Pequeñeces. Luis Coloma

Pequeñeces - Luis Coloma


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del complot de Currita, aseguró campanudamente que le constaba la existencia de una vasta conspiración alfonsina, que el marqués de Butrón la dirigía, y que la señora condesa de Albornoz era una trapisondista de tomo y lomo.

      —¡Si me lo querrá usted decir a mí!—exclamó el buey Apis resollando por la herida.

      Y contó al gobernador, con todos sus pormenores, la historia del nombramiento de camarera y la escena de la carta arrojada al fuego, que había ya hecho desternillar de risa, en las narices mismas del ministro, a todos sus compañeros de gabinete. Mordióse el gobernador los labios, comenzando a sospechar que habían hecho un pan como unas hostias, y el pas trop de zéle de Talleyrand acudió a su mente como un reproche. Detuvo, sin embargo, un momento su cólera y sus temores la entrada del jefe de orden público, que venía a entregarle los papeles sorprendidos en poder de Currita.

      Lanzóse el gobernador sobre ellos con todo el ardor de su picado amor propio, y púsole su mala suerte ante los ojos, lo primero, un plieguecillo de esquela, con el timbre de la condesa de Albornoz, y escrito en él, con diversos caracteres de letra, este extraño letrero: ¡Qué animal tan hermoso es el hombre! Examinaba atentamente el gobernador el papelillo, creyendo encontrar alguna clave oculta o algún santo y seña misterioso entre aquellos diversos caracteres de letras, rechondas y apretadas unas, largas y finitas otras, diminutas cual patitas de moscas entrelazadas que se prolongasen en forma de cadeneta, las últimas. Estas despertaron en su mente un vivo recuerdo; buscó apresuradamente el anónimo que encerraba la denuncia, cotejó ambas letras, y el velo se rasgó entonces por completo. ¡Era la misma!... Probado quedaba que la excelentísima señora condesa de Albornoz era una trapisondista de tomo y lomo, y el excelentísimo señor gobernador de Madrid un majadero de siete suelas.

      Su furor no tuvo entonces límite, y vino a aumentarlo el cazurro Martínez, que con los carrillos hinchados y la boca llena de risa reventaba por soltar la presa, y soltóla al fin, diciendo a modo de fisga:

      —¡Abortó la conspiración!... ¡España puede ya dormir tranquila!...

      Su excelencia encontraba cierto maligno gustito en no ser la única víctima de los enredos de aquella grandísima tuna que tan pesados chascos estaba dando a los Epaminondas y Arístides de la España con honra. El señor gobernador comenzó a echar sapos y culebras por la boca, lo mismo que cualquier rufián de callejuelas, y volviendo y revolviendo los papeles, vino a topar con el paquete de las veinticinco cartas. Su gozo fue entonces inmenso: tenía ya asegurada la venganza.

      La noche anterior había hecho Currita un escrupuloso escrutinio en sus papeles, quitando de en medio lo que podía comprometerla, y poniendo bien a la vista lo que favorecía sus planes; excusado es decir que la carta de la reina Isabel quedó en puesto tan visible, que presto pudo dar con ella el jefe de orden público. Dos descuidos imperdonables tuvo, sin embargo: quedósele traspapelado en la carta de escribir el plieguecillo en que había hecho sus pruebas caligráficas y olvidóse por completo de que en un cajoncito oculto de la arquilla antigua del boudoir existía, hacía más de tres años, un paquete de cartas. Eran estas de cierto capitán de artillería, andaluz, de gran familia, arrogantísima figura y poquísima vergüenza, que había antecedido a Juanito Velarde en el puesto de confianza que a la sazón ocupaba este en la casa.

      Triunfante el gobernador, preguntó a Martínez si le parecía conveniente publicar aquellas cartas en los periódicos.

      —Pero, hombre, no sea usted mentecato—replicó el ministro—. ¿Cree usted que hay alguien en Madrid que no sepa o suponga que esas cartas existen o han existido?...

      —Pero entonces, ¿qué partido sacamos de ellas?

      —Uno muy sencillo... ¿No tiene usted que devolvérselas a la condesa?

      —¡Claro está!... Como que el jefe de orden público le ha dejado recibo.

      —Pues en vez de enviárselas usted a la mujer, se las envía al marido... Es la única manera de practicar en este asunto la obra de misericordia de enseñar al que no sabe.

      —¡Magnífico!—exclamó el gobernador, admirado de la maquiavélica política de su excelencia.

      Y, sin pérdida de tiempo, púsose a escribir un atento B. L. M. al marqués de Villamelón, presentándole mil excusas por el mal rato que le había dado aquella mañana, anunciándole la devolución de los papeles incautados y suplicándole cortésmente los repasase uno a uno y muy en particular las veinticinco cartas del paquete, no fuera que por casualidad se hubiese alguna de ellas traspapelado.

      En aquel momento, un portero entregó al señor gobernador una esquelita perfumada, que parecía ser de una dama coqueta, y era del lindo ministro García Gómez, el elegante de la situación, el dandy de aquel gabinete eminentemente progresista. Enterado por su amiga Isabel Mazacán de la orden del día dada por el marqués de Butrón en la casa de Currita, apresurábase a poner en conocimiento de la primera autoridad de la provincia la manifestación de mantillas y peinetas que las damas de la aristocracia preparaban para aquella tarde en la Fuente Castellana. El gobernador comenzó a bufar de nuevo, amenazando entre enérgicas interjecciones hacer con mantillas y peinetas lo que Esquilache hizo con capas y sombreros.

      —¡Pero, hombre, no sea usted mentecato!—volvió a decir el ministro con su risa de paleto—. Eso tiene muy fácil remedio.

      —¿Cuál?

      —Llame usted a Claudio Molinos.

      Llegó Claudio Molinos, bribón consumado, especie de baratero político que en aquel tiempo alcanzó gran boga, y era, según la voz pública, el galeoto del Gobierno en sus enjuagues de mala ley, y el reclutador y generalísimo de la partida de la porra. Recibiéronle ambos personajes de igual a igual, y con grandes extremos, y después de una corta conferencia, tornó a salir Claudio Molinos muy apresurado. Martínez salió también con gran pachorra, inclinada la cabezota, y las manos y el bastón a la espalda, y quedóse el gobernador muy satisfecho, restregándose las manos chiquitas y regordetas con alguna que otra uña no limpia del todo.

      A las seis y media de aquella misma tarde no se veía un solo carruaje en el Retiro ni en el Parque, y centenares de ellos, por el contrario, atravesaban al trote largo el Paseo de Recoletos, atestado ya de gente, y seguían en confuso remolino hacia la Fuente Castellana. Jamás Viena corriendo hacia el Práter, Berlín hacia el Linden, París hacia el Bosque, habían presentado espectáculo tan original y pintoresco como el que ofrecía a la puesta del sol aquella inmensa avalancha de trenes lujosísimos, la mayor parte descubiertos, atestados de mujeres de todos tipos, de todas edades, con trajes de colores vivos, mantillas blancas o negras, peinetas de teja y flores en la cabeza, en el pecho, en las manos, en los asientos y portezuelas de los coches, en las frontaleras de los caballos y en las libreas de los cocheros, confundiéndose, sin atropellarse, en aquella baraúnda ordenadísima, carruajes, caballos, jinetes, arneses, prendidos, libreas, cocheros con la fusta enarbolada, lacayos con los brazos cruzados, retintines de bocados y crujidos de látigos, efluvios de primavera y perfumes de tocador, olor a búcaro de la tierra recién regada, y fragancia de lilas, azucenas y violetas; envuelto todo como en una gasa en un polvillo fino y brillante, iluminado todo con golpes de luz bellísimos por los reflejos del sol poniente, que penetraba por entre las copas de los árboles, haciendo brotar resplandores de incendio en la plata de los arneses, los botones de las libreas y el herraje de los coches.

      Por las anchas aceras de la calle de Alcalá desembocaba también en Recoletos muchedumbre compacta de gente de a pie, destacándose de trecho en trecho grupos de mantillas más o menos bien llevadas, peinetas de teja puestas en cabezas más o menos airosas. No correspondía, sin embargo, la animación y la algazara al número y al lujo de aquella muchedumbre; marchaban los paseantes con esa curiosidad más ávida mientras más medrosa, que inspiraba siempre un espectáculo peligroso; con esa curiosidad propia del cobarde que espera oír a cada momento el estampido de un arma de fuego. Las damas de los coches, por su parte, cruzaban entre sí saludos, señas y sonrisas, sin poder disimular un involuntario azoramiento, semejante al del chico descarado que se resuelve a hacer una travesura en las barbas mismas del maestro.

      De


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