Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer

Morbus Dei: Bajo el signo des Aries - Matthias  Bauer


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final, si ocurriría lo inevitable.

      Oyeron unos pasos que se acercaban a la puerta y luego enmudecían. Elisabeth contuvo el aliento.

      Aflojaron los toldos desde fuera y los levantaron. Entró una luz cegadora y los prisioneros cerraron los ojos. Algunos se agazaparon en los rincones oscuros para esconder la piel sensible a la luz del día.

      A pesar del dolor, Elisabeth entreabrió los ojos, tenía que saber si…

      Las siluetas de varios hombres delante de la puerta. Ninguna posibilidad de huida.

      La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Fuera había cuatro soldados, dos a cada lado, y otro asomó la cabeza dentro del carro.

      –¡Fuera! – ladró con voz ronca—. Podéis hacer vuestras necesidades ahí arriba y beber agua de la fuente. Pasaréis la noche en esa granja. Si alguien intenta huir, le dispararemos. Y si alguien arma jaleo, también. Y si alguien me pone nervioso, ¡lo mismo! ¿Preguntas? ¡Ninguna!

      Elisabeth bajó la primera, temblando. Le dolía todo por haber estado tantas horas sentada. Observó el entorno. Aunque antes, cuando habían retirado los toldos, les había parecido que entraba la luz deslumbrante del sol de mediodía, era la hora del crepúsculo. El horizonte estaba más claro a la derecha; por lo tanto se dirigían hacia el sur. Cerca de allí había una casa de labranza calcinada, en las puertas de la granja aún se veían unas grandes cruces de San Andrés blancas pintadas, que ya presentaban huellas del paso del tiempo. Elisabeth conocía esa señal de aviso: la peste había estado allí.

      Los primeros prisioneros se precipitaron hacia la fuente y bebieron agua con avidez. Las madres se fueron con sus hijos detrás de los matorrales, vigilados con cien ojos por los soldados. Otros enfermos se quedaron en la oscuridad protectora, no bajarían del carro hasta que fuera noche cerrada.

      El carruaje negro en el que Elisabeth había salido ese mismo día de Viena se había detenido mucho más adelante, en una posada que había al otro lado del camino.

      Elisabeth respiró con fruición el aire frío del anochecer. Notó que se le despejaba un poco la cabeza.

      De todas las cuestiones que la preocupaban, sólo dos eran importantes: ¿Dónde estaba Johann? ¿Y cómo diantre la encontraría?

      De momento, ninguna de las dos preguntas tenía respuesta. Por lo tanto, lo único que podía hacer era seguir con vida y tratar de huir en cuanto surgiera la menor oportunidad. Se lo debía a Johann, se lo debía a su hijo.

      Se acarició el vientre, la curvatura casi imperceptible. Entonces oyó un llanto, levantó la vista y vio que un mercenario sacaba a una madre y a sus dos hijos a empujones de los matorrales.

      –¡Daos prisa, no tenemos toda la noche!

      Los niños lloraban, las lágrimas se deslizaban por sus pequeñas mejillas, marcadas por ramificaciones negras.

      Elisabeth se apartó la mano del vientre y notó que se le humedecían los ojos. Se apresuró a secárselos y se dirigió a la fuente.

      Una hoguera crepitaba en medio del corro que habían formado los vecinos del pueblo y los gitanos que habían acampado allí con sus carros hacía unas horas. Todos bromeaban, reían, comían y bebían como si se conocieran desde hacía una eternidad y celebraran el reencuentro. Dos músicos, con un violín y un caramillo, tocaban alegres canciones con un halo de nostalgia.

      Johann miró el corro, sonrió a los niños que tocaban palmas, a los hombres que bebían y a las muchachas que bailaban. Pero lo que él quería era levantarse y marcharse, partir en busca de Elisabeth. A cada segundo que pasaba, el peso que le aplastaba los hombros parecía más grande y aumentaba su confusión.

      Markus estaba sentado a su lado, royendo las últimas costillas del cordero asado. Victoria Annabelle dormía con la cabeza apoyada en el regazo de su padre, tapada con una manta de tejido basto.

      Hans y Karl se abrazaban, reían y se emborrachaban.

      El prusiano todavía no se había despertado, el médico lo velaba roncando en la casa.

      Von Binden miró pensativo a Johann.

      – No lo hagas. Fracasarías.

      Johann se sobresaltó como si lo hubieran sorprendido robando.

      – Solo, no conseguirás nada. Ten paciencia. Juntos, la encontraréis.

      – Quizá entonces ya sea demasiado tarde, señor conde.

      – Quizá —replicó Von Binden, mascando tabaco—. Pero, si te vas solo, el fracaso está asegurado.

      Johann volvió a contemplar el fuego. Sabía que Von Binden tenía razón. Y lo maldijo por ello.

      El conde escupió en el suelo y le ofreció su jarra de vino con una sonrisa.

      –¡Y hazme el favor de llamarme Samuel!

      V

      «No malgastes tus energías, vas a necesitarlas.» Las palabras de Von Pranckh resonaron en la mente de Johann, como si las forjaran a golpe de martillo.

      Luego vio el instrumento con que Von Pranckh se le acercaba y le dio la impresión de que las paredes de la mazmorra se le caían encima.

      Un dolor ardiente se apoderó de sus sentidos y le cortó la respiración cuando el militar le clavó la herramienta en el costado.

      Von Pranckh paró un momento y esperó a que volviera la calma después de aquella tempestad de dolor. Luego siguió girando el instrumento para la que la espiral de hierro penetrara un poco más.

      Johann supo que esta vez no tenía escapatoria.

      Perdóname, Elisabeth.

      Un dolor ardiente invadió a oleadas su cuerpo, a Johann todo le daba vueltas, estaba muy cerca de la liberadora pérdida de conocimiento.

      Y de nuevo un dolor ardiente… dolor… más dolor…

      Johann abrió los ojos. Victoria Annabelle lo pinchaba en el hombro con el palo que el día anterior intentaba mantener en equilibrio en la punta de la nariz. Al ver que Johann se había despertado, sonrió con picardía y entró corriendo en la cabaña del médico.

      Johann se llevó la mano al hombro y palpó la herida que le había hecho Von Pranckh.

      Aún le dolía.

      Miró el entorno. Los rayos de sol del amanecer sumían las casas bajas de Deutsch-Altenburg en una luz agradable. El heno sobre el que descansaba era cálido y blando. En el aire aún flotaba el olor a humo de la fogata que habían encendido por la noche, en la que aún quedaban algunos rescoldos.

      El pueblo estaba tranquilo, sólo se oían las voces y las risas de las gitanas que lavaban la ropa en las aguas del Danubio. Johann se levantó y se desperezó. Notó un leve dolor de cabeza, probablemente por culpa de la jarra de vino que esa noche había vaciado mano a mano con Von Binden. O por la que se bebieron después.

      Entró en la cabaña y vio que, en la mesa en la que unas horas antes habían atado al prusiano, había un cuenco de madera lleno de sopa de cerveza humeante. Leonardus, Von Binden, Victoria Annabelle, Hans y Karl estaban sentados a la mesa. Con excepción de la niña, a todos se les notaban en la cara los excesos de la noche anterior.

      Sin decir nada, se sentó en un taburete y se sirvió un cucharón de sopa en el plato que tenía delante. Echó dentro unas migas de pan y lo removió todo con una cuchara.

      – Señor, bendice los alimentos que vamos a tomar – murmuró el médico, y se santiguó.

      Los demás lo imitaron.

      Johann tomó un sorbo de sopa; la cerveza rebajada con agua tenía un sabor intenso y aromático. Paseó la mirada por los semblantes que lo rodeaban, de los que había desaparecido la despreocupación cargada de alcohol de la noche anterior. Todos volvían a pensar en la huida, en lo que habían dejado atrás o en lo que no volverían a ver nunca.

      –¡Resucitado de entre los muertos! – exclamó Leonardus de pronto.

      Todos


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