Crimen y Castigo. Федор Достоевский

Crimen y Castigo - Федор Достоевский


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a la gruesa, colorada y ricamente ataviada señora, que permanecía en pie, como si no se atreviera a sentarse, aunque tenía una silla a su lado.

      Ich danke respondió Luisa lvanovna en voz baja.

      Se sentó con un frufrú de sedas. Su vestido, azul pálido guarnecido de blancos encajes, se hinchó en torno de ella como un globo y llenó casi la mitad de la pieza, a la vez que un exquisito perfume se esparcía por la habitación. Pero ella parecía avergonzada de ocupar tanto espacio y oler tan bien. Sonreía con una expresión de temor y timidez y daba muestras de intranquilidad.

      Al fin la dama enlutada se levantó, terminado el asunto que la había llevado allí.

      En este momento entró ruidosamente un oficial, con aire resuelto y moviendo los hombros a cada paso. Echó sobre la mesa su gorra, adornada con una escarapela, y se sentó en un sillón. La dama lujosamente ataviada se apresuró a levantarse apenas le vio, y empezó a saludarle con un ardor extraordinario, y aunque él no le prestó la menor atención, ella no osó volver a sentarse en su presencia. Este personaje era el ayudante del comisario de policía. Ostentaba unos grandes bigotes rojizos que sobresalían horizontalmente por los dos lados de su cara. Sus facciones, extremadamente finas, sólo expresaban cierto descaro.

      Miró a Raskolnikof al soslayo e incluso con una especie de indignación. Su aspecto era por demás miserable, pero su actitud no tenía nada de modesta.

      Raskolnikof cometió la imprudencia de sostener con tanta osadía aquella mirada, que el funcionario se sintió ofendido.

      ¿Qué haces aquí tú? exclamó éste, asombrado sin duda de que semejante desharrapado no bajara los ojos ante su mirada fulgurante.

      He venido porque me han llamado repuso Raskolnikof . He recibido una citación.

      Es ese estudiante al que se reclama el pago de una deuda se apresuró a decir el secretario, levantando la cabeza de sus papeles . Aquí está y presentó un cuaderno a Raskolnikof, señalándole lo que debía leer.

      «¿Una deuda…? ¿Qué deuda? pensó Raskolnikof . El caso es que ya estoy seguro de que no se me llama por… aquello.»

      Se estremeció de alegría. De súbito experimentó un alivio inmenso, indecible, un bienestar inefable.

      Pero ¿a qué hora le han dicho que viniera? le gritó el ayudante, cuyo mal humor había ido en aumento . Le han citado a las nueve y media, y son ya más de las once.

      No me han entregado la citación hasta hace un cuarto de hora repuso Raskolnikof en voz no menos alta. Se había apoderado de él una cólera repentina y se entregaba a ella con cierto placer . ¡Bastante he hecho con venir enfermo y con fiebre!

      ¡No grite, no grite!

      Yo no grito; estoy hablando como debo. Usted es el que grita. Soy estudiante y no tengo por qué tolerar que se dirijan a mí en ese tono.

      Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar en seguida: sólo sonidos inarticulados salieron de sus contraídos labios. Después saltó de su asiento.

      ¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten insolencias.

      ¡También usted está en la comisaría! replicó Raskolnikof , y, no contento con proferir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto hacia todos nosotros.

      Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.

      El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante pareció dudar un momento.

      ¡Eso no le incumbe a usted! respondió al fin con afectados gritos . Lo que ha de hacer es prestar la declaración que se le pide. Enséñele el documento, Alejandro Grigorevitch. Se ha presentado una denuncia contra usted. ¡Usted no paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!

      Pero Raskolnikof ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del papel y trataba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una y otra vez leyó el documento, sin conseguir entender ni una palabra.

      Pero ¿qué es esto? preguntó al secretario.

      Un efecto comercial cuyo pago se le reclama. Ha de entregar usted el importe de la deuda, más las costas, la multa, etcétera, o declarar por escrito en qué fecha podrá hacerlo. Al mismo tiempo, habrá de comprometerse a no salir de la capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que posee hasta que haya pagado su deuda. Su acreedor, en cambio, tiene entera libertad para poner en venta los bienes de usted y solicitar la aplicación de la ley.

      ¡Pero si yo no debo nada a nadie!

      Ese punto no es de nuestra incumbencia. A nosotros se nos ha remitido un efecto protestado de ciento quince rublos, firmado por usted hace nueve meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que esta señora ha enviado al consejero Tchebarof en pago de una cuenta. En vista de ello, nosotros le hemos citado a usted para tomarle declaración.

      ¡Pero si esa señora es mi patrona!

      ¡Y eso qué importa!

      El secretario le miraba con una sonrisa de superioridad e indulgencia, como a un novicio que empieza a aprender a costa suya lo que significa ser deudor. Era como si le dijese: «¿Eh? ¿Qué te ha parecido?»

      Pero ¿qué importaban en aquel momento a Raskolnikof las reclamaciones de su patrona? ¿Valía la pena que se inquietara por semejante asunto, y ni siquiera que le prestara la menor atención? Estaba allí leyendo, escuchando, respondiendo, incluso preguntando, pero todo lo hacía maquinalmente. Todo su ser estaba lleno de la felicidad de sentirse a salvo, de haberse librado del temor que hacía unos instantes lo sobrecogía. Por el momento, había expulsado de su mente el análisis de su situación, todas las preocupaciones y previsiones temerosas. Fue un momento de alegría absoluta, animal.

      Pero de pronto se desencadenó una tormenta en el despacho. El ayudante del comisario, todavía bajo los efectos de la afrenta que acababa de sufrir y deseoso de resarcirse, empezó de improviso a poner de vuelta y media a la dama del lujoso vestido, la cual, desde que le había visto entrar, no cesaba de mirarle con una sonrisa estúpida.

      Y tú, bribona le gritó a pleno pulmón, después de comprobar que la señora de luto se había marchado ya , ¿qué ha pasado en tu casa esta noche? Dime: ¿qué ha pasado? Habéis despertado a todos los vecinos con vuestros gritos, vuestras risas y vuestras borracheras. Por lo visto, te has empeñado en ir a la cárcel. Te lo ha advertido lo menos diez veces. La próxima vez te lo diré de otro modo. ¡No haces caso! ¡Eres una ramera incorregible!

      Raskolnikof se quedó tan estupefacto al ver tratar de aquel modo a la elegante dama, que se le cayó el papel que tenía en la mano. Sin embargo, no tardó en comprender el porqué de todo aquello, y la cosa le pareció sobremanera divertida. Desde este momento escuchó con interés y haciendo esfuerzos por contener la risa. Su tensión nerviosa era extraordinaria.

      Bueno, bueno, Ilia Petrovitch… empezó a decir el secretario, pero enseguida se dio cuenta de que su intervención sería inútil: sabía por experiencia que cuando el impetuoso oficial se disparaba, no había medio humano de detenerle.

      En cuanto a la bella dama, la tempestad que se había desencadenado sobre ella empezó por hacerla temblar, pero cosa extraña a medida que las invectivas iban lloviendo sobre su cabeza, su cara iba mostrándose más amable, y más encantadora la sonrisa que dirigía al oficial. Multiplicaba las reverencias y esperaba impaciente el momento en que su censor le permitiera hablar.

      En mi casa no hay escándalos ni pendencias, señor capitán se apresuró a decir tan pronto como le fue posible (hablaba el ruso fácilmente, pero con notorio acento alemán) . Ni el menor escándalo ella decía «echkándalo» . Lo que ocurrió fue que un caballero llegó embriagado a mi casa… Se lo voy a contar todo, señor capitán. La culpa no fue mía. Mi casa es una casa seria, tan seria como yo, señor capitán. Yo no quería «echkándalos»… Él vino como una cuba y pidió tres botellas la alemana decía


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