Pequeñeces. Luis Coloma
puntitos suspensivos.
«El villano atentado del gobernador de Madrid ha sido el primer paso dado hacia el Terror... Mas—¡renazca la esperanza!—ya
...El león de Castilla
Sacude la melena!!!»
Y a renglón seguido:
«Excusado es decir que la esplendidez proverbial de los marqueses de Villamelón proporcionó a la ilustre concurrencia un exquisito lunch improvisado, en que llamaran la atención de todos los delicados sorbetes de naranja, servidos en la misma cáscara de la fruta, que no obstante lo impropio de la hora, hizo el calor del día deliciosos. Felicitamos a los marqueses de Villamelón por haber introducido esta elegante novedad, que no tardará en ser imitada en las mesas y salones de la corte».
Todas estas y otras majaderías por el estilo leía Currita con ávido deleite, mirando con desdén, desde la altura de su triunfo, a Metternich y a Pitt, a Cavour y a Bismarck. Parecía muy natural que la llamasen a ella Ofelia, María Stuard y Ángel de la guillotina; reíase allá en sus adentros de ver transformado a su marido en león enfermo y pundonoroso caballero, y dejábalo correr todo junto, porque sabía muy bien que nadie sube hoy al templo de la fama sin alas hechas de recortes de periódicos. Vino entonces a colmar su satisfacción el director de cierta famosa revista, que con grandes reverencias y aspavientos, y presentándole una tarjeta en que el marqués de Butrón eficazmente le recomendaba, manifestó su deseo de publicar en la revista el retrato de la heroica condesa y algunos grabados de actualidad relativos al suceso que todo Madrid discutía. Recibióle ella con esa amable condescendencia, propia de las grandes señoras con cualquier pelafustán que las adula, y concedióle su petición al punto, quedando convenido que la revista publicaría el retrato de la condesa con el traje que había de lucir aquella misma tarde en la manifestación de mantillas y peinetas de la Castellana, y otros dos grabados conmemorativos, representando uno la fachada del palacio en el acto de ser invadido por la policía, y otro el momento en que salió Currita con varonil entereza al encuentro de los invasores.
—Convendría entonces—dijo el periodista—tener algunas fotografías del local, que sirvan de pauta al artista para marcar bien los detalles.
—Desde luego—replicó Currita muy complacida—. El señor marqués es muy aficionado al arte, y tendrá gusto en proporcionárselas a usted él mismo.
Y sin pérdida de tiempo envió un recado a Fernandito, suplicándole viniese en el acto al salón en que se hallaban. Pronto trajo un lacayo la respuesta: el señor marqués había pedido a las cuatro la berlina y aún no había vuelto a su casa.
Fernandito corría, en efecto, en aquel momento, detrás de una duda misteriosa que ansiaba resolver. Con grandísima zozobra había recibido el B. L. M. del gobernador, y tranquilo ya, después de leerlo, púsose a registrar cuidadosamente los papeles devueltos. Leyó la primera de las veinticinco cartas sin comprenderla; en la segunda tropezóse con esta frase, escrita de puño y letra del artillero: «En cuanto a tu marido, bueno será que le suprimamos el villa y le dejemos melón: está probado que el pobre pertenece a la familia de las cucurbitáceas».
Fernandito no leyó más: con la boca y los ojos muy abiertos quedóse largo tiempo suspenso, hasta que, levantándose de repente y entrando en su cuarto de vestir, cogió un bastón con puño de plata, una delgada caña de bambú nudosa y flexible que cortaba el aire con silbidos de culebra al esgrimirla con gran furia Villamelón, dirigiéndose presuroso y descompuesto a las habitaciones de la espiritual Currita, de la vaporosa Ofelia, de la sentimental María Stuard, a quien amenazaba, sin duda, en vez del poético lago o del dramático tajo, un trancazo soberano, una paliza descomunal.
No quiso Dios, sin embargo, que acabase de manera tan prosaica criatura tan ideal; a la mitad de una gran galería, adornada con plantas exóticas, jaulas de pájaros y curiosidades de todos géneros, salió al encuentro de Villamelón el gran perro de Kamschatka, meneando cariñosamente la cola, y de repente, cual si resonasen en sus oídos aquellos acentos de Otelo:
...a compir la vendetta
il ciel me invita,
descargó en la cabeza del perro el trancazo descomunal que reservaba, sin duda, para la poética Ofelia... Luego, como el borracho que, engolosinado con la primera copa, no para ya hasta apurar la botella, comenzó a menudear sobre los lomos del animal una granizada de golpes, una lluvia de palos, como jamás se registró igual en los anales perrunos de la helada península Kamschatka. Jadeante y sudoroso, volvió a su cuarto, desnudóse apresuradamente y se metió en la cama.
¡Morro, ma vindicato
Si, doppo lei morro!
Diez minutos después volvió a levantarse y pidió la berlina; fuese derecho a Fornos, después al Casino, luego al Veloz, recibiendo por todas partes enhorabuenas e interpelaciones acerca del suceso que todo Madrid comentaba; hacía con grandes reserva y disimulo, al oído de cuantos amigos prudentes se iba encontrando, cierta pregunta misteriosa.
Encogíanse algunos de hombros; otros se echaban a reír; contestábanle todos que no, y Villamelón seguía adelante con su enigmático empeño. Encontróse, al cabo, en un apartado gabinete del Veloz, a un viejo con grandes patillas canas y una cabellera blanca y espesísima, más digna de coronar la frente del rey Lear que aquel rostro encarnado y granujiento en que había dejado impresa su huella todos los vicios. Contrastaba su indisputable aire de gran señor con su traje abandonado y hasta sucio, y dábale todo ello el aspecto de un anciano monarca disfrazado de tendero. Hallábase sentado ante una gran botella de ginebra, que despachaba poco a poco en una inmensa copa de cristal, echando de cuando en cuando algunos terrones de azúcar. Llamábase Pedro de Vivar, era segundón de una gran casa, vivía del juego el tiempo que no estaba borracho y hacíanle famoso en Madrid su cinismo y sus cuentos chocarreros, conociéndole todo el mundo por el nombre de Diógenes. Era de esas personas que han llegado a tener cosas, y una vez en posesión de esta ejecutoria, pueden ya cometer a mansalva toda clase de desmanes sin otro temor que el de ver a las gentes encogerse de hombros murmurando:
—¡Cosas de Fulano!
Sabíalo él muy bien y aprovechábase de ello para decir a todo el mundo las mayores desvergüenzas con el acierto que le inspiraba siempre su claro entendimiento y su mucha práctica del mundo. Era un sinapismo ambulante, que dejaba siempre al pasar algunas ampollas levantadas.
Acercósele, pues, el inocente Villamelón, preocupado por su idea, y después de algunas palabras insignificantes que dieron tiempo a Diógenes para vaciar por dos veces la copa, soltó al fin la pregunta misteriosa mirando a todas partes con cuidado:
—¡Hombre, Diógenes!... Tú que conoces a todo el mundo, ¿podrías decirme quién es la familia de Cucurbitáceas?
Miróle Diógenes un momento de hito en hito, pensando sin duda que más presto se conoce la necedad o el talento de un hombre por sus preguntas que por sus respuestas, y díjole al cabo:
—¡Ya lo creo!... Ven acá...
Y llevándole frente a un espejo, y cogiéndole con una mano por el cogote, diole con la otra una gran palmada en la cabeza, añadiendo muy serio:
—Aquí tienes a la madre...
Luego, gritóle desaforadamente al oído:
No se envanezca de su ilustre raza
Quien debió ser melón y es calabaza!!!...
Al otro día, los periódicos ministeriales de la mañana rompían al fin la estudiada reserva que se habían impuesto, y uno de ellos, La España con Honra, publicaba un pequeño suelto en que se veía la manaza de Martínez levantando la punta del velo que encubría el suceso, con esa táctica refinada de la malicia que, sin necesidad de nombrar, designa señalando con el dedo.
«Ayer—decía el periódico—ha sido objeto de grandes comentarios en todos los círculos la visita de la policía al palacio de los señores marqueses de Villamelón, previo auto del juez y orden del gobernador,