La madre naturaleza. Emilia Pardo Bazan
el hombro, clavando en Trampeta sus ojos garzos y grandes, de párpado marchito y enrojecido, como suelen tenerlo las personas que leen mucho ó viven aprisa.
—Aajá—articuló Trampeta afirmando con cabeza y manos y con todo el rebullicio de cuerpo que consentía la apretura:—¡aajá! El mismito. ¿Al parecer usted lo conoce?
No contestó el de los guantes, pero dijo con las pupilas:—Siga usted.—Trampeta, aunque tan observador y ladino, no era capaz de darse un punto á la lengua cuando ésta le picaba.
—¡Aquellas fueron unas elecciones... de la mar salada! Quedó que contar de ellas en el país para veinte años... Y como además de los líos que hubo en ellas, vino después la muerte del mayordomo del marqués, que fué una cosa atroz...
A pesar de la sordera del Arcipreste, aquí bajó la voz Trampeta, y sus ojos vivos, ratoniles, se posaron oblicuamente en el clérigo. Este roncaba ya, con ahogado resuello de apoplético. El cacique se tranquilizó y prosiguió:
—Lo despabilaron en un monte por mandato de los mismos suyos; ni visto ni oído... ¡Un balazo limpio, de esos que dejan sequito á un hombre!
—Ese mayordomo...—murmuró el de los guantes, fijando la vista en Trampeta, como si quisiera preguntarle algo; pero se contuvo y no prosiguió. Afortunadamente para él, Trampeta no era hombre de dejar cojo el cuento.
—Como usted me enseña, mi amigo, donde pasan ciertas cosas siempre hay misterios y demoniuras... ¿Usted conoce al marqués? Bueno: pues entonces ya sabe usted que vivía... mal arreglado, ó enredado, ó embrutecido, como se quiera decir, con la hija de ese mayordomo que mataron... ¡y qué moza era, me valga Dios! Como unas flores. Pues cuando el marqués determinó de casarse con la hija del señor de la Lage...
El enguantado hizo un movimiento.
—¿También lo conoció, eh?—preguntó Trampeta.
Dijo el viajero que sí con la cabeza, y el bueno del Secretario prosiguió:
—Pues ¿usted me entiende? la boda del señorito no le hizo maldita la gracia al truchimán del mayordomo, que tenía más conchas que un galápago, y como no pudo vengarse de otro modo, fué, y ¿qué hizo? Preparó las elecciones muy preparaditas, y cuando el marqués estaba cerca de triunfar, no sé cómo judas lo amañó...
Aquí la mirada de Trampeta se hizo más oblicua y casi torva.
—En fin, que vendió completamente á su amo, lo mismo que vende uno los cerdos en el mercado, con perdón: una jugarreta que le costó al señorito la diputación, ni más ni menos... Y como usted me enseña... al vengativo de Barbacana, que es más malo que la quina...
Pausa breve.
—¿Usted no sabrá quién es Barbacana? ¡Dios nos libre! Entonces era el tirano del país; uno de esos tiranones terribles, como usted me enseña... Ahora ya va de capa caída... los años le pesan... le tenemos metido el resuello en el cuerpo... vaya si se lo tenemos... ¿Usted irá á Orense? ¡pues pregúntele usted al gobernador qué apunte es Barbacana...!
Al decir esto observaba Trampeta el rostro del enguantado, á ver si la referencia al gobernador le producía efecto. Viendo que no, pensó para su sayo:—No debe de ser diputado, ni cosa así.—Y añadió:
—En fin, que se cree... ¿Usted me entiende? que fué Barbacana quien... (Ademán muy expresivo de despabilar una luz con los dedos.)
—¿Dice usted que mataron á ese hombre, al mayordomo del marqués de Ulloa?—preguntó por fin el viajero de los guantes.—¿Y dónde, y quién y por qué?
—¿Quién? Un satélite de Barbacana, un facineroso malhechor relajado que se llama el Tuerto... Así que Barbacana tiene un arachita, ya anda él muy campante por el país, metiendo miedos á todo dios... ¡Uno de tantos escándalos! Pero ahora les hemos de atar corto de vez. ¿Dónde? En un monte, propiedad del marqués... por el día y por el sol. ¿Por qué? Pues como dije, en venganza de que le hizo al marqués perder las elecciones.
—Y la hija de ese hombre... ¿qué ha sido de ella?—interrogó el viajero, acariciándose la barba con la enguantada mano, para simular indiferencia que no sentía.
—Ese es otro cantar... ¿Usted ya sabrá que el marqués enviudó de allí á poco?
Una tristeza, una angustia profunda se grabó en el rostro del viajero. Si Trampeta le mirase, ahora sí que vería la alteración de sus facciones. Pero Trampeta á la sazón encendía dificultosamente el cigarro.
—Enviudó, porque la señorita se puso tisis... Parece que le dió muy mala vida por causa de la raida de la moza, y que andaba San Benito de Palermo... Ella era poquita cosa; de poco estuche... Pss...
Aumentó la turbación del viajero al decir esto Trampeta, y la revelaron visibles señales. Sus ojos, que tenían más de pensativos que de brillantes, chispearon un momento; frunció el entrecejo, y por su frente despejada corrieron una tras otra, como olas, tres ó cuatro arrugas bastante profundas. Respiró tan fuerte y hondo, que Trampeta, volviéndose, le miró con mayor curiosidad aún.
—Parece que la historia le toca á este señor de cerca... Tate... Hay que ver lo que se habla... ¡Me caso! No se me quita el vicio de ser parlanchín.
Había amanecido del todo, disipándose la niebla; el sol doraba ya con alegre reflejo las cimas de los árboles, las aguas de los manantialillos que brincaban del monte á la carretera, los cristales de las casitas que de trecho en trecho se asomaban curiosas con su cerca, sus dos manzanos, su emparrado de vid, su meda de centeno junto al hórreo. A aquella hora, en que el calor no hostigaba todavía á jacos ni á viajeros, y la tierra despertaba impregnada de rocío nocturno, y el sol se bebía la ligera brétema, no molestaría ir en la berlina, á no ser por los ronquidos del Arcipreste, más hondos y atronadores cada vez, por su estorboso volumen, por las blasfemias del mayoral, por el olor desagradable del forro del coche. La claridad diurna alumbraba las facciones del viajero de los guantes, descubriendo en su barba corrida, bien recortada y no muy recia, unos cuantos hilos de plata; en su dentadura una mella; en sus sienes lo ralo del pelo; en sus mejillas, de piel fina y coloración mate, la azul señal de algunos granos de pólvora incrustados bajo el cutis. A un lado y á otro de la nariz, los quevedos de acero que solía gastar le habían labrado una especie de surco, rojo ó amoratado. Su mirada, intensa, dulce, miope, tenía esa concentración propia de las personas muy inteligentes, bien avenidas con los libros, inclinadas á la reflexión y aun al ensueño.
El cacique, en guardia contra las preguntas que se le pudiesen dirigir, esperaba; pero pasó un rato, y el viajero nada dijo: suspiró como quien desahoga el pecho, y limpió con el pañuelo los quevedos, cerrándolos cuidadosamente para no romperlos. Trampeta le atisbaba receloso.
—¡Borrico de mi!—pensó.—Dice que conoce al marqués... Será su amigo, y no querrá más chismes... Aunque, don Pedro Moscoso ¡qué ha de ser amigo de ninguna persona tan así... tan decente!
Ocupábase el viajero, después de bajarse con dificultad, en sacar de un cestito de paja un frasco blanco, forrado también de paja hasta el gollete, con reluciente tapadera de metal.
—Gusta usted un trago de vermut?—dijo al cacique.
—No señor... Se aprecia... Llevo anís estrellado y buen aguardiente, que es lo mejor para el flato estando en ayunas... Pero ya maté el gusano antes de salir...
Bebió el enguantado por un vaso oblongo, recogió todo, y desabrochando mal como pudo las correas de su manta de viaje, tomó de dentro un libro, amarillo, con las hojas sin cortar. Abrió como unas veinte ó treinta sirviéndose de un cortaplumas, mirando á Trampeta como en espera de que terminaría la crónica chismográfica tan brillantemente comenzada. Vacilaba y deseaba hablar. Se decidió por fin...
—La hija del mayordomo...—articuló.
Qué tentación tan fuerte para el cacique! Más fuerte que su virtud. Ya no pudo contenerse.