El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!. Andrés Vázquez de Prada
2. «Aquellos blancos días de mi niñez»
De la enfermedad no le quedó rastro alguno. Gozaba de estupenda salud. Era «la envidia de todas las madres de Barbastro» , acostumbradas a ver al niño, sentado en el balcón y con las piernas colgándole por entre los barrotes, mientras saludaba gozoso a los transeúntes desde lo alto 45.
Fuerte y despierto, poseía el chiquillo una gran capacidad de observación, gracias a la cual retuvo en su memoria hechos muy tempranos. Entre esos primeros recuerdos están las oraciones aprendidas de labios de la madre y que, con la ayuda de don José o doña Dolores, recitaba al levantarse o al acostarse. Oraciones ingenuas, cortitas e infantiles, al Niño Jesús, a la Virgen o al Ángel de la Guarda:
“Ángel de mi guarda, dulce compañía,
no me desampares ni de noche ni de día.
Si me desamparas, ¿qué será de mí?
Ángel de mi Guarda, ruega a Dios por mí”46.
Algunas aprendidas también de las abuelas:
“Tuyo soy, para ti nací: ¿qué quieres, Jesús, de mí?” 47.
Más adelante recitaría el niño el “Bendita sea tu pureza” y el ofrecimiento a la Virgen:
“Oh Señora mía, oh Madre mía, yo me entrego enteramente a Vos, y en prueba de mi filial afecto os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón. En una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh Madre de bondad, guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra” 48.
Durante toda su vida se sintió reconocido a sus padres por esas oraciones, que quedaron grabadas en su mente y en su corazón. Las recitó con frecuencia y recurrió a ellas en momentos de sequedad espiritual 49. No había alcanzado aún plenamente el uso de razón cuando gustaba de acompañar el rezo familiar del rosario, o ir con los padres a misa, o asistir a la sabatina de San Bartolomé, un oratorio al lado de su casa, donde bajaban los Escrivá todos los sábados a rezar la Salve 50. Sus recuerdos estaban especialmente ligados a las fiestas hogareñas de Navidad, en que junto con Carmen ayudaba al padre a montar el nacimiento, cantando en familia villancicos populares. Se acordaba, sobre todo, de uno que decía: “Madre en la puerta hay un Niño” . La letra de la canción tenía un estribillo en que el Niño Jesús repetía: —” Yo bajé a la tierra para padecer ” . Desde la cuna a la sepultura le acompañó la canción. Cuando yo tenía unos tres años —contaba en familia—, mi madre me cantaba esta canción, me tomaba en sus brazos, y yo me adormecía muy a gusto 51. En sus últimos años, al oírlo cantar durante las Navidades, se conmovía, absorbiendo todos sus sentidos en oración.
* * *
Vivía doña Lola enteramente dedicada al hogar. Junto con el marido, centró sus esfuerzos en la educación de Carmen y Josemaría, creando un ambiente familiar al que luego se agregaron los hijos que más tarde les envió el Señor. El ama de casa era mujer de carácter y mucho sentido común. Y cuando el hijo, que como todos los niños tenía sus pequeños antojos y manías, se empeñaba en no comer algo, sin perder la calma le decía: — «¿No quieres tomar de esto?, pues no lo tomes» ; y no le servían otra cosa 52.
Un día le pusieron delante un plato que no le gustaba y, previendo que detrás venía el ayuno, lo estrelló enfadado contra la pared, que estaba empapelada. No se cambió el papel. Durante varios meses quedó allí la mancha, para que el pequeño se empapase bien con el recordatorio de su rabieta 53.
Las finas dotes pedagógicas de la madre iban a veces acompañadas de dichos proverbiales o de frases con moraleja. A la tendencia al descuido, al dejar la ropa tirada o las cosas revueltas, oponía una sabia advertencia: «los demás no están para ordenar lo que desordenamos nosotros» . No abusaba nunca del servicio doméstico ni tenía en desdoro servir a los demás. «¡No se me caerán los anillos!» solía decir, y su ejemplo era una suave y continua invitación para sus hijos. También les precavía de los juicios temerarios con una de aquellas frases suyas: «no hay palabra mal dicha, sino mal entendida» ; para que nunca se escandalizasen de nadie por malicia 54.
Con los años, en las consideraciones de Josemaría sobre el comportamiento humano, aparecerían, aquí o allí, algunas palabras sapienciales oídas a doña Dolores.
De pequeño —nos cuenta— había dos cosas que me molestaban mucho: besar a las señoras amigas de mi madre, que venían de visita, y ponerme trajes nuevos.
Cuando vestía un traje nuevo, me escondía debajo de la cama y me negaba a salir a la calle, tozudo...; y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía: por miedo al bastón, no por otra cosa.
Luego, mi madre con cariño me decía: Josemaría, vergüenza sólo para pecar. Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas palabras una razón muy profunda 55.
En favor del hijo hay que decir que sobrados motivos había para que el besuqueo de aquellas buenas señoras a veces se le hiciera insoportable, sobre todo el de una pariente lejana de su abuela, persona de edad a la que apuntaban unos pelos en el bigote, que raspaban la cara del niño, al besarle. La madre se hacía cargo, indudablemente, de las molestias que causaban a Josemaría, al que estrujaban dejándole manchada toda la cara de polvos y colorete. Cuando avisaban la presencia de una visita, antes de salir al recibidor, doña Dolores decía al hijo con un guiño de picardía: «fulanita vendrá estucada y no la podemos hacer reír, porque se descascarilla» 56.
Los pequeños jamás vieron reñir entre sí a los padres. En el hogar había afecto, respeto y buen trato para con el servicio, que era como parte de la familia. Cuando alguna de las muchachas de la casa iba a casarse, el matrimonio la proveía de un ajuar de bodas, como si de su propia hija se tratase 57.
Los padres eran muy madrugadores, a pesar de acostarse después que el resto de la casa. Por la mañana, don José salía para el trabajo con extrema puntualidad, de forma que siempre se sabía dónde estaba y cuándo volvería. El pequeño esperaba con impaciencia e ilusión el regreso de don José. Otras veces corría a su encuentro; al terminar la jornada iba a la tienda de la calle Ricardos y se entretenía en contar las monedas de la caja, mientras su padre aprovechaba para explicarle las nociones elementales del sumar y restar. Y de camino hacia casa, en la época del otoño, don José compraba castañas asadas y se las echaba en el bolsillo del gabán. Entonces Josemaría, de puntillas, metía la manita en busca de la fruta para encontrarse con un tierno apretón de la mano del padre 58.
Las gentes de Barbastro les vieron durante muchos años pasear juntos. Esa íntima relación de confianza y amistad que existió entre padre e hijo se debía a la solicitud de don José, que cultivaba en Josemaría la generosidad y la sinceridad. Nunca le pegó. Solamente una vez se le escapó un cariñoso cachete, ante la tozudez del niño, que se resistía a sentarse en una silla alta en el comedor, porque él quería ser como los mayores 59.
Le invitaba el padre a que abriese el corazón y le contase sus preocupaciones, con objeto de ayudar al pequeño a vencer arrebatos impulsivos de su naciente carácter o a sacrificar gustos y caprichos. Don José le escuchaba sin apresuramientos y satisfacía las preguntas propias de la curiosidad infantil ante la vida. Al hijo le agradaba ver que el padre se mostrara disponible para ser consultado y que, si le hacía una pregunta, le tomase siempre en serio 60.
El matrimonio enseñó a sus hijos a practicar la caridad con hechos y sin ostentación. Unas veces prestando consuelo espiritual; otras, añadiendo una limosna. Existía por entonces, en muchos pueblos y villas de España, la costumbre de dar limosna un día fijo a la semana, en las casas de las familias pudientes. Por lo que refiere un sobrino de la familia, los Escrivá siguieron esa costumbre: Don José, dice Pascual Albás, «era muy limosnero; todos los sábados se formaba una gran cola de pobres