener esta pena, tratamos de controlar todo lo que sucede a nuestro alrededor. Pero no tenemos ningún control sobre el clima del día de nuestra boda, el estado de ánimo de los demás, la posibilidad de que ganemos la lotería o incluso de que recibamos un diagnóstico de cáncer. Como ya vimos, la ley de la temporalidad prevalece sobre nuestros mejores planes.
En el siempre novedoso panorama de nuestra existencia, el apego a resultados disfrazado de esperanza sólo genera ansiedad e interfiere en nuestra capacidad para estar presentes en nuestra experiencia de la vida tal como se desenvuelve en este momento. La ya desaparecida antropóloga Angeles Arrien, quien me honró con su amistad, recomendaba estar “abiertos a los resultados, no apegados a ellos”. Escribió: “La apertura y el no apego nos ayudan a recuperar los recursos humanos de la sabiduría y la objetividad”.3
Yo observaba las visitas de Fred a su esposa, Rachel, en el Zen Hospice Project. Ella moría de cáncer de colon y Fred iba todos los días a darle de comer sandía. No un poco, sino lo que en cada ocasión parecía una sandía entera.
—¡Vaya que te gusta la sandía! —le comenté a Rachel una vez.
—No mucho en realidad —replicó—. Fred leyó en internet que es buena contra el cáncer, así que la como para complacerlo.
La sandía… Sé que suena absurdo, pero no es raro que personas desesperadas recurran a toda clase de curas. En ocasiones, algunas surten efecto.
Fred amaba a Rachel y era incapaz de aceptar la realidad de que su esposa agonizaba. Aferrarse a la fantasía de que había descubierto una cura secreta del cáncer era una esperanza ciega.
Una noche le pedí que me enseñara la página que promovía la cura de sandía. Entusiasmado, me la leyó él mismo. De pronto se desanimó y cubrió su cara con sus manos; se dio cuenta de que había entendido mal el contenido de esa página. En ella no se sugería que la sandía fuera una cura milagrosa, sino que consumir esa fruta contribuía a la hidratación, la cual era un aspecto importante de la curación.
Después de darle tiempo para que viera disiparse sus expectativas sobre la sandía, le pregunté qué esperaba de los que quizás eran sus últimos días con Rachel.
—Espero amarla con todo mi corazón —respondió sin vacilar—. Amar sin reservas todo su ser. Hacerle saber que mi vida fue bendecida gracias a que me casé con ella.
Durante la última semana de Rachel, Fred no se apartó un solo momento de su lado.
Al igual que él, los enfermos graves y sus seres queridos suelen emprender el viaje hacia la muerte con una esperanza egoísta en un milagro, sea la completa recuperación de un cáncer o el retorno de todas sus capacidades físicas y mentales. Lo que en esas circunstancias llamamos esperanza en realidad es sólo una expresión de nuestro temor. En ese estado no generamos soluciones confiables, porque emergen de nuestra confusión.
La esperanza es una cualidad humana innata que puede contribuir positivamente a una sensación de bienestar; por lo que no parece adecuado que la descartemos. Quizá lo que debemos hacer es volver a trabajar en nuestra comprensión y aplicación de ella.
Yo he descubierto que la esperanza puede cambiar con el apoyo de la compasión. Deja de ser entonces el control de síntomas, que no elegimos ni podemos evitar, y se convierte en un descubrimiento del valor de vivir plenamente en nuestras condiciones presentes. Con frecuencia se transforma en lo que yo llamo esperanza madura, una esperanza que nos lleva dentro de nosotros mismos y hacia el descubrimiento de lo que hay de bueno en nuestra experiencia.
La esperanza madura requiere tanto una intención clara como una renuncia simultánea. No depende de los resultados. De hecho, está vinculada a la incertidumbre, porque nunca sabemos qué pasará después. La esperanza radica en el potencial de nuestra respuesta, no en que las cosas salgan de determinada manera. Es una orientación del corazón, sustentada en el valor y en la confianza, en nuestra bondad humana básica, no en lo que podemos lograr. Esa confianza fundamental guía nuestras acciones, nos permite cooperar con los demás y perseverar, sin apegarnos a una consecuencia específica. En la enfermedad, la esperanza madura nos ayuda a llegar a una situación de integridad aun si no existe una cura.
Cuando relajamos nuestra inquebrantable visión del futuro —la idea de que “Las cosas deberían ser así”—, no estamos atrapados ya en una visión convencional de la esperanza. Abrimos un espacio para la sorpresa. Como descubrió Fred, con bondad y flexibilidad podemos reimaginar la esperanza incluso en una situación que parece irremediable. El vigor de la esperanza madura nos ayuda a permanecer abiertos a la posibilidad de que, aunque la vida no resulte como lo creímos en un principio, podrían surgir oportunidades que no imaginamos nunca.
Los desastres naturales, terremotos, incendios e inundaciones son ejemplos claros de situaciones devastadoras que perturban drásticamente la vida diaria; se pierden hogares, mueren personas. El caos imprevisto nos impacta de maneras muy diversas. Pero en estas condiciones hemos comprobado, una y otra vez, que las personas se unen en formas positivas, se alimentan