El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!. Andrés Vázquez de Prada

El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea! - Andrés Vázquez de Prada


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Me removía con esas cantigas, como la de aquel monje que pidió en su simplicidad a Santa María contemplar el cielo. Se marchó al cielo en su oración —esto lo entendemos todos nosotros, lo entienden todos mis hijos, todos, porque somos almas contemplativas—, y cuando volvió de su oración no reconocía a ningún monje del monasterio. ¡Habían pasado tres siglos! Ahora lo entiendo también de una manera particular, cuando considero que Tú te has quedado en el Sagrario desde hace dos mil años para que yo te pueda adorar y amar y poseer; para que yo pueda comerte y alimentarme de Ti, sentarme a tu mesa, ¡endiosarme! ¿Qué son tres siglos para un alma que ama?

       ¿Qué son tres siglos de dolor, tres siglos de amor, para un alma enamorada?: ¡un instante! 55.

      Las lecturas juveniles prendieron en el fondo de su alma, empapándola de belleza. En muchas ocasiones echará mano de recuerdos literarios, como recurso para exponer sus proyectos o sus ideas; como se ve, por ejemplo, en carta fechada en Roma, 7-VI-1965, medio siglo después de su paso por el Instituto de Logroño:

      Ahora reverdezco mis aficiones de la Juventud, leyendo vieja literatura castellana, de la que también se sirve el Señor para confirmarme en su paz. Me explicaré, con un ejemplo: tú sabes cuántas veces he dicho, cuando a mí, que soy un pecador, me atribuyen con demasiada frecuencia ¡revelaciones y profecías! —nada menos— que todo eso no es verdad. A lo más, ante la fe de la gente, concedo —porque me parece de justicia— que, si acaso, si eso que dicen es verdad, será fruto de la bondad de Dios, que les premia la fe y las otras virtudes que tienen los interesados. Pero que io non c’entro per niente.

      Pues, bien: leyendo a Gonzalo de Berceo, en su Vida de Santo Domingo de Silos —a gusto le concedo lo que allí dice: “Bien valdrá, como creo un buen vaso de vino” — y teniendo en cuenta lo que va del 200 al 900, y aún más lo que va de un santo a un pecador, me ha consolado como una gran luz de Dios leer: “Profetaba la cosa que a venir avie,/ Maguer la profetaba, el non lo entendie” . ¿No es una bendición del cielo que, hasta de las distracciones, saquemos sabiduría divina, vertida por un buen clérigo que vivió hace más de setecientos años?

      Y, para seguir divirtiéndote, te voy a contar otra anécdota —por decirlo así— literaria: debería decir de mi confusión literaria.

      En no pocas ocasiones, me gustaba recordar —al hablar de cosas espirituales— un verso que atribuía al Cantar del mío Cid: “y la oración al cielo cabalgaba” . No me dirás que no es expresivo. Releo en estos días el cantar, y he tenido que reconocer que mi memoria de viejo ha cometido de buena fe un error, que casi se puede llamar im perdonable. Porque el original, pensándolo bien, es más realista y tiene más teología nuestra. Dice así: “la oraçión fecha luego cavalgava” . Primero, rezar; después, cabalgar: que es trabajar, pelear —disponerse a pelear—; y trabajar y pelear, para un cristiano, es orar: entiendo que este verso, del Cantar de gesta, va muy bien para nuestra gesta de cristianos corrientes y contemplativos. Mejor que el otro, que salía —entre nieblas— de la herida que quedó en mi imaginación de adolescente 56.

      * * *

      Carmen tenía al hermano por «un muchacho normal, de carácter abierto» 57; pero, a la hora de divertirse, si había chicas presentes, Josemaría se sentía un tanto cohibido. No asistía a bailes; entre otras razones porque no se había propuesto aprender a bailar. El padre, en cambio, sí; había sido un excelente bailarín. «Tu padre —le contaba doña Dolores— era capaz de bailar sobre la punta de un espadín» 58. De todos modos, la madre deseaba adelantarse a lo que era normalmente previsible: que el hijo se enamorara, pronto o tarde, de una chica. No tardó, pues, en darle un sano consejo, emparedado en un dicho popular: — «Si te has de casar, búscate mujer ; ni tan guapa que encante, ni tan fea que espante» 59.

      Su primera adolescencia le despojó de muchos retraimientos y melancolías, poniendo al descubierto un fondo de vehemencias juveniles. Extremadamente ordenado y puntual, Josemaría no soportaba el desorden, dando muestras de impaciencia, de nerviosismo o de brusquedad 60. Esa disconformidad intolerante por los pequeños descuidos en cuestiones de orden, bien pudiera tener secretas comunicaciones con su gusto por la geometría o las matemáticas; pero, claro está que las ciencias exactas no eran responsables de su fuerte carácter.

      Durante toda su vida Josemaría tuvo que luchar contra la natural impetuosidad de su temperamento, para someter aquel torrente de sana energía, convirtiéndolo en fuerza dominada y en fortaleza de ánimo para arrostrar obstáculos 61.

      Existía además otro aspecto de su carácter, que denunciaba, aunque de distinto modo, el enardecimiento juvenil. Era éste su romántico idealismo. Vena vaporosa que desfogaba ya por el lado poético ya por el fervor patriótico; o bien se traducía en exaltados sentimientos de libertad y de justicia, como le ocurrió con el caso de la independencia de Irlanda 62. Semanalmente recibía la familia la revista “Blanco y Negro” , ilustrada con extensos reportajes fotográficos de las vicisitudes de la primera Guerra Mundial. Toda España, aun manteniéndose neutral, estaba dividida en sus simpatías por unos u otros combatientes. Don José tenía marcadas tendencias germanófilas, tal vez por la enemistad que pervivió en el Alto Aragón, durante un siglo, en recuerdo de la invasión y de los excesos de las tropas napoleónicas.

      Pero lo que, realmente, soliviantó al hijo en el caso irlandés, fue el tema de la libertad religiosa: Entonces —cuenta— tenía unos quince años, y leía con avidez en los periódicos las incidencias de la Primera Guerra... Pero sobre todo rezaba mucho por Irlanda. No iba en contra de Inglaterra, sino a favor de la libertad religiosa 63.

      * * *

      En el verano de 1917, otra vez juntos padre e hijo en sus largos paseos, conversaban sobre las ilusiones profesionales de Josemaría. El próximo curso terminaría el bachillerato, y era preciso decidir de antemano qué rumbo profesional emprendería. El muchacho no tenía dudas. Lo había decidido. Pensaba hacerse arquitecto, pues estaba dotado de excelentes aptitudes para las matemáticas y el dibujo. Don José trató suavemente de encaminarle hacia la abogacía, porque tenía facilidad de palabra, le gustaba la historia y la literatura; y no le faltaba don de gentes.

      Josemaría no se dejó convencer. En el dicho del padre, de que el hijo deseaba ser un «albañil distinguido» , hay que ver algo más que una suave punta de ironía 64. El empeño del muchacho por seguir la carrera de Arquitectura, cara y larga, supondría para la familia un pesado sacrificio económico, del que tal vez no se percataba entonces el estudiante, aunque luego, muchos años más tarde, habría de reconocerlo: En casa continuaron mi educación, para darme una carrera universitaria, a pesar de la ruina familiar, cuando muy bien pudieron, en justicia, haberme puesto a trabajar en cualquier cosa 65.

      Todavía quedaban algunos meses de espera. Una tregua que iba prensando el ánimo de don José conforme pasaba el tiempo. Pero Dios diría. Y Dios tuvo la última palabra, comprobándose, una vez más, que los caminos del Señor son inescrutables.

      En 1934, desde la perspectiva de su vocación sacerdotal, meditaba Josemaría en qué hubiesen parado las ilusiones profesionales de 1917:

      ¡La vocación sacerdotal! ¿Dónde estaría yo ahora, si no me hubieras llamado? Sería, probablemente un abogado presuntuoso, un literatillo engreído, o un arquitecto pagado de mis obras (en todo esto se pensó, allá por el año 1917 ó 1918) 66.

      4. Unas pisadas en la nieve

      La intervención divina en su existencia se había producido, hasta entonces, calladamente, y las duras lecciones recibidas habían sido sacadas de dolorosos acontecimientos familiares. Y ahora, Dios, como jugando y sin manifestarse de un modo patente, le salía al encuentro con unas pequeñeces que para una persona de espíritu indiferente carecerían de mayor trascendencia. En cambio, para un alma sencilla, atenta al roce de la gracia, esos minúsculos sucesos serían muestras tangibles de divino afecto. Así mantuvo el Señor despierta el alma del muchacho:

      El Señor me fue preparando a pesar


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