Tres novelas ejemplares y un prólogo. Miguel de Unamuno
que tu esposa nos lo da... Y si no...
Don Juan.—Me estás matando, Quelina...
Raquel.—Cállate, michino. Ya le tengo echada la garra a esa fortuna. Voy a comprar créditos e hipotecas... ¡Oh, sí, después de todo, esa Raquel es una buena persona, toda una señora, y ha salvado al que ha de ser el marido de nuestra hija y el salvador de nuestra situación y el amparo de nuestra vejez! ¡Y lo será, vaya si lo será! ¿Por qué no?
Don Juan.—¡Raquel! ¡Raquel!
Raquel.—No gimas así, Juan, que pareces un cordero al que están degollando...
Don Juan.—Y así es...
Raquel.—¡No, no es así! ¡Yo voy a hacerte hombre; yo voy a hacerte padre!
Don Juan.—¿Tú?
Raquel.—¡Sí, yo, Juan; yo, Raquel!
Juan se sintió como en agonía.
Don Juan.—Pero dime, Quelina, dime—y al decirlo le lloraba la voz—, ¿por qué te enamoraste de mí? ¿Por qué me arrebataste? ¿Por qué me has sorbido el tuétano de la voluntad? ¿Por qué me has dejado como un pelele? ¿Por qué no me dejaste en la vida que llevaba...?
Raquel.—¡A estas horas estarías, después de arruinado, muerto de miseria y de podredumbre!
Don Juan.—¡Mejor, Raquel, mejor! Muerto, sí; muerto de miseria y de podredumbre. ¿No es esto miseria? ¿No es podredumbre? ¿Es que soy mío? ¿Es que soy yo? ¿Por qué me has robado el cuerpo y el alma?
El pobre don Juan se ahogaba en sollozos.
Volvió a cogerle Raquel como otras veces, maternalmente, le sentó sobre sus piernas, le abrazó, le apechugó a su seno estéril, contra sus pechos, henchidos de roja sangre que no logró hacerse blanca leche, y hundiendo su cabeza sobre la cabeza del hombre, cubriéndole los oídos con su desgreñada cabellera suelta, lloró, entre hipos, sobre él. Y le decía:
Raquel.—¡Hijo mío, hijo mío, hijo mío...! No te robé yo; me robaste tú el alma, tú, tú. Y me robaste el cuerpo... ¡Hijo mío... hijo mío... hijo mío...! Te vi perdido, perdido, perdido... Te vi buscando lo que no se encuentra... Y yo buscaba un hijo... Y creí encontrarlo en ti. Y creí que me darías el hijo por el que me muero... Y ahora quiero que me le des...
Don Juan.—Pero, Quelina, no será tuyo...
Raquel.—Sí, será mío, mío, mío... Como lo eres tú... ¿No soy tu mujer?
Don Juan.—Sí, tú eres mi mujer...
Raquel.—Y ella será tu esposa. ¡Esposa!, así dicen los zapateros: «¡Mi esposa!» Y yo seré tu madre y la madre de vuestro hijo..., de mi hijo...
Don Juan.—¿Y si no le tenemos?
Raquel.—¡Calla, Juan, calla! ¿Si no le tenéis? ¿Si no nos lo da...? Soy capaz de...
Don Juan.—¡Calla, Raquel, que la ronquera de tu voz me da miedo!
Raquel.—¡Sí, y de casarte luego con otra!
Don Juan.—¿Y si consiste en mí...?
Raquel le echó de sí con gesto brusco, se puso en pie como herida, miró a Juan con una mirada de taladro; pero al punto, pasado el sablazo de hielo de su pecho, abrió los brazos a su hombre gritándole:
Raquel.—¡No, ven; ven, Juan, ven! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¿Para qué quiero más hijo que tú? ¿No eres mi hijo?
Y tuvo que acostarle, calenturiento y desvanecido.
V
No, Raquel no consintió en asistir a la boda como Berta y sus padres habían querido, ni tuvo que fingir enfermedad para ello, pues de veras estaba enferma.
Raquel.—No creí, Juan, que llegaran a tanto. Conocía su fatuidad y su presunción, la de la niña y la de sus papás; pero no los creía capaces de disponerse a afrontar, así, las conveniencias sociales. Cierto es que nuestras relaciones no han sido nunca escandalosas, que no nos hemos presentado en público haciendo alarde de ellas; pero son algo bien conocido de la ciudad toda. Y al empeñarse en que me convidaras a la boda no pretendían sino hacer más patente el triunfo de su hija. ¡Imbéciles! ¿Y ella? ¿Tu esposa?
Don Juan.—Por Dios, Raquel, mira que...
Raquel.—¿Qué? ¿Qué tal? ¿Qué tal sus abrazos? ¿Le has enseñado algo de lo que aprendiste de aquellas mujeres? ¡Porque de lo que yo te he enseñado no puedes enseñarle nada! ¿Qué tal tu esposa? Tú... tú no eres de ella...
Don Juan.—No, ni soy mío...
Raquel.—Tú eres mío, mío, mío, michino, mío... Y ahora ya sabes vuestra obligación. A tener juicio, pues. Y ven lo menos que puedas por esta nuestra casa.
Don Juan.—Pero, Raquel...
Raquel.—No hay Raquel que valga. Ahora te debes a tu esposa. ¡Atiéndela!
Don Juan.—Pero si es ella la que me aconseja que venga de vez en cuando a verte...
Raquel.—Lo sabía. ¡Mentecata! Y hasta se pone a imitarme, ¿no es eso?
Don Juan.—Sí, te imita en cuanto puede; en el vestir, en el peinado, en los ademanes, en el aire...
Raquel.—Sí, cuando vinisteis a verme la primera vez, en aquella visita de ceremonia casi, observé que me estudiaba...
Don Juan.—Y dice que debemos intimar más, ya que vivimos tan cerca, tan cerquita, casi al lado...
Raquel.—Es su táctica para sustituirme. Quiere que nos veas a menudo juntas, que compares...
Don Juan.—Yo creo otra cosa...
Raquel.—¿Qué?
Don Juan.—Que está prendada de ti, que la subyugas...
Raquel dobló al suelo la cara, que se le puso de repente intensamente pálida, y se llevó las manos al pecho, atravesado por una estocada de ahogo. Y dijo:
Raquel.—Lo que hace falta es que todo ello fructifique...
Como Juan se le acercara en busca del beso de despedida—beso húmedo y largo y de toda la boca otras veces—, la viuda le rechazó diciéndole:
Raquel.—No, ¡ahora ya no! Ni quiero que se lo lleves a ella ni quiero quitárselo.
Don Juan.—¿Celos?
Raquel.—¿Celos? ¡Mentecato! ¿Pero crees, michino, que puedo sentir celos de tu esposa...? ¿De tu esposa? Y yo, ¿tu mujer...? ¡Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo! ¡Para el cielo y para mí!
Don Juan.—Que eres mi cielo...
Raquel.—Otras veces dices que tu infierno...
Don Juan.—Es verdad.
Raquel.—Pero ven, ven acá, hijo mío, toma...
Le cogió la cabeza entre las manos, le dió un beso seco y ardiente sobre la frente, y le dijo en despedida:
Raquel.—Ahora vete y cumple bien con ella. Y cumplid bien los dos conmigo. Si no, ya lo sabes, soy capaz...
VI
Y era verdad que Berta estudiaba en Raquel la manera de ganarse a su marido, y a la vez la manera de ganarse a sí misma, de ser ella, de ser mujer. Y así se dejaba absorber por la dueña de Juan, y se iba descubriendo a sí misma al través de la otra. Al fin, un día no pudo resistir, y en ocasión en que las dos, Raquel y Berta,