La horda. Висенте Бласко-Ибаньес

La horda - Висенте Бласко-Ибаньес


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señores. Por fin, se había salido con la suya, casándose. Hambre todos los días, paliza todas las semanas, viviendo en uno de esos caserones que parecen colmenas obscuras; frío en el lavadero para ganarse una mala libreta, y como término, la muerte en el hospital. ¡Anda y toma albañilillo! Y todo por darse el gusto, la muy bruta, de vivir en Madrid, de ser señora, de mirar por encima del hombro a las pobres traperas... ¿No era la industria de sus padres tan respetable como otra?

      —Pagamos contrebución, Isidrín, como cualsiquiera de los que tien tienda en la calle de Postas. No hay mas que ver lo que se nos lleva el Ayuntamiento por la licencia: un porción de dinero. Y por lo que toca a parroquianos, les tenemos marqueses y condeses, tan buenos como los que entran a comprar en casa de Sobrino. Se trata muy buena gente en este comercio. ¿Ves esta falda? Pues me la regaló una señora que iba a Palacio y trataba casi de tú a los reyes. ¿Ves este corpiño? Pues fue de una cómica muy guapa, de la que hablaron mucho los papeles: ¡ya ha muerto la pobre!

      Y la vieja detallaba al nieto las ventajas de su industria: todo ganancia. A él, que era un sabio, no le importaban estas cosas; pero nada perdía conociéndolas. Como estaba sola, tenía a su servicio un muchacho del barrio, hijo de una vecina que había muerto. El cuidaba del burro, el guiaba el carro cuando al amanecer emprendían la marcha a Madrid, el subía a los pisos altos mientras su ama cuidaba en la calle del vehículo. Al volver a casa, cerca de mediodía, su primera ocupación consistía en el arreglo de los comestibles. En un tonelillo depositaban las sobras de ciertas casas, cuyos amos eran limpios y se acordaban de los pobres, cuidando de guardar aparte los restos de la cocina. Ella, además, conocía a sus parroquianos, los clasificaba según su estado de salud, llevaba de memoria la lista de las casas sanas y la de aquellas otras donde había señores amarillentos, siempre encorvados por la tos o que mostraban enfermedades repugnantes.

      —Yo tengo unas manos de oro para el guisoteo; ¿te enteras, pequeño? Caliento la comida buena y hago unos ranchos que tien fama en el barrio. Si yo fuese blanda, el tío Polo no saldría nunca de aquí. Le tiene ley a lo que guiso... Y en cuanto a abundancia, ¡echa y no te canses! Todos los días hay rancho para un regimiento... ¡Y los chascos son buenos! A lo mejor, crees estar comiendo alubias, y te tropiezas con un pedazo de bisté. Algunas veces, entre patatas deshechas hemos encontrado esas cositas negras como carbón que llaman trufas, y que los señores pagan como si fuesen de oro. Así está el chiquillo que me sirve: colorado y gordote como un arcipreste. No se le puede pellizcar en salva sea la parte, de duro que está, y cuando le tomé, traía más hambre que un lobo... Yo tengo muy buenos parroquianos, Isidrín.

      Y a continuación revolvíase indignada contra las otras casas, las de los señores malos, que dejaban la comida hecha una basura. ¡Qué cocinas, Señor! Las criadas eran unas puercas y las señoras unas abandonadas. Los restos del puchero tenían mondaduras de patatas, hojas secas de col, huesos de frutas, tapones de corcho. Algunas veces había encontrado en el caldo agujas de coser, hilos, dedales y hasta juguetes de niño. ¡Y pensar que otros del barrio, que sólo tenían casas de éstas, habían de alimentarse con tal bazofia, después de limpiarla como podían!... Ella la destinaba a sus cerdos. Por eso se los pagaban los tratantes de las afueras a más precio. Sólo los alimentaba con las sobras de los señores. No se atrevía a darles «otras cosas» que gustaban a aquellos animaluchos, capaces de tragarse a su propia madre; tenía demasiada conciencia para eso.

      Entusiasmábase al detallar las abundancias que la rodeaban. Pan, a montones; había día que llenaba de mendrugos dos talegos, y hasta las gallinas, hartas, no querían más. Por las mañanas, al levantarse, el rico café. Se lo daban en las casas, después del recuelo; pero ella lo esparcía en el corral sobre un periódico, secándolo al sol, para el desayuno. Un saco de papel guardaba llenito...

      La casa era suya; tenía en el corral un montón, más alto que el tejado, de paja de cuadra, que luego de bien desecha se vendía a los hornos de ladrillos; los animales se alimentaban sin gasto, y ella y el muchacho, a más de la comida, tenían asegurado el vestir, pues mientras en la villa anduvieran las gentes con ropas, ellos no se verían desnudos.

      —Sólo compro el vino: en las Carolinas nadie bebe agua. Los chicos se desmaman con leche de cepas. Pero por tres perros me llenan un frasco para todo el día. Aquí, fuera de puertas, el vino va regalado.

      Y luego de bien satisfechas las necesidades de su vida, le restaban, como ganancias, los hallazgos de la busca, los descubrimientos inesperados.

      Maltrana había oído hablar de las riquezas de su abuela, de un tesoro oculto, que era motivo de misteriosa conversación en todo el barrio.

      —Para rica, la tía Mariposa—decían los traperos en la taberna—. Esa sí que tie suerte; no va mas que a casas de título. ¡Las cosas que habrá encontrao esa mujer!

      El famoso Coleta, cuando estaba en el período verboso de sus borracheras, declaraba haber sorprendido a la vieja en el momento de recontar su tesoro en un rincón del corral, y cerraba los ojos como para recordar mejor las joyas, las piezas de plata, los montones de moneda que le habían deslumbrado.

      El joven, en sus conversaciones con la vieja, acababa siempre con la misma petición:

      —Abuela, dicen que es usted muy rica. A ver: enséñeme su tesoro.

      La señora Eusebia protestaba. ¡Rica ella!... Mentiras de las gentes; invenciones de Coleta y otros borrachos; manías del tío Polo, que la buscaba por esto desde que quedó viuda, y ya llevaba muertas cuatro mujeres, proponiéndole a ella que fuese la quinta. Era una pobre; no tenía nada. Y sonreía enigmáticamente al decir esto, le brillaban los ojos; no se recataba en dar a entender que el tesoro era una realidad... pero que nadie lo vería nunca.

      Los domingos eran los únicos días en que Maltrana hablaba con el señor José y veía a su hermano. Cuando llegaba, después de amanecer, a los Cuatro Caminos, encontraba ya a Pepín en medio de la calle reclutando muchachos para alguna excursión a Amaniel con carácter de razzia, que ponía en alarma a los dueños de los merenderos.

      Maltrana, al levantarse, ajustaba sus cuentas con el padrastro, dándole lo que podía por el alquiler del cuarto. Luego se iban los dos, según su estado de fortuna, a comer lomo barato y cordero tierno en un «horno de asados» de los Cuatro Caminos, o gallinejas preparadas en los puestos inmediatos a Punta Brava.

      Comían al aire libre, en una mesita redonda pintada de rojo, sentados en duros taburetes. Los tranvías llegaban con grandes cargamentos de gente madrileña; esparcíanse por hornos y tabernas las blusas y los mantones, los anchos sombreros y las negras gorras, buscando el vino y la carne, más baratos que en la villa por expenderse al otro lado de la ronda de Consumos. Sonaban los pianos en atropellada melodía, matizando sus escalas con golpes de timbre; bailaban las parejas, dándose dos vueltas de vals en mitad de la comida; giraban los toldos de los «tíos-vivos» con sus caballitos y carrozas infantiles; asomaban con rítmica aparición por encima de los tejados los verdes esquifes de los columpios, con mujeres de pie agarradas a las cuerdas, chillando como gallinas, las faldas apretadas entre los muslos; y sobre el fondo azul del cielo, la percalina roja y oro de las banderas aleteaba en un ambiente de aceite frito y sebo derretido.

      El señor José era escuchado en silencio por Maltrana. Al albañil gustábale hablar con hombres de estudios que supieran distinguir. Aunque él fuese hijo de la Isidra, su educación convertíalo en hombre superior, casi en uno de aquellos seres que el antiguo guardia civil veneraba como pastores de la humanidad, designados por un poder misterioso que él no se tomaba el trabajo de conocer. Al lado del joven daba salida el albañil a su lenta verbosidad, con voz bronca y monótona. No podía hablar con los compañeros de trabajo; estaba en desacuerdo con ellos; le insultaban por reaccionario, por borrego, echándole en cara sus tiempos de guardia civil.

      —Tú eres un sabio, Isidro—decía—; tu raciocinas, y por eso puedes comprenderme y hacerme justicia más que esos animales... ¿Y qué es lo que digo yo para que me llamen borrego? Que esto de que el pobre se ponga sobre el rico o a un igual suyo, y que el criado se monte sobre el amo, no pue ser. Que siempre ha habido unos con dinero y otros sin él, y siempre será así. Que eso de los metinges y de las sociedades sólo sirve


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