Tres vidas. Raquel CG
chico que estaba tan pendiente de ella, tan atento, tan cariñoso, y no pude evitar sentir una punzada de envidia.
La perfección no existe.
Como me explicaría más adelante, Rubén resultó no ser tan normal cómo parecía. Había tenido algunos episodios con él que…
Entre las anécdotas que me contó, una de ellas fue que en una ocasión yendo en coche, le había cogido el móvil, porque se habían enfadado y Clara no le había querido decir con quién chateaba, y se lo había tirado por la ventana. ¡Tal cual! Y que no habían vuelto a buscarlo. Clara se había quedado tan sorprendida que ni había reaccionado. Contaba que, de hecho, estuvo más de un cuarto de hora sin reaccionar porque no se lo podía creer. Más tarde le compró uno, a la que tuvieron la bronca monumental e hicieron las paces. Pero había tenido que volver a recuperar toda la agenda.
Y otra vez había quedado con ella en un bar y la hizo esperar durante tres horas porque, según me dijo, se había encontrado a un amigo y se habían ido a tomar una cerveza. Pero a ella cuando llegó le había dicho que lo perdonara pero que se le había pinchado una rueda y no la había podido avisar.
Clara me contó, ya entre risas, que en aquel momento quiso matarlo. Según me dijo, Rubén había alardeado cien mil veces delante de Clara de que a su coche no se le pinchaban las ruedas, porque estaban hechas de un material especial. ¡Y le decía que se le había pinchado una rueda! Me explicó que al día siguiente tenían una comida familiar, pero que estaba tan enfadada que se negó a ir. Aprovechó para, cuando sabía que él estaba en la comida, ir a casa de Rubén a recoger sus cosas, porque ya pasaban los fines de semana juntos, para dejarlo. Pero se encontró con que Rubén le había cambiado la cerradura para que no pudiera hacerlo, porque la conocía, y sabía cómo iba a actuar.
Así que, cuando se dio cuenta de que no podía abrir, le llamó sin moverse de la puerta para preguntarle que qué pasaba con las llaves, que si había cambiado la cerradura, y Rubén fue para el piso y le abrió con las nuevas llaves para que pasara. Pero, una vez dentro, la encerró y se fue a la comida familiar, dejándola allí hasta que volvió para poder hablar sin que se fuera con sus cosas.
No, muy normal no era Rubén, pero Clara lo quería con locura.
Fue un fin de año. Habían salido, habían bebido, habían reído, y habían disfrutado de sus amigos. Eran las nueve de la mañana y Rubén recibió un mensaje.
—¿Quién es? —preguntó Clara.
Apenas hacía una hora que se habían ido a dormir.
—Un amigo, que me felicita el fin de año —dijo Rubén.
—¿A las nueve de la mañana?
—Sí.
Clara jamás había desconfiado de su chico. Era el chico perfecto.
Rubén no había tenido una infancia fácil. Procedía de una familia acomodada y había tenido todos los caprichos. Pero nadie le había dado lo principal: amor.
Clara me explicó también más adelante que, en la primera comida familiar a la que asistió, lo vio todo claro. Nadie sonreía en la mesa, todos eran correctos con todos, pero nada más.
La casualidad quiso que el hermano de Rubén comunicara en esa comida que iba a ser padre, a lo que Clara reaccionó con la efusividad que un momento así requería, levantándose y besando a los futuros papás. Pero, de la misma forma que se levantó, se sentó en menos de un minuto. Lo más efusivo que les dijeron fue un “Ah, muy bien”.
Cuando habló con su chico sobre el tema, él le dijo que siempre había sido así. No veía nada extraño, era lo normal.
Todo el mundo quería a Rubén. Era correcto, educado, atento, amable y nunca levantaba la voz. Clara, por el contrario, era pura dinamita. Decía lo que pensaba en cada momento, intentaba tener tacto, eso sí, pero no siempre lo conseguía. Y a pesar de que la cogieron cariño, cuando se peleaban miraban a Rubén cómo si fuera un santo y tuviera una paciencia infinita y a Clara cómo si, por no saber controlar su genio, fuera la culpable de todo. Pero se complementaban. A pesar que había cosas en las que no estaban de acuerdo, Clara intentaba adaptarse, porque lo amaba, y sabía que podía confiar en él ciegamente.
Pero algo aquella mañana le hizo decir aquella frase. ¿Instinto? Nosotras sabemos lo que fue.
—Enséñamelo —dijo Clara.
—No.
—¿Por qué?
Ella jamás le había mirado el móvil ni le había pedido que le enseñara nada. Pero algo le decía que tenía que preguntar.
—¿No confías en mí? – inquirió Rubén.
—No tiene nada que ver. Si realmente es un amigo tuyo, no te importará enseñármelo. Nunca te lo he pedido.
—No.
Así que Clara se dio la vuelta en la cama y le dio la espalda. Aunque ya no pudo dormir.
Tras una semana viviendo bajo el mismo techo pero sin dirigirse la palabra, Clara le dijo:
—Tenemos que hablar. No podemos seguir así.
—No sé si te quiero —le soltó Rubén de repente—. Necesito tiempo.
Clara vivía en Barcelona antes de conocer a Rubén. Ella había insistido para que él se mudara, ya que su piso era más grande y luminoso, pero él vivía en Sitges, un pueblo costero, y se había negado. Y había sido Clara quien, por amor, se trasladó a vivir con él, teniendo que recorrer cada día casi cincuenta kilómetros para ir a trabajar, con las consecuentes colas de entrada a la ciudad. Así que estaba sola en ese pueblo en el que no conocía a nadie a parte de a él, bullicioso en verano y fantasmagórico en invierno.
—¿Hay otra?
—No.
—No te creo. No me enseñaste el mensaje.
—Te juro que no hay otra Clara. Simplemente necesito pensar.
No necesitó más que esas palabras para saber lo que tenía que hacer. Sin rumbo, y sin recoger ninguna de sus pertenencias, Clara le dijo que tenía todo el tiempo que quisiera, y antes de que las lágrimas comenzaran a rodar por sus mejillas, abandonó el hogar.
Tomó el ascensor. Mil pensamientos rodaban por su cabeza. ¿Por qué Rubén no hacía nada para retenerla? ¿Cómo podía tener dudas ahora? Llevaban ocho años juntos, y estaban intentando ser padres. No hacía ni un mes que habían acudido a un centro especializado para aumentar las posibilidades, ya que lo que ambos anhelaban no llegaba. ¿Qué tenía que pensar? No le había dirigido la palabra en una semana. Ni siquiera lo había intentado. Lo habían pasado bien en fin de año. ¿Qué había sucedido?
Salió del ascensor y cruzó la puerta de la calle del edificio rumbo a su coche. Las lágrimas empezaron a caer sin control. Tenía que salir de allí. ¿A dónde iba a ir?
ANA
Ana es la mayor de nosotras. No es la más centrada, esa es Clara. Pero ella es la observadora. Lo observa todo, y siempre saca conclusiones acertadas. A veces las comparte, otras no. Es la que más energía posee, y la más serena. Pero cuando explota, más te vale estar a varios kilómetros de distancia de ella. No tiene tacto, dice lo que piensa y, sólo dependiendo del efecto causado, rectifica. Pero siempre para seguir observando las reacciones causadas. Somos muy diferentes, pero la adoro.
Ana lleva más de veinte años en una importante empresa, formando parte del equipo directivo. Se lo ha ganado a pulso. Comenzó en el departamento de facturación y, poco a poco, fue escalando puestos hasta llegar a donde está actualmente. La atención de Ana siempre había estado totalmente centrada en su trabajo a excepción de algún amor conocido de juventud que tuvo. Pero el resto habían sido aventuras a las que no les había permitido pasar la barrera de su corazón. A excepción también de Javier, claro.
Y era feliz así. O eso decía. Hasta que volvimos