Tres novelas ejemplares y un prólogo. Miguel de Unamuno

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nuestro buen Juan, y acaso el matrimonio...

      Berta.—Sí, yo sé que si usted, con su amistad, no le hubiese salvado de las mujeres...

      Raquel.—¡Bah! De las mujeres...

      Berta.—Y he sabido apreciar también su generosidad...

      Raquel.—¿Generosidad? ¿Por qué? ¡Ah, sí, ya caigo! ¡Pues, no, no! ¿Cómo iba a ligarle a mi suerte? Porque, en efecto, él quiso casarse conmigo...

      Berta.—Lo suponía...

      Raquel.—Pero como estábamos a prueba y la bendición del párroco, aunque nos hubiese casado y dado gracia de casados, no habría hecho que criásemos hijos para el cielo... ¿Por qué se ruboriza así, Berta? ¿No ha venido a que hablemos con el corazón desnudo en la mano...?

      Berta.—¡Sí, sí, Raquel, sí, hábleme así!

      Raquel.—No podía sacrificarle así a mi egoísmo. ¡Lo que yo no he logrado, que lo logre él!

      Berta.—¡Oh, gracias, gracias!

      Raquel.—¿Gracias? ¡Gracias, no! ¡Lo he hecho por él!

      Berta.—Pues por haberlo hecho por él... ¡gracias!

      Raquel.—¡Ah!

      Berta.—¿Le choca?

      Raquel.—No, no me choca; pero ya irá usted aprendiendo...

      Berta.—¿A qué? ¿A fingir?

      Raquel.—¡No; a ser sincera!

      Berta.—¿Cree que no lo soy?

      Raquel.—Hay fingimientos muy sinceros. Y el matrimonio es una escuela de ellos.

      Berta.—¿Y cómo...?

      Raquel.—¡Fuí casada!

      Berta.—¡Ah, sí; es cierto que es usted viuda!

      Raquel.—Viuda... Viuda... Siempre lo fuí. Creo que nací viuda... Mi verdadero marido se me murió antes de yo nacer... ¡Pero dejémonos de locuras y desvaríos! ¿Y cómo lleva a Juan?

      Berta.—Los hombres...

      Raquel.—¡No, el hombre, el hombre! Cuando me dijo que yo le había salvado a nuestro Juan de las mujeres me encogí de hombros. Y ahora le digo, Berta, que tiene que atender al hombre, a su hombre. Y buscar al hombre en él...

      Berta.—De eso trato; pero...

      Raquel.—¿Pero qué?

      Berta.—Que no le encuentro la voluntad...

      Raquel.—¿Y viene usted a buscarla aquí acaso?

      Berta.—¡Oh, no, no! Pero...

      Raquel.—Con esos peros no irá usted a ninguna parte...

      Berta.—¿Y adónde he de ir?

      Raquel.—¿Adónde? ¿Quiere usted que le diga adónde?

      Berta, intensamente pálida, vaciló, mientras los ojos de Raquel, acerados, hendían el silencio. Y al cabo:

      Berta.—Sí. ¿Adónde?

      Raquel.—¡A ser madre! Esa es su obligación. ¡Ya que yo no he podido serlo, séalo usted!

      Hubo otro silencio opresor, que rompió Berta exclamando:

      Berta.—¡Y lo seré!

      Raquel.—¡Gracias a Dios! ¿No le pregunté si venía acá a buscar la voluntad de Juan? ¡Pues la voluntad de Juan, de nuestro hombre, es ésa, es hacerse padre!

      Berta.—¿La suya?

      Raquel.—Sí, la suya. ¡La suya, porque es la mía!

      Berta.—Ahora más que nunca admiro su generosidad...

      Raquel.—¿Generosidad? No, no... Y cuenten siempre con mi firme amistad, que aún puede serles útil...

      Berta.—No lo dudo...

      Y al despedirle, acompañándole hasta la puerta, le dijo:

      Raquel.—Ah, diga usted a sus padres que tengo que ir a verlos...

      Berta.—¿A mis padres?

      Raquel.—Sí, cuestión de negocios... Para consolarme de mi viudez me dedico a negocios, a empresas financieras...

      Y después de cerrar la puerta, murmuró: ¡Pobre esposa!

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