El Niño de la Bola. Pedro Antonio de Alarcón

El Niño de la Bola - Pedro Antonio de Alarcón


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al colegio?

      —No, señor... (respondió el gorgojo.) La han quitado... ¡por mala!

      —¡Ah viejo infame!—gritó Manuel, volviéndose hácia el caseron con el puño cerrado, como amenazando derribar aquellas paredes y sepultar bajo sus escombros á D. Elías.

      Y se encontró cara á cara con D. Trinidad Muley, que hacía ya un rato estaba interpuesto estratégicamente entre su atolondrado pupilo y la casa del usurero.

      —¡Tienes razon! ¡Es un pícaro; y por eso he venido yo á buscarte!—dijo el clérigo, cogiendo de un brazo á Manuel.

      —¡Señor Cura! (exclamó éste con respeto, pero tambien con desesperacion.) ¿Por qué no me dejó usted morirme el dia que enterraron á mi padre?

      —¡Muchacho! ¿qué dices? ¡Eso es una blasfemia! (contestó D. Trinidad, estremeciéndose.)—Anda... Vámonos de aquí... Tenemos que hablar.—El dia está bueno, y tomaremos el sol en el Camino de las Huertas.—Allí no hay nadie á estas horas.

      Manuel habia inclinado la cabeza sobre el pecho, y caido en una profunda meditacion.

      —Vamos... vamos... Sígueme... (continuó diciendo el Sacerdote.) No te abatas de esa manera... Para todo hay remedio en este mundo, máxime cuando se tienen sentimientos cristianos...—Yo te diré la marcha que debes adoptar, en vista de la oposicion de ese zorro viejo...—Conque anda; que aquí hace mucho frio.

      El jóven siguió á su protector, sin levantar la cabeza, pensando más, indudablemente, en sus propios recursos y en los atrevidos planes que formó aquel dia, que en lo que el Cura tuviera que decirle.

      Llegados al próximo Camino de las Huertas, D. Trinidad Muley (de quien hemos olvidado decir que, á los treinta y siete años de edad, era ya excesivamente grueso), paróse como una nave que da fondo; quitóse el enorme sombrero de canal, limpióse el sudor con un gran pañuelo de hierbas, tomó aliento dos ó tres veces, y habló así:

      —Pues, señor: ¿para qué andar con circunloquios? ¡Es menester que olvides á Soledad! Su padre te aborrece con sus cinco sentidos, y no te la entregará nunca.—«¡No me lo nombres!...—¡Prefiero verte muerta!» le dijo ayer, en contestacion á tu sensato mensaje: é inmediatamente mandó al Colegio por la silla y demas efectos de la muchacha, haciendo decir á la maestra que Soledad era ya demasiado grande para ir á la amiga.—Todo esto me lo acaba de contar la señá María Josefa con las lágrimas en los ojos...—Suyo era el recado que recibí esta mañana de que aguardase á una persona que iria á hablarme á las once y media en punto...—La pobre mujer no queria verte, y sabía que á esa hora estarias en la puerta del Colegio...—Conque ¡lo dicho! ¡Es menester que me des palabra de honor, y hasta que me jures, no volver á acordarte de Soledad!

      Manuel seguia con la cabeza baja y aparentemente tranquilo, en cuya actitud, y viendo que el Cura habia callado, le preguntó muy despacio:

      —Dígame usted: ¿Y Soledad? ¿qué ha respondido á su padre?

      —¡Nada!... ¿Qué habia de responderle?

      —Pero... ¿ha dado muestras de sentimiento?... ¿ha llorado?...

      —Soledad es como tú... ¡Soledad no llora!—Tambien se lo he preguntado yo á su madre...—¿Crees que, porque estoy vestido de Cura, no entiendo yo de estos negocios?

      Manuel continuó preguntando:

      —Y ¿qué dice la señá María Josefa? ¿Sigue creyendo que su hija me quiere? ¿Espera que se someterá á la voluntad de su padre?

      —¡Mira, niño!... (respondió el Cura muy amostazado.) ¡Aquí no hemos venido á hablar de Soledad, sino de tí!—¡Á mí no me mareas tú!

      —¿De modo que no quiere usted decirme la opinion de la madre?—exclamó el jóven con sentido acento.

      —¡No, señor!... ¡De ningun modo!

      —Corriente. ¿Qué le hemos de hacer? Usted es mi segundo padre... y no hay más que tener paciencia.—¡Yo veré cómo me las compongo!

      —¡Malo, malo, Manuel! Tú no me quieres... ¡Ya empiezas á echar bravatas!...—¡Esa pícara soberbia ha de ser tu perdicion en este mundo!

      —Se equivoca usted, señor Cura. Yo quiero á usted como un hijo; ¡pero quiero tambien á Soledad con toda mi alma!

      —¡Pues es menester que no la quieras, aunque revientes! Es menester que la olvides por completo...—Te lo mando... ¡Te lo suplico yo!

      —¡Imposible, D. Trinidad, imposible! (contestó Manuel con un reposo y una dulzura que dieron á sus palabras más energía que si las hubiese dicho en el calor del entusiasmo.)—¡Aconsejarme que me desprenda de Soledad es pedirme toda la sangre de mis venas, y, suponiendo que la derramara, y que pudiese criar otra, tambien sería suya, á media vez que pasara por mi corazon!—Padre, mi corazon es de Soledad, como la piedra es del suelo, que, por muy alto ó muy léjos que la tiren, siempre va á parar á él.—Yo he pasado tres crueles años en la Sierra, lidiando por arrancarme este cariño, cuyas raíces corren por todo mi cuerpo y toda mi alma...; yo lo he expuesto en aquellas alturas al furor de los huracanes desencadenados, á ver si lo desarraigaban de mi sér, y sólo he conseguido fortalecerlo más y más por consecuencia de tan contínua lucha.—Dígame usted ahora qué camino me queda.—¿Morirme? ¿Matarme?—¡Pues no quiero; porque eso es alejarme de Soledad!

      —Muchacho, ¡tú eres el demonio! (respondió el Cura.) ¡Tú hablas como los libros prohibidos, sin que nadie te haya enseñado!—Y lo peor del caso es que no sé qué contestarte...—Por consiguiente, dime tu plan; pues de fijo tendrás alguno...

      —¿Yo? (replicó Manuel con fanática tranquilidad:) Yo no sé lo que pasará el dia de mañana, ni por dónde habrá que romper esta cadena que llevo liada al cuerpo...—¡De lo que estoy seguro es de que Soledad será mia!

      —Pero... ¿si no te quisiera?...

      —¿Se lo ha dicho á usted su madre?

      —¡Dale, bola! Su madre no me ha dicho eso..., sino precisamente lo contrario... La pobre mujer sigue creyendo que su hija se alegraria muy mucho de que el viejo transigiese contigo...—¿Pero si (lo que es un suponer...) te olvidase la muchacha...?

      —¡No me olvidará, señor Cura!

      —Bien...; pero si D. Elías se empeñase el dia ménos pensado en casarla con otro...

      —¡Tampoco puede suceder eso!

      —¿Cómo que no?—Figúrate que la solicitara algun ricacho, algun hombre de proporciones...

      —No la solicitará nadie.—Todo eso es cuidado mio.

      —¡Manuel!

      —¡Señor Cura!

      —¡Me das miedo!

      —¡Y con razon! ¡Hay veces que yo tambien me asusto de mí mismo!

      —¿Qué piensas hacer?

      —¡Sábelo Dios!—Soledad me pertenece, y yo trato de defenderla...—No le digo á usted más.

      —Pero yo no puedo consentir... Yo no consentiré nunca que te dejes llevar de esa soberbia satánica que vas descubriendo...—¡Tenlo entendido desde hoy!—Yo soy cristiano; yo soy sacerdote...—Á mí me gustan los valientes; pero no los iracundos...; y, por lo tanto...

      —¡Comprendo! ¡comprendo!...—Me arrojará usted de su casa...—¡Es natural, y yo tendré paciencia!

      —¡Véte al demontre! ¿Quién te habla de semejante cosa?—Lo que digo que no consentiré es que hagas nada contra la Ley de Dios..., ni creo que tú seas capaz de infringirla...—Pero, si tal haces, cuando tanto esmero he tenido en enseñártela, me moriré de pena de que no seas mi verdadero hijo... (¡en cuyo caso te abriria en canal!), y de vergüenza de haberte criado casi á mis pechos...

      —Tranquilícese


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