Germana. Edmond About
las preocupaciones, todas las miserias, todos los dolores físicos y morales tenían su asiento en aquel rincón del palacio Sanglié; y en París, donde la miseria abunda, no había, quizás, una familia más completamente miserable que la de La Tour de Embleuse que poseía por todo recurso un anillo de boda.
La duquesa fue primero a la sucursal del Monte de Piedad, situada en la calle de Bonaparte, cerca de la Escuela de Bellas Artes, pero encontró la casa cerrada; había olvidado que era día de fiesta. Entonces se le ocurrió la idea de que tal vez habría abierto el comisionista de la calle de Condé, pero le ocurrió lo mismo. No sabía ya dónde dirigirse, porque los establecimientos de este género no son muy frecuentes en el barrio de San Germán; no obstante, como el duque no podía comenzar el año ayunando, entró en un pequeño establecimiento de bisutería de la encrucijada del Odeón donde vendió su anillo por once francos. El mercader prometió conservarlo tres meses, por si quería ir a buscarlo.
Guardó el dinero en una punta de su pañuelo de bolsillo y, sin detenerse, se encaminó hacia la calle de los Lombardos. Entró en una farmacia, compró una botella de aceite de hígado de bacalao para Germana, atravesó el arroyo, se detuvo en una tienda, eligió una langosta y una perdiz, y volvió, enlodada hasta las rodillas, al palacio Sanglié. No le quedaban más que cuarenta céntimos.
El departamento que ocupaba era una construcción ligera, añadida treinta años antes al edificio. Las cuatro piezas de que se componía estaban separadas por tabiques de madera. La antesala daba por un lado al salón y por el otro a un largo corredor que conducía a la habitación del duque. Desde el salón se pasaba a la habitación de la duquesa y desde allí al comedor que unía la habitación del duque con la de la duquesa.
La señora de La Tour de Embleuse encontró en la antesala a su única sirvienta, la vieja Semíramis, que lloraba silenciosamente con un papel en la mano.
—¿Qué tienes?—preguntó.
—Señora, esto es todo lo que ha traído el panadero. Si no le pagamos, no nos dará más pan.
La duquesa recordó que, efectivamente, se le debían más de 600 francos.
—No llores más—dijo—. Aquí tienes algún dinero; ve a la panadería de la calle del Bac y compra un panecillo de Viena para el señor y para nosotros lo traes del otro. Llévate eso a la cocina; es el almuerzo del señor. Y Germana, ¿ya está levantada?
—Sí, señora; el médico la ha visto a las diez. Aun está en la habitación del señor duque.
Semíramis salió y la señora de La Tour de Embleuse se dirigió a la habitación de su marido. Cuando se disponía a abrir la puerta, oyó la voz del duque, clara, alegre y vibrante como un clarín.
—¡Cincuenta mil francos de renta!—decía el viejo—. ¡Ya sabía yo que volvería la fortuna!
II
PETICIÓN DE MATRIMONIO
El doctor Carlos Le Bris era uno de los hombres más apreciados de París. La gran ciudad tiene sus niños mimados en todas las artes, pero no conozco a ninguno que lo fuese tanto como él. Había nacido en una miserable y pequeña ciudad de la Champaña, pero hizo sus estudios en el colegio de Enrique IV. Un pariente suyo, que ejercía la medicina en el país, le dedicó desde muy joven a la misma profesión. Carlos siguió sus cursos, frecuentó los hospitales, hizo su internado, practicó a la vista de sus maestros y ganó a pulso todos sus diplomas y algunas medallas que hoy constituyen el adorno de su gabinete. Su única ambición era suceder a su tío y acabar con los enfermos que el buen hombre le dejase. Pero cuando le vieron aparecer, armado de sus éxitos y doctor hasta los dientes, los curanderos del país, y su tío que, después de todo, no era otra cosa, le preguntaron por qué no se había quedado en París. Unía a su talento unos modales tan seductores y le sentaba tan bien su gran paletó, que se adivinaba desde el primer día que todos los enfermos serían para él. El venerable pariente se encontraba demasiado joven para pensar en retirarse, y la rivalidad de su sobrino dio una agilidad a sus piernas que nunca había tenido. En resumen, el pobre muchacho fue tan mal recibido, se le pusieron tantos obstáculos en su camino, que, de puro desesperado, se volvió a París. Sus antiguos maestros le acogieron con los brazos abiertos y pronto tuvo una gran clientela. Los grandes hombres tienen el medio de no ser envidiosos; gracias a su generosidad, el doctor Le Bris hizo su reputación en cinco o seis años. Aquí se le apreciaba como sabio, allá como bailarín, y en todas partes como hombre simpático y bueno. Ignoraba los primeros elementos de la charlatanería, hablaba muy poco de sus éxitos y abandonaba a sus enfermos el cuidado de decir que los había curado. Su casa no era un templo, ni mucho menos. Habitaba en un cuarto piso de un barrio extremo. ¿Por modestia? ¿Por coquetería? No se sabe. Las pobres gentes de su barrio no se quejaban de tal vecindad; él, por su parte, las cuidaba con tanta solicitud, que algunas veces olvidaba el portamonedas a la cabecera de su cama.
El señor Le Bris era, desde hacía tres años, el médico de la señorita de La Tour de Embleuse. Había seguido los progresos de la enfermedad sin poder hacer nada para detenerlos. Y no es que Germana fuese una de esas niñas condenadas desde su nacimiento, que llevan en sí el germen de una muerte hereditaria. Su constitución era robusta y su pecho ancho; además, su madre nunca había tosido. Un resfriado descuidado, una habitación demasiado fría, la privación de cosas necesarias a la vida, es lo que había producido todo su mal. Poco a poco, a pesar de los cuidados del doctor, la pobre niña había palidecido coma una estatua de cera y sus fuerzas la habían abandonado; el apetito, la alegría, el aliento, la satisfacción de respirar el aire, todo le faltaba. Seis meses antes del principio de esta historia, Le Bris había tenido consulta con dos celebridades. Aun podía salvarse entonces; le quedaba un pulmón, y la Naturaleza a veces se contenta con menos. Pero era preciso llevarla sin demora a Egipto o a Italia.
—Sí—dijo el joven doctor—, ésa es la única prescripción racional; una casa de campo a orillas del Arno, una vida tranquila y sin preocupaciones pecuniarias... ¡Pero, ya veis!...
Y designó con el dedo los cortinajes destrozados, las sillas de paja y el desnudo pavimento del salón.
—¡He aquí su sentencia de muerte!
En el mes de enero el último pulmón fue afectado; el sacrificio se consumaba. El doctor casi se preocupaba ya más de la duquesa que de la enferma. Su última esperanza era que la hija se extinguiese dulcemente y que la madre se salvase.
Hizo su visita a Germana, le tomó el pulso por pura fórmula, le ofreció una caja de bombones, la besó fraternalmente en la frente y pasó a la habitación del señor de La Tour de Embleuse.
El duque aun estaba en la cama y, sin los artificios de tocador, nadie le hubiera rebajado un mes de sus sesenta y tres años.
—Y bien, elegante doctor—dijo con su risa sonora—, ¿qué año nuevo nos trae usted? ¿La Fortuna, al fin, querrá venir a verme? ¡Ah! ¡bribona, si vuelvo a pillarte! Usted es testigo, doctor, de que la espero en la cama.
—Señor duque—respondió el doctor—, puesto que estamos solos, podemos hablar de cosas serias. Creo que no he ocultado a usted el estado de su hija.
El duque hizo una pequeña mueca sentimental y dijo:
—Verdaderamente, doctor, ¿es que no se puede ya esperar nada? Yo creo, falsa modestia aparte, que es usted capaz de un milagro.
Le Bris movió tristemente la cabeza.
—Todo lo más que yo puedo hacer—respondió—, es evitarle sufrimientos en sus últimos días.
—¡Pobre pequeña! Figúrese usted, querido doctor, que tose todas las noches hasta despertarme. Debe sufrir horriblemente, aunque trate de ocultarlo. Si no hay ninguna esperanza, su última hora será la del descanso.
—No es eso todo lo que tengo que decirle,