El maestrante. Armando Palacio Valdes
todo el mundo.
—Pues yo no lo sabía... ¡Ya ves, como soy una paleta!
—No es cierto; pero está muy bien la modestia, unida a la hermosura y al talento.
—No; si ya sé de sobra que no tengo talento. No te mortifiques en decírmelo.
—Hija, te acabo de manifestar lo contrario...
En el tono displicente de Fernanda iba entrando un poco de acritud. En el del conde, pausado, ceremonioso, se advertía leve matiz de ironía.
—Vamos, entonces te he entendido al revés.
—Algo de eso ha habido siempre.
—¡Caramba, qué galante!—exclamó la joven empalideciendo.
—Siempre que has pensado que pudiera decirte algo desagradable—se apresuró a rectificar el conde, advertido por el cambio de fisonomía de la idea que cruzaba por su mente.
—Muchas gracias. Estimo tus palabras como se merecen.
—Harías mal en no estimarlas sinceras... Además, no necesito yo decirte lo mucho que vales. Eso lo sabe todo el mundo.
—Gracias, gracias. ¿Te has cansado de jugar?
—Me duelen un poco las muelas.
—Sácatelas.
—¿Todas?
—Las que te duelan, hijo. ¡Ave María!
—¡Con qué indiferencia lo dices! ¿A ti no te importaría nada, por supuesto?
—Yo siento siempre los males del prójimo.
—¡El prójimo! ¡Qué horror! No tenía noticia de haber llegado ya a la categoría de prójimo.
—Qué quieres, chico; los honores vienen cuando menos se piensa.
Apesar de lo impertinente y hasta agresivo del tono, Fernanda no se movía del sitio, teniendo siempre cogida del brazo a la amiguita, que no desplegaba los labios. Fijándose un poco, se podría observar que la rica heredera estaba muy nerviosa. Con el pie daba golpecitos en el suelo, apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato la interesaba.
El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había durado. Al aparecer Fernanda en sociedad, y aun antes, cuando era una zagalita que iba con la criada al colegio, produjo su figura, su elegancia y sobre todo la amenaza de los seis millones que iban a caer, andando el tiempo, en su regazo, una verdadera explosión de entusiasmo. No hubo joven más o menos gallardo o acaudalado que por iniciativa propia o por las insinuaciones de su familia no se resolviese a pasearle la calle, a esperarla a la salida del colegio, a mandarle cartitas y a decirle requiebros en el paseo. De Sarrio, de Nieva y de otras poblaciones de la provincia acudieron también, con pretexto de las ferias, algunos golosos. La niña, ufana con tanto acatamiento, embriagada por el incienso, no se daba punto de reposo tomando y soltando novios. Era raro el galán que duraba más de un par de meses en su gracia. En realidad ninguno estaba en posición de merecerla. En Lancia y en el resto de la provincia no había quien tuviera hacienda proporcionada a su dote. Si alguno existía, no estaba por su edad habilitado para casarse con tan tierno pimpollo. Sería algún indiano averiado por los ardores tropicales, o mayorazgo rústico y solitario de los que vivían en sus casas solariegas. Sin necesidad de que su padre se lo advirtiese, la niña comprendía admirablemente que ninguno le convenía; pero gozaba coqueteando con todos, haciéndose adorar de la juventud laciense. Entre ésta existía, sin embargo, un mancebo hacia el cual ninguna doncella de la ciudad había osado levantar los ojos hasta entonces con anhelos matrimoniales. Era el conde de Onís. Por su alta jerarquía, más respetada en provincia donde se tributa a la nobleza un culto que delata al villano y al siervo bajo la levita del burgués, por su cuantiosa renta, por el apartamiento de su vida y hasta por el misterio y silencio de su palacio antiquísimo, parecía habitar en atmósfera más elevada, al abrigo de las flechas de todas las beldades indígenas.
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