El maestrante. Armando Palacio Valdes
leve temblor que se comunica a sus labios y de ahí al resto del organismo.
Por fin, aquellas elegantes criaturas sueltan las prendas con descuido escarnecedor sobre las sillas de la sala y corren a encerrarse en el gabinete de Jovita. Cerca de media hora estuvieron deliberando secretamente. D. Cristóbal aguardaba inquieto y ojeroso, paseando con agitación por el corredor como un procesado que espera el veredicto del jurado.
Ábrese finalmente la puerta, y el criminal escruta con ansia el semblante de los jueces. Éstos guardan actitud reservada, y por sus labios descoloridos vaga una sonrisa enigmática. Dos de ellas se ponen inmediatamente la mantilla y los guantes y se lanzan a la calle. Al cabo de un rato tornan al hogar trémulas, con la faz descompuesta y los ojos centellantes. La pluma se resiste a narrar la cruel escena que se produjo en la dulce morada del Jubilado. ¡Cuánto grito rabioso! ¡cuánto sarcasmo! ¡cuánta carcajada histérica! ¡qué manoteo! ¡qué crujir de sillas! ¡qué exclamaciones tan lamentables! Y enmedio de aquel espantoso desorden, de aquel fragor, capaz de infundir pavura en el corazón más sereno, los cuatro abrigos, causa de tal carnicería, desgarrados, convertidos en miserables jirones, arrastrándose con ignominia por el suelo en pago de su delito.
Fuera de estos sacudimientos periódicos con que la sabia naturaleza vigorizaba los nervios un poco enervados ya del Jubilado, la existencia de éste se deslizaba pacífica y suave. Ni le faltaban tampoco muchos y esmerados cuidados. Sus hijas se ocupaban a porfía en ponerle todo lo necesario a punto y en su sitio: la ropa acepillada; las camisas y los calzoncillos oliendo a frescura; las corbatas, hechas de vestidos viejos, tan flamantes como si saliesen de la guantería; las zapatillas en cuanto entraba en casa; el agua para lavarse los pies, los sábados; el cigarro al acostarse; el vaso de agua con limón a la madrugada, etc., etc. Todo marchaba con la regularidad dulce y mecánica que tanto placer causa a los viejos. Verdad que entre cuatro bien podían hacerlo sin molestarse mucho, sobre todo teniendo presente que las niñas no siempre estaban inspiradas. Sólo a la vista de un sombrero caprichoso, o al recibir la noticia de la llegada de una compañía dramática, o al anunciarse que el Casino daría una reunión de confianza, ardía súbito en sus corazones el fuego sagrado de la inspiración, despertábanse sus poderosas facultades poéticas, y en arrebatado vuelo salían de casa y se lanzaban a la de la modista, a la guantería, a la perfumería, dejando en todos los parajes señales de su agitación y alguna parte del peculio profecticio. No aliándose bien los arrebatos de la fantasía con la prosa de los pormenores de la existencia, éstos sufrían alguna alteración. D. Cristóbal en aquellos periodos de crisis echaba menos, con pesadumbre, algunos retoques. Mas al poco tiempo sosegaban los espasmos de las pitonisas y las cosas volvían a su ser y la vida seguía el mismo curso ordenado y tranquilo. El nombre de aquéllas, por orden de edades, era el siguiente: Jovita, Micaela, Socorro y Emilita. Eran las cuatro, en apariencia, seres insignificantes, ni hermosas ni feas, ni graciosas ni desgraciadas, ni muy jóvenes ni viejas, ni tristes ni risueñas. Nada había en ellas que fijase la atención. No obstante, en el seno del hogar el carácter de cada cual se pronunciaba y adquiría relieve. Jovita era sentimental y reservada; Micaela tenía el genio violento; Socorro era la más pava, y Emilita la más pizpireta.
Las dos intensas preocupaciones que llenaban la vida espiritual de D. Cristóbal Mateo eran la reducción del contingente del ejército y el casar a sus cuatro hijas, o por lo menos a dos. Lo primero llevaba buen camino: de algún tiempo atrás venían los políticos más conspicuos inclinándose a esa opinión. En cuanto a lo segundo, nos duele confesar que no tenía verosimilitud de ninguna clase. Ni por sacrificar otras comodidades a los trapos, ni por exhibirse sin medida al balcón y en los paseos, ni por asistir a los saraos de Quiñones con una constancia digna de ser premiada, pudieron lograr hasta la hora presente los dones preciados de Himeneo. Cuando algún imprudente tocaba este asunto en visita, todas ellas decían que mientras viviese su padre les costaría mucha pena el casarse; que les parecía cruel abandonar a un pobre anciano que tanto las quería y tanto se sacrificaba por ellas, etc... Aquí venía un elogio caluroso de las dotes espirituales de D. Cristóbal. Pero éste se encargaba inocentemente de desmentirlas, mostrando tales ganas de verse abandonado, un deseo tan vivo de experimentar aquella crueldad, que ya era proverbial en Lancia. Como si no bastasen ellas solas a ponerse en ridículo, el pobre Mateo las ayudaba eficazmente, metiéndoselas por los ojos a todos los jóvenes casaderos de la ciudad.
Las ponderaciones que el buen padre hacía del carácter, de la habilidad, de la economía y buen gobierno de sus hijas no tenían fin. Así que llegaba un forastero a Lancia, D. Cristóbal no sosegaba hasta trabar conocimiento con él, y acto continuo le invitaba a tomar café en su casa y le llevaba al teatro a su palco y a merendar al campo y le acompañaba a ver las reliquias de la catedral y la torre y el gabinete de historia natural; todas las curiosidades, en fin, que encerraba la población. El público asistía sonriente, con mirada socarrona a aquel ojeo, que ya se había repetido porción de veces sin resultado. La única que logró tener novio durante tres o cuatro años fue Jovita. Por eso fue también la que se despeñó de más alto. El galán era un estudiante forastero que la festejó mientras seguía los últimos cursos de la carrera. Terminada ésta, partió a su pueblo y, olvidándose de sus promesas de matrimonio, lo contrajo con una paleta rica. Las demás no habían alcanzado este grado excelso de la jerarquía amorosa. Inclinaciones vagas, devaneos de quince días, algún oseo por la calle; nada entre dos platos. Poco a poco se iba apoderando de ellas el frío desengaño. Aunque no hubiesen perdido la esperanza, estaban fatigadas. Aquel pensamiento fijo, único, que las embargaba hacía ya tanto tiempo, iba convirtiéndose en un clavo doloroso en la frente. Pero D. Cristóbal ni se rendía ni se le pasaba por la imaginación el capitular. Creía siempre a pie juntillas en el marido de sus hijas, y lo anunciaba con la misma seguridad que los profetas del Antiguo Testamento la venida del Mesías.
—En cuanto se casen mis hijas, en vez de pasar el verano en Sarrió, donde se guardan las mismas etiquetas que en Lancia, me iré a Rodillero a respirar aire fresco y a pescar robalizas.—Atiende, Micaela, no seas tan viva, mujer... Comprende que a tu marido no le han de gustar esas genialidades; querrá que le contestes con razones...
—Mi marido se contentará con lo que le den—respondía la nerviosa niña haciendo un gracioso mohín de desdén.
—¿Y si se enfada?—preguntaba en tono malicioso Emilita.
—Tendrá dos trabajos: uno el de enfadarse y otro el de desenfadarse.
—¿Y si te anda con el bulto?
—¡Se guardará muy bien! ¡Sería capaz de envenenarlo!
—¡Jesús, qué horror!—exclamaban riendo las tres nereidas.
Aquel marido hipotético, aquel ser abstracto salía a cada momento en la conversación con la misma realidad que si fuera de carne y hueso y estuviera en la habitación contigua.
La que comenzaba ahora a teclear en el piano era Emilita, las más musical de las cuatro hermanas. Las otras tres estaban ya en pie, cogidas a la manga de la levita de otros tantos jóvenes; como si dijéramos, en la brecha.
El conde tropezó a los pocos pasos con Fernanda Estrada-Rosa que venía de bracero con una amiga. Por lo visto no había querido bailar. Era la joven que hacía más viso en la ciudad por su belleza y elegancia y por su dote. Hija única de D. Juan Estrada-Rosa, el más rico banquero y negociante de la provincia. Alta, metida en carnes, morena oscura, facciones correctas y enérgicas, ojos grandes, negrísimos, de mirar desdeñoso, imponente; gallarda figura realzada por un atavío lujoso y elegante que era el asombro y la envidia de las niñas de la población. No parecía indígena, sino dama trasportada de los salones aristocráticos de la corte.
—¡Qué elegantísima Fernanda!—exclamó el conde en voz baja, inclinándose con afectación.
La bella apenas se dignó sonreír, extendiendo un poco el labio inferior con leve mueca de desdén.
—¿Cómo te va, Luis?—dijo alargándole la mano con marcada displicencia.
—No tan bien como a tí... pero, en fin, voy pasando.
—¿Nada más que pasando?... Lo siento. A mí me va perfectísimamente;