Germana. Edmond About

Germana - Edmond  About


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de la pólvora, emborrachaba a aquellos pobres cerebros y aceleraba los latidos de sus groseros corazones.

      En lo más fuerte del tumulto, se abrió una pequeña puerta que daba a la escalera, entre el piso bajo y el primero. Una mujer, con un harapiento traje negro, descendió vivamente los peldaños, atravesó el vestíbulo, abrió la puerta de vidrieras y desapareció en el patio.

      Todo esto pasó en un minuto y, no obstante, la sombría aparición se llevó el buen humor de todas aquellas gentes, que se levantaron a su paso con el más profundo respeto. Los gritos se detuvieron en sus gargantas y el oro ya no volvió a sonar en sus bolsillos. La pobre mujer había dejado detrás de ella como una estela de silencio y de estupor.

      El primero que se repuso fue el ayuda de cámara, que era lo que se llama un espíritu fuerte.

      —¡Voto a...!—exclamó—. He creído ver pasar a la miseria en persona. Me ha estropeado el año. Ya veréis cómo no vuelve a salirme nada bien hasta el día de San Silvestre. ¡Brrr! tengo frío en la espalda.

      —¡Pobre mujer!—dijo el mayordomo—. Ha tenido cientos y miles y ya la veis ahora... ¿Quién creería que es una duquesa?

      —Es que el vagabundo de su marido se lo ha comido todo.

      —¡Un jugador!

      —¡Un hombre que no piensa más que en comer!

      —Un andariego que trota de la mañana a la noche, con sus piernas de rocín.

      —No es él el que me interesa: tiene lo que se merece.

      —¿Se sabe algo de la señorita Germana?

      —Su negra me ha dicho que cada día está peor. A cada golpe de tos llena un pañuelo.

      —¡Y sin una alfombra en su habitación! Esa niña no se curaría más que en un país templado, en Italia, por ejemplo.

      —Será un ángel para Dios.

      —Los que quedan son más dignos de compasión.

      —¡No sé cómo se las arreglará la duquesa para salir de este atolladero. ¡A todos debe! Ultimamente el panadero se ha negado a fiarles más.

      —¿Cuánto deben de alquiler?

      —Ochocientos francos; pero lo que me extraña es que siquiera el señor haya visto el color de su dinero.

      —Si yo fuese él, preferiría tener desalquilado el piso antes que permitir que viviesen en él personas que deshonran la casa.

      —¡No seas bestia! ¿Para qué arrastrar por el arroyo al duque de La Tour de Embleuse y a su familia? Esas miserias, para que lo sepas, son como las llagas del barrio; todos nosotros tenemos interés en ocultarlas.

      —¡Toma!—dijo el marmitón—, creo que tengo razón para burlarme. ¿Por qué no trabajan? Los duques son hombres como los demás.

      —¡Muchacho!—exclamó gravemente el mayordomo—, estás diciendo cosas incoherentes. La prueba de que no son hombres como los demás, es que yo, tu superior, no sería ni barón durante una hora de mi vida. Además, la duquesa es una mujer sublime y hace cosas de las que ni tú ni yo seríamos capaces. ¿Tomarías tú caldo durante todo un año y en todas las comidas?

      —¡Caramba! ¡No me parece eso muy divertido!

      —¡Pues bien! la duquesa pone el puchero a la lumbre cada dos días, porque a su marido no le gusta la sopa de vigilia. El señor se come su tapioca de caldo graso y un bistec y un par de chuletas, y la pobre y santa mujer se conforma con los desperdicios. Es hermoso, ¿verdad?

      El marmitón pareció muy conmovido.

      —Mi buen señor Tournoy—dijo al mayordomo—, me interesan mucho esas pobres gentes. ¿No podríamos enviarles algo por medio de la negra?

      —¡Sí, sí! ella es tan orgullosa como los otros; no querría nada de nosotros. Y, no obstante, tengo la seguridad de que no se desayuna todos los días.

      Esta conversación se hubiera prolongado indefinidamente a no llegar oportunamente el señor Anatolio para interrumpirla, en el preciso momento en que el guarda, que aun no había abierto la boca, iba a tomar la palabra. La asamblea se disolvió más que de prisa; cada uno de los oradores llevó consigo sus instrumentos de trabajo y en la sala de deliberaciones no quedó más que una de esas escobas gigantescas, llamadas cabezas de lobo.

      Mientras tanto, Margarita de Bisson, duquesa de la Tour de Embleuse, caminaba apresuradamente en dirección a la calle Jacob. Los transeúntes que la rozaban con el codo al correr para dar o recibir los aguinaldos, la encontrarían seguramente parecida a una de esas irlandesas desesperadas que patinan sobre el afirmado de las calles de Londres en persecución del penique. Hija de los duques de Bretaña, casada con un antiguo gobernador del Senegal, la duquesa llevaba un sombrero de paja teñido de negro cuyas cintas se retorcían como bramantes. Un velillo de imitación, agujereado por cinco o seis sitios distintos, mal ocultaba su cara, dándole además un aspecto extraño. Aquel hermoso rostro, sembrado de pequeñas manchas, producía el efecto de que estuviese desfigurada por la viruela. Un viejo chal, ennegrecido por los cuidados del tintorero y al que la intemperie había dado un color rojizo, dejaba caer tristemente sus tres puntas cuyos flecos rozaban ligeramente la nieve de la acera. La ropa que se ocultaba debajo del mantón estaba tan usada, que no se hubiese podido decir de qué clase era a la simple vista. Unicamente examinándola de cerca y con una lupa se hubiera podido reconocer un moaré desteñido, raído, con los pliegues cortados y las franjas deshilachadas, devoradas por el lodo corrosivo de las calles de París. Los zapatos que soportaban tan lamentable edificio habían perdido la forma y el color. La ropa blanca, ese distintivo de la limpieza y del bienestar, no asomaba ni por el cuello ni por las mangas. Algunas veces, al pasar por un charco, el vestido se levantaba por un lado y dejaba ver una media de lana gris y un sencillo refajo de algodón negro. Las manos de la duquesa, enrojecidas por un frío muy vivo, se escondían bajo su chal. Al andar, arrastraba los pies, no por indolencia, sino por el miedo de perder los zapatos.

      Por un contraste que hemos podido observar más de una vez, la miseria no había afeado a la duquesa, que no estaba pálida ni delgada. Había recibido de sus antepasados una de esas bellezas rebeldes que lo resisten todo, incluso el hambre. Se ha visto a presos que engordaban en su calabozo hasta la hora de la muerte. A la edad de cuarenta y siete años, la señora de la Tour de Embleuse conservaba aún, hermosos rasgos de su juventud. Aun tenía el cabello negro y treinta y dos piezas en la boca capaces de triturar el pan más duro. Su salud no respondía a su aspecto, pero esto era un secreto que quedaba entre ella y su médico. La duquesa estaba en los linderos de aquella hora peligrosa, y a veces mortal, en que la madre desaparece para dejar lugar a la abuela. A menudo soñaba que la sangre le llenaba la garganta como si quisiera ahogarla. Oleadas de calor le subían hasta el cerebro y se despertaba como si estuviese en un baño de vapor, del que se extrañaba salir con vida. El doctor Le Bris, un médico joven y un antiguo amigo, le recomendaba un régimen suave, sin fatigas y sobre todo sin emociones. Pero, ¿qué alma, por estoica que fuese, hubiese atravesado sin emocionarse por tan rudas pruebas?

      El duque César de La Tour de Embleuse, hijo de uno de los emigrantes más fieles al rey y de los más encarnizados contra el pueblo, fue magníficamente recompensado por los servicios de su padre. En 1827, Carlos X le nombró gobernador general de las posesiones francesas del Africa occidental. Tenía apenas cuarenta años. Durante veintiocho meses de permanencia en la colonia, se defendió valerosamente contra los moros y contra la fiebre amarilla; después pidió un permiso para casarse en París. Era rico, gracias a la indemnización que le habían dado, y dobló su fortuna al casarse con la hermosa Margarita de Bisson que poseía sesenta mil francos de renta. El rey firmó al mismo tiempo su contrato y su cesantía, y el duque se encontró casado y destituido el mismo día. El nuevo poder le hubiera acogido de muy buena gana entre la multitud de los tránsfugas; incluso se llegó a decir que el ministerio Casimiro Périer le había hecho algunas proposiciones. El duque rechazó todos los empleos, primero por orgullo, pero también por una invencible pereza. Sea


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