Germana. Edmond About

Germana - Edmond  About


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lo prometo.

      —¿Y usted cree que verdaderamente está tan mal la pobre duquesa? ¡Pero si está tan ágil como cuando tenía quince años!

      —El estado de la señora duquesa es bastante serio.

      —¿Y cree usted, de buena fe, que con dinero la podríamos curar?

      —Respondo de su vida si obtengo de usted...

      —Usted no obtendrá nada absolutamente. ¡Yo soy de piedra roqueña, mi querido amigo! Y ya ve usted si mi negativa tiene mérito, ¡tal vez no hay diez luises en toda la casa! A fe de gentilhombre que si alguien muriese aquí no se encontraría con qué enterrarle. ¡Tanto peor! ¡tanto peor! ¡nobleza obliga! El duque de La Tour de Embleuse no es un ama seca, ¡y sobre todo del hijo de la señora Chermidy! Antes me dejaría morir en un jergón. Doctor, estoy muy contento de que me haya puesto a prueba y no le guardo ningún resentimiento. Nunca se conoce bien uno a sí mismo y no estaba muy seguro de la cara que pondría ante cincuenta mil francos de renta. Usted ha pulsado mi honor que ¡gracias a Dios! ha respondido bien... ¿El señor de Villanera ofrece el capital o sólo la renta?

      —A elección de usted, señor duque.

      —Yo he elegido la miseria, ya lo ha visto usted. ¡Pero cuando yo le decía que la Fortuna era una caprichosa! La conozco desde hace mucho tiempo y unas veces hemos estado en buenas relaciones y otras reñidos. Ahora quiere tentarme... ¡como si no! ¡Adiós, querido doctor!

      El señor Le Bris se levantó de la silla. El duque le retuvo por la mano.

      —Fíjese usted en que lo que hago es heroico. ¿Usted no ha sido jugador? ¿Conoce usted las cartas?

      —Juego al whist.

      —Entonces no es usted jugador. Sepa usted, pues, amigo mío, que cuando una vez se ha dejado pasar una buena racha, ya no vuelve. Al rechazar sus proposiciones, renuncio a toda esperanza en lo porvenir y me condeno a perpetuidad.

      —Acepte usted, pues, señor duque, y no desprecie a la fortuna. ¡Cómo! yo le traigo a usted en mis manos la salud para la señora duquesa, el bienestar para usted y un fin dulce y tranquilo para la pobre niña que se extingue entre privaciones de todas clases; levanto su casa que se derrumba entre el polvo; le doy un nieto ya criado, un niño magnífico que podrá unir su nombre de usted al de su padre, y todo eso, ¿a qué precio? Mediante una cláusula de dos líneas en el acta de matrimonio. ¿Y usted prefiere mejor condenar a su hija, a su esposa y hasta condenarse a sí mismo, antes que prestar su nombre a un niño extraño? ¿Cree usted que con eso cometería un crimen de lesa nobleza? ¿Es que no sabe usted a qué precio se ha conservado la nobleza en Francia y en todas partes desde las Cruzadas? ¡Cuántos nombres salvados por milagro o por habilidad! ¡Cuántos árboles genealógicos rejuvenecidos por un injerto plebeyo!

      —¡Casi todos, querido doctor! Le citaría más de veinte sin salir de esta misma calle. Además, los Villanera pertenecen a la aristocracia más pura; no veo inconveniente en una alianza con esos señores. Con una condición, sin embargo: y es que el asunto se lleve en plena luz, sin hipocresía. Mi hija puede reconocer un hijo extraño en el interés de dos ilustres casas de España y de Francia. Si alguien pregunta por qué, se le contestará que por razones de Estado. ¿Y usted salvará a la duquesa?

      —Respondo de ella.

      —¿Y a mi hija también?

      El doctor movió lentamente la cabeza. El viejo continuó con tono de resignación:

      —¡Qué le vamos a hacer! no se puede tener todo a la vez. ¡Pobre niña! ¡Tanto que me hubiera gustado compartir con ella el bienestar! ¡Cincuenta mil francos de renta! ¡Ya sabía yo que volvería la fortuna!

      En aquel momento entró la duquesa y su marido le hizo un resumen de los ofrecimientos del doctor con transportes de una admiración infantil. El señor Le Bris se había levantado para ofrecer su silla a la pobre mujer que corría sin descanso desde por la mañana. Con los codos sobre la cama, frente a frente del duque, escuchó con los ojos cerrados todo lo que aquél quiso decirle. El viejo, inconstante como un hombre cuya razón vacila, había olvidado sus propias objeciones. No veía más que una cosa en el mundo: los cincuenta mil francos de renta. En su aturdimiento llegó hasta a hablar a la duquesa de los peligros que corría y de su vida amenazada. Pero esta revelación resbaló sobre su corazón sin herirlo.

      Abrió los ojos, y volviéndolos tristemente hacia el doctor, le dijo:

      —Y bien, ¿Germana está condenada sin remisión, puesto que esa mujer no tiene miedo de casarla con su amante?

      El doctor intentó persuadirla de que no se había perdido toda esperanza, pero ella le detuvo con el gesto.

      —No mienta usted, pobre amigo mío. Esas gentes han puesto su confianza en usted y le han pedido que buscase una mujer lo suficientemente enferma para que no hubiese esperanza alguna de salvarla. Si por una casualidad viviese, si un día llegase a colocarse entre los dos para reclamar sus derechos y expulsar a la amante, el señor de Villanera podría echar en cara a usted que le había engañado. Y usted no habrá querido exponerse a eso.

      El señor Le Bris enrojeció a su pesar, porque la duquesa decía la verdad; pero salió de aquel mal paso haciendo el elogio de don Diego. Le pintó como un noble corazón, un caballero de antaño perdido en nuestro siglo.

      —Puede usted creer, señora duquesa, que si nuestra querida enferma llegase a salvarse, lo debería a su marido. El no la conoce, no la ha visto nunca; ama a otra y abriga una esperanza bien triste para nosotros al decidirse a colocar una esposa legítima entre su amante y él. Pero cuanto mayor sea su interés en esperar el día de la viudez, más creerá de su deber el retrasarlo. No sólo rodeará a su esposa de todos los cuidados que su estado requiere, si no que es hombre para constituirse en enfermero de ella y velarla noche y día. Le garantizo a usted que tomará el matrimonio en serio, como todos los deberes de la vida. Es español e incapaz de jugar con los Sacramentos; tiene un culto por su madre y una ternura apasionada por su hijo. Esté usted segura de que el día en que le conceda la mano de su hija, se habrá acabado todo entre él y la señora Chermidy. Llevará a su mujer a Italia; yo les acompañaré y usted también, y si Dios tiene a bien hacer un milagro, seremos tres para ayudarle, señora duquesa.

      —¡Diablo!—añadió el duque—. No hay nada imposible; todo puede ocurrir en este mundo; ¿quién me hubiera dicho esta mañana que yo heredaría cincuenta mil francos de renta?

      Ante estas palabras la duquesa sintió que una oleada de lágrimas subía a sus ojos.

      —Amigo mío—dijo—, es muy triste el que los padres hereden a los hijos. Si Dios tiene decidido llamar a su lado a mi pobre Germana, yo bendeciré llorando su mano rigurosa y esperaré a tu lado el instante en que debamos reunirnos. Pero yo quiero que la memoria de mi ángel amado sea tan pura como su vida. Desde hace más de veinte años conservo un ramo de flores de azahar, marchito lo mismo que mi felicidad y mi juventud: cuando ella muera quiero ponerlo sobre su ataúd.

      —¡Ta! ¡ta!—exclamó el duque—. ¡Así son las mujeres! Tú estás enferma, querida, y no serán las flores de azahar las que te curen.

      —¡En cuanto a mí...!

      Su mirada acabó la frase de modo tan expresivo que hasta el mismo duque la comprendió.

      —¡Eso es!—dijo—; ¡a vuestra comodidad! ¡moríos las dos juntas! ¿Y entonces qué será de mí?

      —Usted será rico, padre mío—dijo Germana abriendo la puerta del comedor.

      La duquesa se levantó como movida por un resorte y corrió hacia su hija; pero ésta no tenía necesidad de apoyo. Besó a su madre y con paso firme y resuelto, el paso de los mártires, avanzó hasta la cama.

      Iba vestida de blanco, como Paulina en el quinto acto de Poliuto. Un pálido rayo del sol de enero caía sobre su frente, formando como una aureola. Su rostro sin color parecía una página borrada en la que no se veía brillar más


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