El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!. Andrés Vázquez de Prada

El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea! - Andrés Vázquez de Prada


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cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión... y a la penitencia 67.

      En casa de los Escrivá se rezaba el rosario diariamente; y no se habían interrumpido las tradicionales devociones de Barbastro. Frecuentaban la parroquia de Santiago el Real, cuyo párroco, don Hilario Loza, conocía bien a toda la familia. Allí acudía el muchacho a confesarse y comulgar, aunque los domingos y días festivos, durante el curso, oía misa en el colegio de San Antonio. Don José continuaba favoreciendo con sus limosnas a los pobres, sobre todo a una comunidad de Hijas de la Caridad, que de cuando en cuando dejaban en su casa una imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa, encerrada en una urna 68. La pequeña estatua se encomendaba así, por turno, a la devoción de las familias.

      Otra de las iglesias que solían visitar los Escrivá era la de Santa María de la Redonda. Al salir de su casa y llegar al cruce con la calle del Mercado, tirando a mano izquierda, se iba a dar a la plaza de la Constitución, donde se alzaba la iglesia, el más bello monumento de la ciudad. Su portada formaba una gran hornacina, cerrada en semicúpula entre las dos torres de los flancos. El nicho, como una gigantesca concha labrada en espléndido barroco, servía de dosel al penetrar en el templo.

      Su párroco era don Antolín Oñate, muy buen amigo de don José y la máxima autoridad eclesiástica de la ciudad, porque era abad de la Colegiata de Santa María de la Redonda y arcipreste de las tres parroquias logroñesas 69.

      Logroño pertenecía a la vieja diócesis de Calahorra y la Calzada, pues no se había llevado a cabo la estructuración de territorios eclesiásticos prevista en el Concordato de 1851 entre el gobierno español y la Santa Sede. En virtud del Concordato, Logroño pasaría a ser cabeza de diócesis. Se resistieron a ello las autoridades eclesiásticas; y, por su parte, tampoco cedió el gobierno, de modo que se creó un largo período de vacante episcopal (de 1892 a 1927). La Santa Sede, pues, hubo de nombrar Administradores Apostólicos, con residencia en Calahorra. De 1911 a 1921 regía la diócesis don Juan Plaza García, Obispo titular de Hippo 70. La clerecía logroñesa, prescindiendo de las parroquias, se componía de los canónigos y beneficiados de la Redonda, capellanes del hospital y del asilo, profesores del seminario y capellanes castrenses 71. Entre las comunidades religiosas estaban los Hermanos Maristas, que llevaban el colegio de San José; los Jesuitas, que tenían a su cargo la iglesia de San Bartolomé; y varias comunidades femeninas: Carmelitas descalzas, Agustinas, Religiosas de la Madre de Dios, Hijas de la Caridad, Adoratrices, Siervas de Jesús...

      Tal era la situación en el otoño de 1917, antes de que las Carmelitas descalzas hubieran aprobado, por acta capitular del 23 de octubre, la venida de dos padres carmelitas para atender el convento 72. El primero de ellos, el padre Juan Vicente de Jesús María, se presentó en Logroño el 11 de diciembre; y, a los pocos días, el padre José Miguel de la Virgen del Carmen, que, junto con el hermano Pantaleón, constituían la comunidad encargada de la iglesia del convento. El acto inaugural de sus servicios pastorales y litúrgicos se celebró el 19 de diciembre, en una función solemne. El tiempo no fue muy a propósito para dar brillantez a la ceremonia. Desde principios de mes las nubes venían descargando sobre Logroño aguas y nieves. Pero aunque el martes, 18 de diciembre, se derritió gran cantidad de nieve, el frío de esa noche congeló las aguas del deshielo. Los fieles que asistieron a la solemne inauguración de la nueva etapa de los carmelitas tuvieron que arriesgarse a resbalones y caídas. Les predicó el padre Juan Vicente, que «saludó emocionado a la ciudad y les ofreció los servicios espirituales de la nueva comunidad carmelitana» 73.

      Siguieron días muy crudos, de cielos revueltos e intensísimo frío en toda La Rioja. Desde el viernes 28 estuvo nevando sin interrupción; durante dos días cayeron copos menudos y compactos. Entró el Nuevo Año con temperaturas glaciales. Bajó el termómetro a quince grados bajo cero. Se interrumpieron las comunicaciones. Cerraron los puestos del mercado. Y varias personas murieron de frío.

      A partir del 3 de enero, los barrenderos de la brigada municipal, reforzada con un centenar de jornaleros contratados por el Ayuntamiento, se dedicaron durante varios días a quitar la nieve de las calles y aceras. El miércoles, 9 de enero, cumpleaños de Josemaría, habían terminado su trabajo, facilitado por las lluvias de la víspera. Pero volvieron los fríos y el temporal de nieves se prolongó otra semana 74.

      Entre tanto, el Señor se había adelantado al cumpleaños de Josemaría con una sorpresa que varió el curso de su vida. Una mañana de esas vacaciones navideñas vio en la calle las huellas que habían dejado en la nieve unos pies descalzos. Se paró a examinar con curiosidad la blanca impronta marcada por la pisada desnuda de un fraile y, conmovido en la raíz del alma, se preguntó: Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo? 75.

      En otros testimonios se recoge también el pensamiento del Fundador sobre el origen de su vocación:

      Las pisadas en la nieve eran del padre José Miguel. Tomando, pues, aquella blanca ruta, el muchacho se fue al carmelita, en busca de dirección espiritual. Llevaba ya, metida muy dentro, “una inquietud divina” , que renovó su interior con una vida de piedad más intensa, en la práctica de la oración, de la mortificación y de la comunión diaria 76. Cuando apenas era yo adolescente —nos dirá— arrojó el Señor en mi corazón una semilla encendida en amor 77.

      Tan tajante cambio no fue más que el breve preludio a mayores exigencias por parte del Señor:

      [...] comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor [...]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera... De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada... 78.

      Aquella ardiente semilla plantada en su corazón le quemaba por dentro, y al mismo tiempo le dejaba a oscuras. Con la luz de la gracia el Señor le hacía darse cuenta de su elección, pero no con claridad deslumbrante sino en penumbra, como entre tinieblas.

      Pasaron unos tres meses. El padre José Miguel, ante las disposiciones de aquella alma, le sugirió que ingresara en la Orden del Carmen 79. Llevó el muchacho la propuesta a su oración, y pidió luces al cielo para descubrir el velado contenido de la misteriosa llamada que resonaba dentro de su corazón.

      Echando una mirada atrás, comprendió que, desde la mañana misma en que vio las huellas sobre la nieve, alguien le conducía directamente hacia el Amor 80. El Señor le había ido preparando. El Señor había hecho nacer en su alma una “inquietud divina” . De manera que, al encontrarse con las pisadas cuajadas en lo blanco, al descubrir que eran de un religioso, reconoció en ellas las huellas de Cristo y una invitación a seguirle. En este gesto mudo, impreso en la blancura, supo ver una llamada. E inmediatamente, con el espíritu de generosidad que llevaba dentro de sí, se sintió impulsado a plantearse allí mismo, sin dejarlo para luego, el ofrecimiento de su persona.

      Durante las semanas que siguieron hasta el día en que el carmelita le invitó a ingresar en su Orden, Josemaría había dado un fuerte viraje interior. ¿Cómo es posible que un hecho tan nimio le empujase a empeñar toda su voluntad en el deseo firme de ofrecer sus facultades al Señor, sin saber en detalle a qué se comprometía? La desproporción entre aquel delicado suceso, “aparentemente inocente” , y la pronta y recia reacción del muchacho, refleja la calidad de su temperamento, vehemente y noble; y su gran capacidad de amor. Aquella alfombra de nieve pronto se convirtió en barrizal. Pero Josemaría continuaba firme en su determinación, sin echarse atrás ni variar la respuesta; perseverante. En esas cortas semanas, la generosidad a la gracia fue agrandando la herida de amor del adolescente.

      Había entrado ya la primavera. Dentro de un par de meses, terminadas las clases, vendrían los exámenes y pronto sería bachiller. En tales circunstancias se vio obligado a decidirse. Pensó en las dificultades que una estricta vinculación religiosa supondría para


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