Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer

Morbus Dei: Bajo el signo des Aries - Matthias  Bauer


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y lo agarró por el cuello de la camisa.

      – Guárdate tu ayuda para las viejas y los tiroleses, desertor.

      – Hoy tienes carta blanca para decir todas las impertinencias que quieras. Aprovecha – le respondió Johann, y lo abrazó con tanta fuerza como pudo.

      –¡Qué bonito es el amor! – bromeó Karl.

      Hans y Victoria Annabelle se rieron.

      – Siéntate con nosotros. ¿Cómo te encuentras? – le preguntó Leonardus, escrutándolo con la mirada.

      – Bastante bien – respondió el prusiano—. No es la primera vez que me disparan.

      – Pero podría haber sido la última – replicó el médico.

      – No había llegado mi hora – contestó sonriendo el prusiano.

      Luego se sentó a la mesa con los demás. Se movía como un anciano.

      –¿«Bastante bien»? ¡Lo que hay que oír! – murmuró Leonardus.

      El prusiano lo observó malhumorado. Johann le ofreció un cuenco lleno de sopa humeante. El prusiano cogió la cuchara, la sumergió en el líquido y se la llevó a la boca con mano temblorosa. Tragó y puso cara de gozo.

      – Y enseguida estaré mucho mejor – dijo y empezó a devorar la sopa a cucharadas.

      Los demás sonrieron.

      Vació rápidamente el cuenco, dejó la cuchara y dijo:

      – Y ahora contadme lo que ha pasado. Lo último que recuerdo es que casi lo habíamos conseguido, estábamos a punto de llegar a la gabarra, y entonces me dispararon. Tuve que soltar a Elisabeth y… – Se interrumpió y miró a todos lados con la esperanza de encontrar a la persona que buscaba—. ¿Y Elisabeth?

      Von Binden meneó la cabeza. El prusiano miró entonces a Johann, que tenía una mirada vacía en los ojos.

      – Johann, ¿está…?

      –¿Muerta? No, por lo que sabemos – respondió Von Binden en lugar del amigo.

      – No lo entiendo…

      – Los soldados la capturaron, sólo pudimos cargar contigo hasta la gabarra antes de que zarpara – dijo Hans.

      – Luego vimos que se la llevaban en un carruaje negro – añadió Karl.

      – Entonces… ¿todo fue en vano? – El prusiano estaba consternado.

      – No, amigo mío, porque tan pronto como te mejores, iré a buscarla. Y la encontraré, aunque tenga que ir a buscarla al infierno. – Johann miró al prusiano con una determinación que no dejaba lugar a dudas.

      –¿Y a qué esperamos?

      El prusiano se levantó, se tambaleó y tuvo que sentarse de nuevo. Los ojos le hacían chiribitas. Respiró hondo y notó que alguien le ponía algo en la mano.

      –¡Bebe! – le ordenó el médico.

      El prusiano levantó la jarra con manos temblorosas y tomó un trago. Era vino, y sabía a rayos, pero las chiribitas desaparecieron.

      – Los actos heroicos tendrán que esperar unos días – pronosticó Leonardus, que le quitó la jarra de las manos y bebió un buen trago.

      – Sí, haz caso del matasanos y no seas tan… animal – bromeó Hans y se echó a reír.

      – Eso, estate tranquilito como un cordero – añadió Karl, al tiempo que se tocaba el muslo.

      El prusiano miró confundido a Johann, que hizo un gesto para quitarle importancia al asunto.

      – Luego te lo explico.

      La noche que pasaron en la granja fue una pesadilla.

      Tras la puesta de sol, los mercenarios les dieron pan cubierto de moho, queso rancio y alimentos que un campesino jamás les daría a sus cerdos. Pero al menos se llenaron un poco el estómago. Luego, los enfermos se tumbaron en el suelo de tablas húmedo para cumplir el «obligado descanso nocturno», como lo llamaban sus carceleros. Los lamentos de los adultos y los llantos de los niños se fueron acallando poco a poco, hasta que sólo se oyó el aullido del viento que soplaba entre los muros.

      Elisabeth tardó horas en conciliar el sueño, recordaba una y otra vez la escena a orillas del Danubio, y el dolor que le provocaba la ausencia de Johann aumentó hasta el infinito. Sin embargo, sabía que tenía que ser fuerte y trató de armarse de valor. Johann había escapado varias veces de las garras del diablo; seguro que ya se había puesto en camino para buscarla, acompañado del prusiano y sus otros amigos. Confiaba ciegamente en él, sabía que esta vez también haría…

      ¿Confías realmente en él? Al fin y al cabo, te mintió para ir a Viena. Si no hubierais ido, ahora no estarías aquí.

      Elisabeth intentó no hacer caso de su voz interior. Johann lo había hecho por una razón, tenía que matar a Von Pranckh.

      ¿En serio?

      Se acabó. Lo hecho, hecho estaba. No era el momento para pensar en culpabilidades. Claro que Johann no debería haber ido a Viena; pero ella tampoco debería haberse saltado los consejos de Josefa cuando Johann y el prusiano estaban en prisión. Y recordaba muy bien las consecuencias, lo que ocurrió cuando la atacaron los dos canallas, cuando ella los… contagió.

      Su acción había destruido casi una ciudad entera.

      Los pensamientos de Elisabeth se ensombrecieron. Agachó la cabeza para hacer algo que la consolaba desde que era niña. Rezó. Rezó por Johann y por su hijo, por los enfermos y por Josefa, a la que habían arrebatado la vida tan sólo unos días antes. Aunque sólo la conocía desde hacía unas semanas, se sentía como si hubiera perdido a un miembro de su familia. Rezó por Konstantin von Freising, el jesuita al que no había vuelto a ver desde aquella noche en las mazmorras de la Inquisición.

      No se durmió hasta poco antes del amanecer y entonces se sumió en un sueño intranquilo.

      Al alba tuvieron que volver todos a las jaulas. Elisabeth contempló una vez más los muros medio derruidos; luego, volvieron a cubrir el carro con el toldo.

      El vehículo se puso en movimiento con una sacudida. Todos sabían lo que les esperaba: un viaje hacia la incertidumbre en la oscuridad más absoluta.

      Como el día anterior.

      El prusiano se despertó en la pequeña habitación oscura de la cabaña del médico y se rascó el pecho hasta que le salieron marcas rojas en la piel. El dolor de los arañazos superó el del escozor de las heridas. Casi.

      «Cálmate, eres un hombre hecho y derecho», le habría dicho Josefa.

      Josefa…

      El prusiano tragó saliva y notó que se le hacía un nudo en la garganta a causa de la nostalgia. Desde que había recobrado el conocimiento, no pasaba un solo instante sin que pensara en su amada esposa, en su risa, en su fortaleza, en su amor.

      En su muerte.

      Cuando todo aquello acabara, cuando Johann recuperara a Elisabeth, cuando él ya no tuviera nada que hacer en este mundo, seguiría a Josefa, lo juraba.

      Pero aún no era el momento.

      Se pasó la mano por la cara y se frotó la frente hasta que se disiparon esos pensamientos sombríos. Luego se puso la camisa de lino y fue a duras penas hasta el comedor.

      El médico estaba sentado junto a la chimenea, contemplando el fuego con las mejillas encendidas mientras abrazaba casi con cariño la jarra de vino.

      –¡Cómo pica, maldita sea! – refunfuñó el prusiano—. ¿Cuándo acabarán los picores?

      Leonardus lo miró con ojos vidriosos. No parecía saber quién era el hombre que tenía delante. Entonces parpadeó con fuerza.

      – Ah, ¿eso? Normalmente, sólo dura unos días. Os pasa a casi todos, tendrá algo que ver con los corderos.

      La noche


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