Pequeñeces. Luis Coloma

Pequeñeces - Luis Coloma


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de perros,

       No diré corría,

       Volaba un conejo...

      El caso era prodigioso, y de entonces dató la fama de hombre de talento que había de gozar el marqués futuro de Villamelón, hasta que los repetidos esfuerzos de sus majaderías dieron con ella al traste.

      A los veinte años cumplidos, y puesto ya, por muerte de su padre, en posesión de su título, entró en la Academia de Artillería, y el año de 59 marchó a la guerra de África, a bordo de la escuadra que mandaba el general don Segundo Herrera. Ansioso de pisar suelo africano y teñir su espada virgen en sangre agarena, saltó Villamelón a tierra, en el sitio que llaman de Cabo Negro, con ánimos bastantes para atravesar todo Marruecos y llegar a Túnez, donde un su abuelo había ganado la Grandeza entrando en la Alcazaba con don Juan de Austria... Mas de repente brotaron de entre las cerradas malezas que cubrían la rojiza playa como el áspero vello de una fiera bestia, varios rifeños dispersos, que recibieron a los exploradores con el fuego de sus espingardas... Villamelón no titubeó un momento: olvidóse de Marruecos, renunció a Túnez y renegó de aquel su abuelo que ganó la Grandeza en la Alcazaba, para ganar él la chalupa a toda prisa y refugiarse en el último rincón de su camarote de la Blanca, sin que volviese a subir sobre cubierta, hasta regresar de nuevo a la Península con patente de enfermo. Los rifeños le habían parecido muy feos en aquella corta entrevista, y tan mal educados, que imposible se hacía a toda persona decente tener trato alguno con ellos.

      Pidió entonces su retiro, y entró en Madrid triunfante, como Napoleón en París de vuelta de la campaña de Egipto, precedido de la fama de sus hazañas en el combate terro-naval de Cabo Negro. El combate terro-naval corrió por toda la corte, ponderado por el héroe mismo, y un día que daba la guardia en Palacio, como grande de España, y mencionaba por centésima vez, durante la comida, el combate terro-naval de Cabo Negro, le dijo de pronto la reina:

      —Mira, Villamelón; varía alguna vez, y que no sea siempre terro-naval... Siquiera por hoy, que sea navo-terrestre.

      Y bautizado por los regios labios navo-terrestre, quedó Villamelón para todos los días de su vida.

      Era por aquel tiempo el marqués, sin ser derrochador, bastante libertino; pero no con aquel aristocrático libertinaje de los Lauzun y los Frousac, señoriles hasta en sus vicios, caballerescos hasta en la infamia, que sacudían de sí todo lo vulgar y grosero, con la misma elegante pulcritud con que sacudían el polvillo del perfumado tabaco de sus chorreras de encaje. Su libertinaje era, por el contrario, aquel otro libertinaje tan común en España entre los jóvenes de alta alcurnia: mezcla extraña, tipo híbrido del manolo y del sportmen, del gitano y del muscadin, que se diría nacido del antitético matrimonio de un torero andaluz con una soubrette parisiense. Harto al cabo de chulas y de lorettes, de toros y de handicaps, de manzanilla y champagne, de callos y de foie-gras, resolvió a los treinta años dar fin; esto es, casarse... Mas para que Villamelón diese fin, preciso era que alguna hija de Eva diese principio, puesto que por una de esas anomalías que tienen su razón de ser en el torcido criterio de ciertas clases sociales, se ha convenido en que el hombre piensa dar fin en aquel mismo matrimonio en que juzga la mujer dar principio.

      El trabajo de la elección, l'embarras du choix, como él mismo decía, no fue para Villamelón grande, porque en ningún orden de ideas era descontentadizo. Creía en Dios como en una persona excelente con quien se cumple de sobra, dejándole de cuando en cuando una tarjeta en el cancel de una iglesia; el hombre era para él un tubo digestivo muy bien dispuesto; la vida, una peregrinación, que, con la bolsa bien repleta y el estómago bien lleno, podía hacerse cómodamente; y el matrimonio, la fusión de dos rentas y la prolongación de una estirpe que había de llevar su ilustre nombre, ni más ni menos que llevan el suyo los toros de Veraguas o las yeguas de Mecklemburgo.

      Viose, pues, a Villamelón, el héroe del combate navo-terrestre de Cabo Negro, que tanto se había asustado con la desnudez relativa de los rifeños, pedir sin repugnancia y obtener sin espanto la mano de una ilustre salvaje completamente desnuda de alma; porque así como en bosques y desiertos se encuentran salvajes que ofenden la decencia con la desnudez de sus cuerpos, así también se encuentran en plazas y salones otros salvajes vestidos por fuera, que insultan el pudor con la desnudez interna de sus almas. Para ellos son del todo inútiles cuantas prendas más o menos postizas usa la humanidad para encubrir sus vicios, y lo mismo el santo rubor que la falsa hipocresía, el noble decoro que la falaz preocupación, les provocan la carcajada de extrañeza que causó a Cetewayo, destronado rey de los zulús, la camisa que le ofrecían sus vencedores ingleses.

      Esta ilustre salvaje civilizada era la excelentísima señora doña Francisca de Borja Solís y Gorbea, condesa de Albornoz, marquesa de Catañalzor, dos veces grande de España por derecho propio, y marquesa de Villamelón y de Paracuéllar, con otra Grandeza, por el héroe de la batalla navo-terrestre de Cabo Negro, su ilustre marido.

      Pero por una de esas excepciones que apartan en algo al individuo de las reglas generales del tipo para constituir en el un carácter propio, tenía la condesa un pudor especial, un extraño pudor que pudiera muy bien llamarse el pudor de su marido. Porque lejos de ser este matrimonio, como tantos otros de su clase, la pareja de perros que se esfuerzan por andar tan apartados como permite la traílla harto elástica que los une, veíaseles, por el contrario, siempre juntos en todas partes, abrumando él a ella con cariñosas atenciones, correspondiente ella a él con monadas de niña tímida, de candorosa colegiala cuyo encantador enfantillage, sobrepuesto a su desvergonzado cinismo, traía a la imaginación el extraño fantasma de un caribe bebiendo en delicadísima copita de cristal de Bohemia, poquito a poco y sorbo a sorbito, espumante sangre caliente; de un antropófago que con tenedor y cuchillo de brillantísima plata se comiese con la mayor pulcritud posible un beefsteak de carne humana.

      Villamelón, sin embargo, había realizado su ensueño; porque su esposa prolongó su estirpe añadiéndole una niña y un niño, y la renta de él, que, según su frase, daba para comer, se unió a la de ella, que daba a su vez para cenar; para comer y cenar, se entiende, con todas las opíparas reglas del arte, porque Villamelón honró siempre su precocidad dentífrica y el trinchante de oro macizo, regalo de su augusto padrino, siendo glotón a la vez que gastrónomo, gourmand a la vez que gourmet; un tonel sin fondo en cuanto a la cantidad de lo que bebía y engullía, y un inteligente Brillat-Savarin en cuanto a la calidad y modo de lo que engullía, sordo siempre a los clamores de la indigestión, que de cuando en cuando se encargaba de predicar moral a su estómago.

      La esposa, por su parte, era también feliz; zambullida en su desvergüenza, como los héroes griegos en la Estigia, habíase hecho como ellos invulnerable, y con su audacia infinita y su cínica travesura femenina, lograba el único fin de su vida, natural anhelo de su vanidad inmensa: sobreponerse a todo el mundo, ser siempre la primera y lograr que todas las lenguas le rindiesen vasallaje, ocupándose constantemente, para bien o para mal, que eso poco importaba, de su persona y de sus cosas. De ella hubiera podido decirse lo que de cierto personaje dijo un escritor elegantísimo: «Si asiste a una boda, quisiera ser la novia; si a un bautizo, el recién nacido, si a un entierro, el muerto».

      Y aunque nadie hubiera podido explicar la razón de ser de esta supremacía de que gozaba Currita en la corte, sin embargo, con esa vergonzosa condescendencia para el escandaloso que es a nuestro juicio el pecado capital de la alta sociedad madrileña y el origen y fuente de sus deformidades, todo el mundo, desde el caballero cumplido hasta el tahúr elegante, desde la dama honrada hasta la hembra sin decoro, se sujetaban a ella de modo más o menos directo, sin dejar por eso de proclamar que en belleza la aventajaban todas, en alcurnia la igualaban muchas, en riquezas la superaban bastantes, y sólo en audacia y desvergüenza caminaba siempre la primera... ¿Sería, pues, esta la razón de ser de aquella supremacía? ¿Sería que a fuerza de ver refinado el vicio y respirar la atmósfera de escándalo llegan ciertas sociedades a la aberración de aquellos pueblos bárbaros que prestan su homenaje más profundo y su culto más entusiasta al ídolo más monstruoso?...

      Limitémonos a indicar el hecho sin tratar de analizarlo, y veamos lo que hizo Currita aquella tarde en casa de la


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