La horda. Висенте Бласко-Ибаньес
entonces dividió sus caricias entre el chiquitín y el pobre Capitán, que parecía celoso de este huésped que monopolizaba todas las atenciones de la familia.
Maltrana, años después, al percatarse de las realidades de la vida, había reconstituido la vulgar aventura de su madre, juzgándola con benevolencia. La pobre mujer, en su soledad, se había sentido atraída por «el vecino» infeliz, solitario como ella. Las dos desgracias se habían juntado.
Además, ella necesitaba un arrimo, según declaró a su hijo poco antes de morir. Sus faenas no la daban muchas veces para comer, y aquel trabajador sobrio y bueno, que no frecuentaba la taberna y acogía las desgracias silenciosamente, sin cóleras y sin golpear a la hembra, valía más que su marido.
Vivían «amontonados»—palabras de las vecinas—, sin que esta situación irregular produjese el menor escándalo en un caserón donde la miseria favorecía promiscuidades merecedoras de mayores repugnancias.
El señor José, en su acatamiento supersticioso a todo lo establecido, quería salir de este arreglo anormal. El no iba a misa, pero sentía gran respeto por la religión, como una autoridad más de las que hacen marchar al hombre derecho. Por eso deseaba casarse como Dios manda. Aquella pájara que tanta guerra le dio en su matrimonio debía de haber muerto; habría reventado en el Hospital de San Juan de Dios o en medio de la calle. Sólo faltaba sacar el «mortuorio», y se casaban inmediatamente. Pero la Isidra negose a esto. ¿Y su hijo? ¿No expulsarían a su Isidrín del Hospicio al tener un padre que trabajase por él?... Ella le quería allí; le quería sabio, ya que, según los informes de los maestros, iba para ello, y la señora mostrábase cada vez más dispuesta a hacer de él un señorito, un hombre de carrera. Tenía fe en el porvenir de su hijo. Sería rico y personaje. ¿Quién podría afirmar la imposibilidad de que ella pasase su vejez en un hotel, con carruaje y grandes sombreros, lo mismo que las señoras cuyas casas frecuentaba para trabajar como una bestia?...
—Mi Isidro tiene buena estrella. No faltará quien le empuje, hasta que sepa seguir solíto su camino.
En las grandes fiestas del año, el muchacho salía del Hospicio para pasar el día en la casa de su protectora. Isidra refugiábase en la cocina con las criadas, trémula de emoción al ver a su hijo en el comedor, sentado junto a la señora y hablando con los amigos de ésta, todos personajes de imponente gravedad. Hacían preguntas al muchacho para apreciar sus adelantos, y a todos los asombraba con la rapidez y aplomo de sus respuestas. ¡Que le fuesen al nene con preguntitas!... Isidra, oculta tras un portier, llamaba a las criadas para que admirasen al chico. Era el propio Niño Jesús discutiendo con los doctores del Templo, tal como ella lo había visto en ciertas estampas.
La señora mostrábase satisfecha de su protegido. Los elogios de los amigos, gente seria y parca en la admiración, los aceptaba como otros tantos halagos a su amor propio. Isidro era su obra. Además, le quería por su carácter tranquilo, por su timidez, que le hacía permanecer horas enteras en una silla, sin atentar a la limpieza de su salón y al buen orden de las cosas, que eran en ella una manía.
Viéndole tan sabio, quiso costearle la carrera del sacerdocio. Pero Maltrana, a pesar de su timidez, acogió la oferta con un mohín de disgusto. ¿No tenía vocación de cura?... La buena señora no quiso torcer su voluntad. Que estudiase lo que quisiera; al fin, en todas las profesiones se podía servir a Dios y defender las sanas doctrinas de las personas decentes.
Maltrana comenzó a estudiar el bachillerato sin salir del Hospicio. Cada curso fue un motivo de entusiasmo para su protectora y su madre. Premios, matrículas honoríficas, palabras de satisfacción del director, ufano de que el establecimiento incubase tal prodigio.
—Se bebe los libros—decía la Isidra—. Yo no sé de dónde he sacado a este fenómeno.
El señor José sólo le veía de tarde en tarde. Su mujer no osaba llevarlo a casa de la señora, por miedo a que ésta se enterase de su situación irregular. Isidro ya no paseaba con los demás asilados; y cuando el albañil le encontraba casualmente, hablábale con respeto, como si presintiera en él a un futuro representante de aquella autoridad que le inspiraba religiosa admiración.
—Eso marcha, muchacho. Sigue zurrando a los libros. Tú irás lejos... Te lo digo yo, que he visto de cerca a los grandes personajes.
Y pensaba en su hijo, en su Pepín, que ya tenía siete años y llevaba descalabrados a varios chicos de la vecindad. Era un genio asombroso para echar la zancadilla y poner la piedra donde fijaba el ojo. Pepín pertenecía a otra raza: la de su padre. Había nacido para obedecer, para quedarse abajo.
Cuando Maltrana terminó el bachillerato, la señora se lo llevó a su casa. No podía seguir en el Hospicio, y era indigno de un futuro sabio, de un señorito, vivir en la casucha de su madre. Isidro comenzó a seguir en la Universidad Central los cursos de Filosofía y Letras. Quería ser doctor, luego catedrático, y después... ¡quién sabe a lo que podría llegar después!...
La señora admiraba la pureza de sus costumbres tanto como sus estudios. Terminadas las clases, todavía acompañaba a algún profesor hasta su domicilio, prolongando de este modo la lección. Aquellos buenos señores, conociendo su origen, le trataban con gran afecto.
Después, al volver a casa, se encerraba en su cuarto, lleno de libros. La protectora apreciaba la marcha de su sabiduría por la cantidad de volúmenes que le rodeaban. Su generosidad estaba pronta a todas horas para nuevas adquisiciones, y Maltrana, en plena borrachera de saber, se aprovechaba de ella largamente. Una ola de libros invadía el cuarto, y después de extenderse sobre los muebles, dejando en ellos altas pilas de papel impreso, esparcíase por el inmediato pasillo. La señora, llena de admiración por aquel sabio de diez y siete años, al que no apuntaba aún el bigote, no osaba tocar uno solo de los volúmenes. Veía algunos en caracteres extraños, que, según su pupilo, estaban escritos en griego; otros en latín, como los libros de rezo. Los escritos en francés, en alemán o en inglés la turbaban con el misterio de sus páginas incomprensibles. ¿Qué dirían tantos libracos? Seguramente que no eran todos en pro de la religión y las buenas costumbres. El alma simple de la buena señora aceptaba la sabiduría como cosa útil, ya que la humanidad se regía por ella, concediéndola grandes honores; más allá, en el fondo de su ánimo, sentía aversión y desconfianza, mirándola como arma útil para defenderse de los males del mundo, pero que encerraba en su seno un peligro de muerte. Al ver a Maltrana sumido a todas horas en el estudio, sentía cierto miedo por la suerte de su alma. Poníase entonces la mantilla, y con traje negro y el rosario en la muñeca, entraba en el cuarto del estudiante.
—Isidrín, hijo mío, te vas a matar estudiando tanto... Acompáñame.
Se lo llevaba a misa o a la novena, a los templos donde se anunciaban sermones de predicadores de cartel. Maltrana cerraba sus libros sin un gesto de disgusto, pasando de un salto de la filosofía revolucionaria, que devoraba con ansias de neófito, a la devoción fetichista y estrecha de la pobre vieja, crédula para todos los milagros y más aficionada a los santos que a Dios.
Aceptaba esta servidumbre sin esfuerzo, con cierto placer, como una manifestación de gratitud hacia aquella alma buena que le había arrancado del bajo fondo social para trasplantarle a un terreno más sano.
Con el gesto grave y respetuoso de un servidor nacido en la casa y ligado a la señora por el afecto, dábala el brazo al bajar y subir las escaleras, y la acompañaba a las iglesias, buscando los mejores sitios para que gozase con toda comodidad de las místicas ceremonias.
Los parientes de la anciana huían de su casa, ofendidos por el maternal afecto con que distinguía al estudiante. Era un despecho de herederos que se consideraban despojados por el intruso, por el hijo de «la asistenta», como le llamaban con tono despectivo. Cuando alguna vez encontraban en la calle, de vuelta de las iglesias, a la vieja y su protegido, leía Maltrana el odio en las miradas de aquellas gentes.
«Tú vas a llevarte el gato... ¡ladrón!», parecían decirle con los ojos.
Y al mismo tiempo le sonreían y celebraban con palabras dulzonas sus progresos universitarios, como si temieran malquistarse