El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!. Andrés Vázquez de Prada
los cuarenta. Los del Conciliar vestían manto azul con beca encarnada. El uniforme del San Carlos era un manto negro, sin mangas, y sobre él una beca roja con su correspondiente escudo: un sol con rayos, en cuyo centro resplandecía la palabra CHARITAS; y, como prenda de cabeza, llevaban un bonete negro de cuatro puntas, rematado con borla morada en el centro 8.
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En la tercera planta del San Carlos vivían los estudiantes de Teología, y encima, en la cuarta, tenían sus dormitorios los más jóvenes, los de Humanidades y Filosofía. Las habitaciones eran pequeñas, sin que se precisara mayor espacio, ya que el mobiliario se reducía a una cama, una mesa con su silla, palanganero con jarro de agua, mesita de noche con una palmatoria, y percha. La ropa, libros y demás pertenencias, se guardaban en la maleta o baúl que había traído cada seminarista.
Las instalaciones higiénicas no desdecían de la antigüedad del edificio. Con mucha benevolencia, se podían calificar de deficientes. Los seminaristas no disponían más que de un elemental cuarto de aseo por piso, y de un grifo de agua corriente para llenar los jarros de los palanganeros. Existía la luz eléctrica, pero con tan escasa y mísera red de alumbrado, que se necesitaba del complemento obligatorio de las velas de sebo. Es decir, la capilla, el comedor, la sala de estudio, corredores y escalera, tenían bombillas eléctricas. No así los cuartos individuales, por lo que cada semana se entregaba a los seminaristas sendos cabos de vela para las palmatorias 9.
Se levantaban a las seis y media; y contaban con treinta minutos para el aseo. En este apartado del horario es donde sufrió Josemaría su primera desagradable sorpresa, pues no encontró por ninguna parte rastro de ducha o bañera. A las siete comenzaban la media hora de Meditación en la capilla particular del tercer piso, una habitación con techo abovedado, donde se decía misa en muy raras ocasiones, y donde el Santísimo no solía estar reservado 10. Luego bajaban a oír misa en la iglesia de San Carlos, entrando por el patio del seminario. En la iglesia tenían destinados los primeros bancos y la misa la celebraba, corrientemente, el Presidente del Seminario.
Desayunaban en silencio, mientras se leía la “Imitación de Cristo” u otro libro espiritual. A continuación, formados en fila, salían para la Universidad. Evitaban ir por el Coso, que era vía de mucho tráfico, y, bajo la vigilancia de los Inspectores, se metían por el dédalo de calles y callejuelas que llevan a la catedral de La Seo.
Universidad Pontificia y Seminario conciliar compartían un mismo edificio. El Seminario Conciliar, llamado de “San Valero y San Braulio” , había sido fundado en 1788 y, tras varias peripecias, estrenó en 1848 una nueva sede, levantada sobre el solar de la antigua Diputación del Reino, reducida a escombros por los ejércitos de Napoleón. En 1897 su claustro y estudios adquirieron categoría de Universidad Pontificia, título que mantuvo hasta 1933 11.
Los del San Carlos, que nunca gozaron de claustro independiente, tenían allí dos horas de clase por la mañana, con intermedio de estudio y recreo, regresando hacia las doce y media para comer. En el refectorio se guardaba silencio, mientras un alumno leía algún libro del Martirologio o de la Historia Sagrada, hasta que el Inspector que presidía la mesa daba permiso para hablar 12.
Tenían un rato de recreo y salían luego, otra vez, camino de la Universidad por las mismas callejas del recorrido matutino. Tras una hora de clase regresaban al seminario para merendar y dedicarse al estudio. La sala de estudio era común, con pupitres y bajo la vigilancia de un Inspector. Las sesiones de estudio estaban partidas por el rezo del rosario y la lectura espiritual 13.
A las nueve se cenaba y, enseguida, rezadas las oraciones de la noche y hecho el examen de conciencia, todos se retiraban a dormir.
2. El libro «De vita et moribus»
El Presidente del Seminario Sacerdotal de San Carlos era monseñor Miguel de los Santos Díaz Gómara; y su Vicepresidente, don Antonio Moreno Sánchez. De entre los sacerdotes que pertenecían a esta ilustre fundación se solía nombrar el Rector del Seminario de San Francisco de Paula. En 1920 lo era don José López Sierra, el cual tenía a sus órdenes dos Inspectores, que le ayudaban en tareas de gobierno y disciplina. Estos Inspectores se escogían de entre los estudiantes de los dos últimos cursos de Teología 14. Una de sus principales obligaciones era el presentar las notas disciplinares, o cualquier otra consideración referente a la conducta de los seminaristas, en unos informes mensuales, que eran examinados por el Rector y trasladados luego a un libro oficial. Los juicios del Rector, una vez escritos, adquirían carácter indeleble.
Se componía el mencionado libro de hojas impresas de tamaño folio, con apartados para asentar los datos de filiación de cada seminarista y, debajo, cinco columnas tituladas: Piedad — Aplicación — Disciplina — Carácter y — Vocación. A un lado de las columnas se especificaban los resultados de los cursos académicos, por años; y, del otro lado, había espacio para las “observaciones generales” . El libro llevaba escrito en su portada: “De vita et moribus de los alumnos del Seminario de San Francisco de Paula” . Este famoso registro, que contiene en sustancia la historia y hazañas de los seminaristas, da comienzo en febrero de 1913 15.
La hoja correspondiente a Josemaría es la número 111. En la cabecera, junto con los datos de filiación, se lee: «Es su encargado D. Carlos Albás Blanc» . Su tío Carlos, el arcediano, hombre de influjo en la clerecía zaragozana, fue la buena y la mala sombra del seminarista. Por de pronto recibió al sobrino con los brazos abiertos y, probablemente, mucho tuvo que ver con lo que escribió el Rector dos líneas más abajo: «Disfruta media beca» . No hay que dudar de la buena disposición del arcediano en las gestiones familiares, pero hay que añadir, en honor a la verdad, que solamente había media docena de seminaristas de pago en el San Carlos.
En las primeras semanas Josemaría salió con frecuencia a comer con su tío Carlos, es decir, algunos domingos y días de fiesta, que era cuando lo permitía el Reglamento. También aceptó la invitación de otro hermano de su madre, el tío Mauricio, que se había quedado viudo recientemente, y tenía numerosa familia. Prefirió, para evitar molestias a sus tíos, espaciar las visitas dominicales. Además, no le agradaba el singularizarse, gozando de un régimen de excepción que podía suscitar celos en sus compañeros 16.
A los diez días de entrar en el seminario se nombró a Josemaría celador de la Asociación del Apostolado de la Oración para el curso 1920-1921. Tal vez por descubrir en él, desde el primer momento, una sólida vida de piedad. «Era el único de los seminaristas que yo conocía que bajara a la iglesia en las horas libres» , dice un compañero 17; sin que esto suponga desdoro en la devoción de los otros seminaristas, puesto que, como se ha visto por el horario, no escaseaban los actos religiosos. Muy ponderadamente, y sin carácter exhaustivo, Jesús López Bello, condiscípulo de Josemaría, hace una lista de las devociones: «por la mañana, en común, ofrecimiento de obras, Meditación y Santa Misa. Antes y después de la comida, la visita al Santísimo. Por la tarde, el Santo Rosario y Lectura Espiritual. Y por la noche, visita al Santísimo y examen de conciencia. Los sábados por la tarde, las sabatinas. Los días de mayo, las “Flores” a la Virgen, con sermón. Los siete domingos de San José. Novena de la Inmaculada. Septenario de Dolores. Octavario al Niño Jesús, en Navidad. Mensualmente teníamos retiro y, al año, Ejercicios Espirituales» 18.
Dentro del apretado ritmo del horario, bien nutrido de actos religiosos, la piedad personal se ponía de manifiesto, más bien, como dice Aurelio Navarro, «en la intensidad y aplicación con que cada uno procuraba vivir los actos comunes» 19. Y, de acuerdo con esta idea, otro de los seminaristas, Arsenio Górriz, refiere que Josemaría «era piadoso, muy piadoso» ; y que eso se le notaba «más que por lo que hacía, por cómo lo hacía» 20. Continuaba en el seminario con su acostumbrado rezo de las tres partes del rosario y su corazón latía, impaciente, con repetidas jaculatorias: Domine, ut videam!, Domine, ut sit!, que eran la prolongación viva de la llamada del Señor en Logroño. Y, como para reforzar ese estado de alerta, aprovechando el tiempo libre en la Universidad Pontificia, iba a la cercana basílica del Pilar a pedir eso mismo ante la imagen de Nuestra