El Niño de la Bola. Pedro Antonio de Alarcón

El Niño de la Bola - Pedro Antonio de Alarcón


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marchar á caballo entre la Capital y la Ciudad...—Con todo, la natural lozanía de los diez y seis abriles prestaba entónces al rostro del adolescente su encantadora suavidad y virginal frescura, más realzadas que oscurecidas todavía por las vagas penumbras del apénas incipiente bozo.—En resúmen: era á la par niño y hombre, tan en sazon de que una rapazuela de catorce años y medio (Soledad, vg.) no lo creyera demasiado persona para ella, como de que cualquier moza, mujer y hasta archi-mujer lo mirase ya con ojos pecadores.

      Paseábase, digo, el gentil mancebo por la puerta del Colegio de Niñas, muy pagado de su figura y tambien de su flamante ropa de paño azul, de su sombrero recien sacado de la tienda, y del pañolillo carmesí, de la India, que Polonia le habia puesto al cuello, sujetándoselo con una sortija de similor y piedras de Francia que le regaló el Cura el dia que cantó misa (pues hay que advertir que esta ama, ántes de serlo de llaves, lo habia sido de leche del bueno de D. Trinidad, á quien seguia diciendo á solas, «mira, niño...»), cuando dieron las doce en el reloj de la Catedral y se abrieron simultáneamente la puerta del establecimiento, para dar paso á Soledad y á otras educandas, y la puerta del caseron de los Venegas, para dar paso al viejecillo que ya conocemos.

      Las otras niñas se alejaron de Soledad con aire misterioso, al ver que se le acercaba aquel jóven, á quien de seguro reconocerian: el criado, que lo reconoció tambien, se quedó inmóvil junto al porton del palacio, temiendo seguramente alguna catástrofe, y Soledad (de quien no hay que decir que ántes que nadie se habia hecho cargo de todo) púsose más encendida que la grana, y trató de seguir su camino.

      —Óyeme, niña... (le dijo entónces con inusitada blandura el desabrido Manuel, atajándole el paso respetuosísimamente:) Tengo que darte un recado para tu padre.

      Soledad se paró, y fijó sus grandes y dulces ojos en los del hijo de D. Rodrigo Venegas, sin la menor expresion de timidez ni sobresalto.—Tambien habia crecido bastante la niña, cuyas nacientes gracias juveniles recordaban á la Ofelia de Shakespeare. Aún iba vestida de corto, en lo cual no hacía bien su madre, ni ménos en seguir enviándola al Colegio, pues era exponerla á que algun descarado le dirigiese la flor, allí usual, de que más parecia una maestra que una discípula... Lo decimos, entre otras varias razones, porque no podia darse nada tan atractivo y misterioso como el poético semblante de aquella adolescente, cuya expresion de profunda y reservada inteligencia despertaba ya viva curiosidad y loco deseo de penetrar en el abismo de su alma...—En cuanto al súbito rubor que le ocasionara tan impensado encuentro, habia desaparecido con igual prontitud, no quedando otro indicio para leer en su corazon que aquella infinita dulzura de la mirada...

      Manuel quedó embelesado, y sin poder continuar su discurso, al reparar en los nuevos hechizos que hermoseaban á la gentil criatura con quien se habia desposado su espíritu desde la niñez, y bajó un momento los ojos, como deslumbrado por tanta belleza...

      Era enteramente el reverso del famosísimo primer saludo de Fausto á Margarita: ella representaba la seduccion y él la inocencia.

      —Soledad... (prosiguió diciendo el semi-salvaje, con voz tan mansa y melodiosa que hubiera enternecido al más feroz tirano.) Dile á tu padre, de parte de Manuel Venegas, que de tí depende el que él y yo seamos amigos. Dile que te quiero más que á mi vida, y que estoy pronto á perdonarlo, si consiente en casarnos cuando tengamos la edad, por cuyo medio quedarán arregladas antiguas cuentas y se evitarán muchos disgustos... Dile que yo estudiaré y trabajaré entretanto, á fin de llegar á ser un hombre de provecho... Y, en fin, dile que tu madre y D. Trinidad Muley entran gustosos en estas paces.

      —«¿Y yo?»—pudo preguntar la niña.

      Pero se guardó muy bien de preguntarlo.

      Tampoco respondió cosa alguna. Sólo habia sido fácil notar que, cuando oyó al huérfano declarar su cariño en términos tan vehementes y decir lo de la conformidad de la madre y del Cura, bajó los párpados y se mordió los labios, como para ocultar y reprimir sus emociones.

      Acabado que hubo Manuel su breve discurso, Soledad intentó de nuevo seguir marchando; pero el jóven volvió á detenerla con la mayor finura, y añadió lo siguiente:

      —Mañana, á estas horas, te aguardaré aquí mismo para que me des la contestacion de tu padre.

      Dicho lo cual, la saludó muy políticamente, quitándose el sombrero y dejándole franco el camino.

      Fué entónces la misma Soledad quien se detuvo porque quiso, clavando en Manuel una larga mirada de cariño y de enojo, parecida á una reconvencion: movió luégo los labios con ternura, como para decirle alguna cosa; pero se arrepintió en seguida, y bajó los temerarios ojos, con no sé qué tardía modestia: sonrió, en fin, levemente, como burlándose de su propia audacia ó de su propio miedo, y echó á correr, que no andar, hácia el palacio.

      Ya era tiempo: pues en aquel instante comenzó á tronar una voz terrible al otro lado del porton; vióse salir muy asustada á la señá María Josefa en busca de su hija, y notóse que el supersticioso criado daba explicaciones y excusas á la persona invisible que rugia dentro del portal.

      Manuel, en medio del inefable arrobamiento que le habia causado la indefinible mirada de la jóven, sintió vibrar en su pecho la ira, y estuvo para correr tambien hácia el palacio. Pero luégo se dominó bruscamente, y, encogiéndose de hombros, tomó el camino opuesto con majestuosa lentitud, sin volver la cabeza para ver lo que seguia ocurriendo en la plaza,—de donde salió, á punto que cesaron las voces y se oyó cerrar el porton.

      —¡Mañana veremos!...—iba diciéndose el mozo con la tranquilidad de la justicia y de la fuerza.

       Índice

      PERIPECIA.

      El dia siguiente, á las once de la mañana, estaba ya Manuel á la puerta del Colegio, en busca de la contestacion que aguardaba de parte de D. Elías, y, miéntras era llegada la hora de que la niña saliese de aquel santuario (donde vulgarísimas muchachas y estólidas maestras—así suelen discurrir los enamorados—tenian la gloria de verla coser y de oirla decorar sus lecciones, como si ella fuese tambien criatura mortal), el pobre mancebo se paseaba, lo más léjos posible del mudo caseron, enmarañando y devanando por centésima vez en su memoria todas las palabras que dijera la víspera á la señora de sus pensamientos y todas las temeridades y locuras que desde entónces se le habian ocurrido sobre la significacion del rubor, de la mirada, del enojo, del desenojo, del miedo, de la sonrisa y de la fuga de la intrépida y silenciosa adolescente.

      De lo que no podia dudar, de lo que no dudaba, de lo que estaba segurísimo era de que Soledad le amaba: no ya porque D. Trinidad Muley se lo hubiese contado, con referencia á la mujer del usurero, sino porque á él se lo habia dicho todo su sér, enajenado de un gozo y una delicia que no podian engañar á su leal naturaleza, desde que recibió aquella mirada (reveladora de dulces y ya presentidos misterios) con que la niña, trocada en mujer, habia transfigurado al niño en hombre.

      En cuanto á lo que pudiese contestar D. Elías á su demanda, Manuel estaba tambien completamente tranquilo.

      —¿Qué mejor recurso le queda al acorralado Caifás (decíase el jóven, rebosando júbilo, soberbia y confianza) que transigir conmigo, que escapar á mi furia, que liquidar amistosamente con el espectro de mi padre, con el público y con Dios?—¡Nada! ¡Nada! ¡Soledad es mia! ¡Terminaron mis penas! ¡Desde mañana comenzaré á trabajar, y dentro de cuatro ó cinco años seré bastante rico para casarme con mi adorada!

      Á todo esto iban á dar las doce, y el cobrador del prestamista no salia del palacio en busca de la educanda...—¿No habria ido ésta aquel dia al colegio?—¡Los minutos se le hacian siglos al impetuoso Venegas, y desde aquel instante comenzó á dudar de la solidez del edificio de esperanzas que poco ántes le pareciera tan seguro!...

      Dieron, por último, las tres Ave-Marías todos los campanarios de la poblacion, y las niñas comenzaron á salir del Colegio, primero en grupos,


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