La madre naturaleza. Emilia Pardo Bazan

La madre naturaleza - Emilia Pardo  Bazan


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olor de los quesos, y aun sobresalía el desapacible tufo del correaje y el vaho nauseabundo tan peculiar á las diligencias como el olor del carbón de piedra á los vapores. A despecho de todas estas molestias y otras muchas propias de semejante lugar, los estudiantes no perdían ripio, y armaban tal algazara y chacota, secundándolos el notario, que sus dichos, más picantes que el aguijón de los tábanos, habían parado como un tomate las orejas de la moza, la cual apretaba su cesta de quesos lo mismo que si fuese el más perfumado ramillete del mundo. La mujer del empleado, aunque nada iba con ella, creíase obligada por sus deberes de buena esposa y madre de familia á suspirar á cada minuto levantando los ojos al cielo, mientras abanicaba con un periódico al dormido vástago.

      No disfrutaban mayor desahogo los de la berlina. De ordinario era esta el sitio de preferencia; pero aquel día una especial circunstancia lo había convertido en el más incómodo. Al salir de Santiago muy de madrugada, los dos pasajeros que ya ocupaban las esquinas de la berlina entrevieron con terror, á la dudosa luz del amanecer, otro pasajero de dimensiones anormales, que se aproximaba á la portezuela, sin duda con ánimo de subir y apoderarse del tercer asiento. Al pronto no distinguieron sino un bulto oscuro, gigantesco, que exhalaba una especie de gruñido, y se les ocurrió si sería algún animalazo extraño; pero oyeron al mayoral—viejo terne conocido por el Navarro, aunque era, según frase del país, más gallego que las vacas—exclamar, en el tono flamenco y desenfadado que la gente de tralla cree indispensable requisito de su oficio, y con la mitad del labio, pues el otro medio sujetaba una venenosa tagarnina:

      —¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura á bordo? Vuelco tenemos.

      Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho, pequeño y moreno, tocó en el codo al de la derecha, que era alto, y le dijo á media voz:

      —Es el Arcipreste de Loiro... Veremos cómo se amaña para pasar al medio... Nosotros no soltamos nuestro rincón... ¡Se prepara buen sainete!...

      Miróle el otro viajero y encogióse de hombros, sin responder palabra. Entre el mayoral y el zagal procuraban izar la humanidad del Arcipreste hasta las alturas de la berlina: empresa harto difícil, pues requería que el enorme vejestorio pusiese un pie en el cubo de la rueda, luego otro en el aro, y luego le empujasen y embutiesen dentro por la estrecha abertura de la portezuela. El viajero pequeño reía á socapa, calculando el fracaso probable de la tentativa, por estar ocupado el rincón. Grande fué su sorpresa al ver que el viajero alto llevaba la mano á su gorra de viaje, indicando un saludo; y en seguida se corría hacia el asiento del centro, para dejar paso franco; y después, viendo que ni aun así conseguían introducir al obeso y octogenario Arcipreste, alargaba sus enguantadas manos y tiraba de él con fuerza hacia el interior, logrando por fin que atravesase la portezuela y se desplomase en el asiento del rincón, haciendo retemblar con su peso la berlina y llenándola toda con su desmesurada corpulencia, al paso que refunfuñaba un—Felices días nos dé Dios.

      De soslayo—porque después de entrar el Arcipreste nadie podía rebullirse y todos se encontraban extrictamente encajados, prensados como sardina en banasta—el viajero chico insinuó á su compañero:

      —¡Pero hombre, que se ha fastidiado usted! Ahora tiene usted que aguantarse en el medio todo el viaje. ¡Ha sido usted un tonto! El entremés era dejarle, á ver qué hacía.

      Enarcó las cejas el viajero de los guantes, dudando si mandar á paseo á aquel cernícalo ó darle una lección. Al fin se volvió, como pudo, y dijo bajando la voz:

      —Es un viejo y un sacerdote.

      El viajero pequeño le miró con curiosidad, arrugando el gesto, y procurando discernir mejor, á la pálida luz del amanecer, las trazas del enguantado caballero. Parecíale hombre ya maduro, bien barbado, descolorido de rostro, alto de estatura, no muy entrado en carnes—sin ser lo que se llama flaco—y vestido de un modo especialmente decoroso y correcto, por lo cual el observador pensó:

      —Este me huele á título ó diputado de los conservadores. ¿Quién será, demonios, que no lo he visto nunca?—Y después de reflexionar breves instantes:—De fijo—decidió es algún forastero que va á la finca del marqués de las Cruces ó á la del de San Rafael... Claro. Allí todo el mundo se come los santos y les hace el salamelé á los curas... Pues el marqués de las Cruces no es, que á ese bien le conozco... El de San Rafael, menos... ¡ojalá! Nos haría reventar de risa con sus dichos... señor más ocurrente y más natural... ¿Será alguno de los maridos de las sobrinas? ¡Cá! vendría la señora también con él. Pero, ¿quién rayos será?

      Ya no tuvo punto de reposo el activo y bullidor cerebro del viajero chico, á quien no en vano daban amigos y adversarios (de las dos cosas tenía cosecha, á fuer de temible cacique) el sobrenombre significativo de Trampeta, queriendo expresar la fertilidad en expedientes y enredos que le distinguía. Toda la potencia escrutadora del intelecto trampetil se aplicó á despejar la incógnita del misterioso viajero que cedía el asiento del rincón á los curas. Con más atención que ningún novelista de los que se precian de describir con pelos y señales; con más escama que un agente de policía que sigue una pista, dedicóse á estudiar é interpretar á su modo los actos de su compañero de viaje, á fin de rastrear algo. Después de que arrancó la diligencia, el viajero no había hecho sino bajar un cristal, el que le tocaba enfrente, con ánimo sin duda de mirar el paisaje; pero al convencerse de que no se veían por allí sino los hierros del pescante y los pies zapatudos del mayoral, volvió á subirlo, y se recostó en el respaldo, resignadamente, no sin lanzar una ojeada, de tiempo en tiempo, hacia las ventanillas. Transcurrido un cuarto de hora, cuando ya habían perdido de vista el pueblo, sacó una petaca fina, y abriéndola, la ofreció á ambos compañeros sin hablar, pero con ademán cortés. Trampeta alargó sus dedos peludos y cortos y cogió un cigarrillo diciendo:—Se estima.—El Arcipreste entreabrió un ojo (iba como aletargado, resoplando y con la cabeza temblona) y dijo que no con las cejas; al mismo tiempo deslizó la incierta mano, que de puro gruesa parecía hidrópica, bajo el balandrán, y exhibió una tabaquera de forma prehistórica, un gran fusique de plata, que arrimó á la nariz, sorbiendo con notoria complacencia el rapé.

      —No toma sino polvo... Está más viejo que la Bula... Yo no sé cómo no ha reventado ya—exclamó Trampeta, sin cuidarse de bajar la voz; por lo cual el otro viajero le amonestó algo severamente:

      —Mire usted que este señor puede oir lo que usted dice de él.

      —¡Cá! Más sordo que una tapia—gritó Trampeta, como para probar su aserto.—Aunque le dispare un cañón junto á la oreja, ni esto. Siempre fué algo teniente; pero ahora ¡María Santísima! La sordera, como usted me enseña, es un mal que crece mucho con los años. Y vamos á ver: ¿dirá usted al verlo tan acabado, que este bendito Arcipreste fué un remeje que te remejerás de elecciones, que nos dejaba á todos tamañitos? Hoy no es ni su sombra... En sus tiempos era un demonio con sotana: no había quien se la empatase en toda la provincia. Cuentan que una vez dió un puntapié á la urna... Sin ir más lejos, allá cuando la Revolución, la gloriosa, ¿usté me entiende? que andaban los carlistas muy alterados, como usté me enseña, por poco entre ese condenado y otros de su laya me hacen perder una elección reñidísima, y me sacan avante al Marqués de Ulloa contra el candidato del gobierno.

      Al nombre del Marqués de Ulloa, el viajero enguantado, que hasta entonces escuchaba como quien oye llover, y sin ocuparse más que del cigarrillo suave que fumaba, prestó atención y aun intentó volverse; pero esto no era factible, atendido que cada vez iban más apretados, porque el Arcipreste, reclinando la cabeza en la esquina, y cubriéndose la cara con un pañuelo blanco, adoptaba postura más cómoda, y ocupaba todavía más sitio.

      —¿Dice usted que las elecciones en que figuró el Marqués de Ulloa?...

      —Sí señor, sí señor...—repuso Trampeta, todo esponjado y contento de acertar con algo que interesaba al viajero y le hacía dar señales de vida. Por cierto que después...

      —El Marqués de Ulloa—interrumpió el viajero—es don Pedro Moscoso, ¿verdad?

      —El mismo que viste y calza. Por


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