Pequeñeces. Luis Coloma

Pequeñeces - Luis Coloma


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toma, y dile a Germán que te lleve esta noche al circo.

      Y entregándole al niño dos pesetas que había sacado del bolsillo del chaleco, volvió a reanudar su misteriosa conversación con el señor ministro.

      Quedóse el niño parado un momento, con los ojos abiertos; dio luego una repentina media vuelta, girando sobre una pierna, y encarnado como la grana, bamboleándose cual si estuviera ebrio, fue a arrimarse a una mesita llena de caprichosas chucherías; había debajo una figura japonesa, con la boca muy abierta, y por ella arrojó el niño, con mucho disimulo, el regalo de su padre, las ¡dos pesetas!... Luego echó a correr, saliendo disparado del saloncito; detúvose un momento en el dintel, detrás de las cortinas, y agobiado, con los bracitos colgando y caída la cabecita, siguió una galería que iba a parar a la Nursery[5], al destierro, a la Siberia de los niños, que el desapegado egoísmo de la condesa de Albornoz había importado para sus hijos de Inglaterra a su casa.

      Resonaba en el fondo de la galería un piano destemplado que parecía balbucear, de mala gana, un monótono tema de los ejercicios de Hanon. Esta música sonó, sin embargo, como un concierto celeste en los oídos del niño; desapareció su abatimiento, renació su alegría y echó a correr de nuevo hacia aquella estancia.

      —¡Lilí!...

      —¡Paquito!...

      Y un ángel, una bellísima muñeca de nueve años, saltó del asiento del piano para caer en los brazos del niño, confundiéndose por un momento con sus besos, sus gritos, su risa, su alegría, sus almas inocentes y sus vidas inmaculadas, como se confundían los bucles de oro que rodeaban, como una aureola de rayos de sol, las preciosas cabezas de ambos.

      El niño se acordó al fin de sus premios.

      —¡Mira!... ¡Mira!...

      Lilí abrió mucho los ojos admirada, apretó los labios y echó atrás las manitas; su crítica fue la crítica de las grandes admiraciones, la crítica monosílaba.

      —¡Uy!—dijo.

      —¡Cinco!... ¡Son cinco y dos excelencias!...

      —¿Me darás uno, Paquito?

      —¡Tonta!... Eso no se da... Se pone en un marco... Pepito Vargas dice que su mamá se los pone en un marco...

      —¿Grande..., grande?—dijo Lilí, indicando con sus manitas uno capaz de encerrar al Pasmo de Sicilia.

      —Sí, grande, grande... Y mira: este es de Aritmética, y este...

      No pudo continuar el niño; una mano seca, pegada a un puño inmaculado, salió por entre las cortinas, y después un brazo largo, y luego un hombro puntiagudo, y más tarde un rostro encarnado, característico, original, británico, como la cerveza de Bass o las galletas de Huntley...

      —¡Mademoiselle!—dijo Lilí asustada.

      Y la mano seca, pegada al puño inmaculado, agarró a la niña por un brazo y se la llevó para adentro, oyéndose una voz metálica, estridente, que desgarraba el tímpano como un resorte que rechina.

      —What's that, Miss?... You have to learn your piano lesson until eight o'clock...[6]

      Entonces huyó el niño de allí desolado; corrió ciego a la Nursery y se arrojó de cabeza en su blanca camita, con la enconada amargura y la sombría desesperación del suicida que se arroja, solo y sin esperanzas, en un abismo oscuro, negro, profundo... El sueño, el sueño bendito, fiel amigo de los niños, suave consolador de todos sus pesares, vino al fin a acallar sus sollozos y contener sus lágrimas, adormeciéndole allí mismo, sin variar de postura, vestido todavía y con sus premios en la mano...

      Y mientras tanto, Villamelón proseguía su misteriosa plática con el ministro. Contaba por aquel entonces el marqués más de cuarenta años, y los estragos de su juventud salíanle prematuramente al rostro. Colgábale la nariz encarnada y algo granujienta, hundíansele las mejillas, dejando salir los pómulos; arqueábasele ya el abdomen, y todo anunciaba en él esa caricatura de la juventud en que consiste la vejez de muchos. Su cuerpo había sido gallardo y conservaba aún restos de arrogancia; mas su rostro ofrecía perfecta semejanza con el de aquel enano de Felipe IV, titulado El Primo, que retrató Velázquez y copió Goya, grabándolo al aguafuerte: tenía la misma nariz colgante, los mismos ojos tristes, el mismo bigote retorcido, la misma frente extensa y pensadora, con la sola diferencia de que Villamelón partía por medio su ya escasa cabellera con una raya que, arrancando de la raíz del pelo, llegaba hasta el cogote, formándole sobre las orejas dos pequeños cuernecitos.

      Y aquella frente elevada, de abultados parietales, que reclamaba para sí el dicho de la zorra al busto: Tu cabeza es hermosa, pero sin seso, tenía, en efecto, actitudes magníficas cuando, surcada por un pliegue vertical, se inclinaba, como en aquel momento, al excelentísimo señor don Juan Antonio Martínez, ministro de la Gobernación, y le decía con el aire de Bismarck a Gortschakoff, al establecer entre ambos el equilibrio europeo:

      —Desengáñese, usted, Martínez... La tesis del doctor Wood es absurda... Nadie me probará que el pastel de ratas sea superior al de erizos y ardillas... ¿Usted me entiende?...

      El excelentísimo Martínez hizo un gesto que no significaba si entendía o dejaba de entender; desde que el pobre señor había pasado el puente natural que lleva del banco azul a las grandes mesas de la corte, caminaba de indigestión en indigestión, y sentía en el estómago la nostalgia de aquellas nutritivas sopas de ajo, no digeridas del todo, que habían hecho de él un tanto robusto hombre de Estado, y fueron su cotidiano alimento en los tiempos en que rompía sus primeros calzones entre los pilletes de cierta playa de las costas asturianas... ¡Santo Dios, y qué dolores de tripas más atroces le había costado el pâté foie-gras del último viernes de Palacio! ¡Qué coliquera más terrible le chou à la crème que sirvieron dos días antes en la embajada francesa!... El excelentísimo Martínez creyóse por un momento envenenado, y desde entonces fue para él artículo de fe aquel principio de Addison:

      «Cuando veo las mesas a la moda cubiertas de todas las riquezas de las cuatro partes del mundo, me imagino ver la gota, la hidropesía, la fiebre, el letargo y la mayor parte de las enfermedades, ocultas en emboscadas, debajo de cada servilleta.»

      —Usted lo ha de ver, Martínez—prosiguió Villamelón—; el jueves próximo haré servir los dos pasteles sin decir lo que contienen, y veremos por cuál se declaran las opiniones. ¿Me entiende usted, Martínez?... Excuso decirle que cuento con su voto.

      Erizáronsele los cabellos al excelentísimo Martínez ante la perspectiva de una indigestión de ratas... ¿Cómo podría curársela, si no era tragándose un gato?

      —Y todo eso—prosiguió Villamelón con ligerísima sonrisa que denunciaba traidoramente su convencimiento íntimo de la superioridad con que manejaba el asunto no es más que la excentricidad inglesa, influyendo y echando a perder su cocina... Y cuidado que yo soy imparcial, porque mi cocina es la cocina eléctrica: lo mejor de lo mejor, venga de donde viniere: este es mi lema. ¿Me entiende usted, Martínez?... Pero no hay que darle vueltas, amigo mío, y por más que digan, en la cocina, como en todo, Francia camina la primera. Esto no tiene vuelta de hoja, Martínez... Los ingleses devoran, los alemanes zampan, los italianos comen, los españoles se alimentan; pero sólo los franceses gozan, y ahí está el quid, Martínez: en gozar, en gozar comiendo. ¿Me entiende usted?

      Martínez no entendía, y tomando por burla lo que sólo era cansada muletilla de Villamelón, tanto Martínez y tanto ¿me entiende?, se apresuró a responder algo amostazado:

      —¿En gozar?... ¡O en reventar, señor marqués, que no es lo mismo!...

      —¡No, no, no y mil veces no, Martínez! Eso es una de tantas preocupaciones. ¿Me entiende usted? Cierto que el hombre es un ser débil, insuficiente, que apenas puede soportar ocho comidas diarias; pero la indigestión no proviene de comer mucho, sino de comer mal... Déme usted un cocinero de primera fuerza, de raza, d'élans, y yo le garantizo salud eterna...


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